Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

Yo conocí un país que hoy dejó de existir

septiembre  2023 / 21 Comentarios desactivados en Yo conocí un país que hoy dejó de existir

Mariano Saravia
Yo conocí un país que hoy dejó de existir. Y siento una profunda pena, un dolor inconmensurable en el pecho, porque es un genocidio lo que está haciendo Azerbaiyán con Artsaj.
Yo recorrí el Corredor de Berdzor, también llamado de Lachín, en una y en otra dirección. Vi los tanques semi destruidos al costado del camino de cornisa, los habían dejado ahí para que nadie olvidara la guerra de 1992. Luego le saqué una foto a un cartel que decía que parte de esa carretera había sido financiada por la comunidad armenia de Argentina. Pedí parar el auto en la escasa banquina, al borde de esos precipicios, y con esas montañas de fondo evoqué al gran León Tolstoi cuando describía estos paisajes naturales y humanos, y decía que “la violencia se aferra al Cáucaso”.
Yo pasé por Shushí, conquistada y ocupada por Azerbaiyán en 2020 y hoy rebautizada como Susa. Otro de los componentes del genocidio, cambiar la toponimia. Desde allí, cuando todavía era Shushí, vi allá abajo y a lo lejos Stepanakert, capital de Artsaj. Me acordé de “Paisaje de Catamarca”, cuando dice: “Un pueblito aquí, otro más allá, y un camino largo que baja y se pierde”.
Y finalmente llegué a Stepanakert, una ciudad que en aquel momento en que la visité, agosto de 2006, intentaba ponerse de pie y sacudirse las esquirlas de la guerra. Todavía había marcas de balas en las paredes, todavía había edificios en reconstrucción, pero se veía un pueblo en movimiento, tratando de construir una vida lo más normal posible.
En esos momentos, pensé en Ereván, la capital de Armenia, a solo 200 kilómetros. Allí está Zizernagapert, el monumento al genocidio en el que los turcos exterminaron a un millón y medio de armenios. Fue entre 1915 y 1923 y, obviamente, es sólo un monumento, ahí no hay tumbas ni cuerpos, ni nada. A 6 kilómetros está el cementerio de Yerablur, totalmente destinado a los armenios que dieron su vida en Artsaj, también llamado Nagorno Karabaj. Veía las fechas en las lápidas: 1967-1993; 1969-1992; 1966-1994. Y así todos, 26, 23, 29 años. Los dibujos en el mármol los muestran como fedaíes (voluntarios) duros, de barba y mirada decidida. Pero seguramente habrán sido unos muchachos alegres, románticos, soñadores como cualquier joven de cualquier lugar del mundo, con toda la vida y el mundo por delante. Y cuando estaba en Stepanakert pensé en la dicotomía entre esos dos lugares: Zizernagapert como un monumento que evoca cuerpos que no están, y Yerablur, lleno de cuerpos que sí están. Pero los dos lugares nos hablan de un mismo plan de exterminio que persigue al pueblo armenio desde hace siglos y que va desde los turcos otomanos de ayer hasta los azeríes de hoy.
Mientras caminaba por Stepanakert seguía pensando en el cementerio de Yerablur y recordé un encuentro que me marcó. Entre los scouts llegados de Córdoba, había dos que hablaban armenio, Fernando y Agustín, que me ayudaron en la traducción. Nos pusimos a conversar con Arminé, madre de Raffi, muerto en Artsaj a los 36 años. Raffi había dejado un hijo (el nieto de Arminé) de seis años en 1994, que cuando yo estuve con ella en el 2006 ya tenía 18. Arminé nos contó que su mayor preocupación era transmitirle a su nieto los valores por los que murió su hijo. En la batalla, Raffi casi había quedado ciego. Volvió a Ereván, viajó a Francia y se hizo curar. Pero cuando estuvo recuperado volvió a Artsaj… y se quedó allí para siempre, o mejor dicho volvió, pero como mártir. “La última vez que nos despedimos, él y yo sabíamos que no volvería. Por supuesto que sentí mucho dolor, pero cuando se trata de defender a la Patria, no hay vida que valga. Mire, cuando no queden más soldados en Armenia, las madres nos convertiremos en soldados”, me dijo en ese entonces Arminé.
Y unos días después, yo estaba caminando por las calles liberadas de Stepanakert, pensando en Arminé, y en Raffi, solo un ejemplo de miles y miles.
Con Hovik nos instalamos en un hotelito chiquito pero bonito en las afueras, con unas vistas fantásticas a los cerros. La dueña se llamaba Arevik (que significa sol), y debía tener unos 28 años. Mientras me servía el café y me traía una miel riquísima para el pan recién horneado, me contó que nació y vivió en Bakú, capital de la República Soviética de Azerbaiyán, hasta ese fatídico 1988. Me contó que la ciudad le gustaba, estaba a la orilla de un mar que tuvo que cambiar por montañas.
En Bakú había un barrio armenio y ella con su gente habían vivido con relativa calma toda su vida, pero en los años ‘80 ya empezó a crecer el nacionalismo azerí y su consecuencia de discriminación hacia los armenios. En la escuela, la nota máxima era un cinco, pero a ella nunca le ponían esa nota, por más que sus exámenes estuvieran perfectos. Los compañeros comenzaron a hacerle un vacío hasta que tuvo que cambiarse a una escuela donde iban cada vez más niños armenios. De esta forma, gradualmente se fueron formando verdaderos guetos dentro de Bakú y de las demás ciudades de Azerbaiyán.
Finalmente, en 1988 comenzaron las matanzas de armenios por parte del ejército azerí. “Nosotros conocíamos lo del genocidio de 1915, pero nunca nos imaginamos que esos horrores podían repetirse”, nos contó en aquel desayuno Arevik. “Fue horrible, nosotros alcanzamos a escapar y nos vinimos para acá”, nos dijo Arevik, y no pudo hablar más.
Un lunes a la mañana, salí tempranito del hotel, con la fresca. Stepanakert, una capital con espíritu pueblerino, empezaba a desperezarse. Mujeres con sus bolsas para ir al mercado, hombres hacia el trabajo o para hacer alguna changa. Me junté en el Ministerio de Relaciones Exteriores con el ministro Gyorgi Petrosyan y entramos juntos, subiendo unas escaleras austeras y despintadas. “Soy miembro de la Federación Revolucionaria Armenia (FRA) pero en este momento no estoy militando porque formo parte del Consejo de Gobierno y del Consejo de Seguridad Nacional”, me dijo mientras servía él mismo un café armenio para Hovik y para mí.
-¿Cómo les afecta a ustedes la falta de reconomiento por parte de la comunidad internacional?

En un seminario de política internacional en Estados Unidos, alguien me dijo que Artsaj no podía aspirar a la independencia porque no existe. Cualquiera puede decir eso, pero no quiere decir que no existamos. La Unión Soviética estuvo 23 años sin reconocimiento internacional, y sin embargo, existía.
-Se nota en el aire el peligro permanente de nuevas guerras. ¿Cómo se puede vivir así?
-No queremos más guerra, pero si usted quiere tener paz, tiene que prepararse para la guerra.
-¿Y usted prevé una nueva guerra en el futuro cercano?
-Todo es posible, y generalmente las guerras empiezan de a poco y sin declararse.
Hoy, pienso en aquella charla y me embarga la tristeza, todo lo que dijo Petrosyan se cumplió. Los azeríes fueron buscando nuevas guerras y actuando con los hechos consumados.
Recuerdo también el encuentro con Artur Mosiyan, miembro del Consejo de la FRA Takhnatzutiun en Artsaj, que en ese momento no dudó en decirme: “La independencia de Artsaj es sólo una etapa previa a la unión con la República de Armenia, porque somos el mismo pueblo, la misma nación. Y, cual premonición, me despidió con esta frase: “Arrancar por la fuerza a un pueblo de su tierra es sembrar odio y guerra para los siglos venideros”. Y esa es la realidad hoy, en pleno 2023.
A pesar de que Stepanakert, en 2006, intentaba vivir una vida normal, cada dos por tres había cortes de energía causados por sabotajes de Azerbaiyán. Una de esas noches sin luz me junté en un bar con el intendente de entonces, Eduard Aghabegian. Ya habíamos quedado de antemano y no podíamos pasar la reunión para otro momento, así que conversamos a media luz. Él había sido uno de los líderes del Movimiento 88, que en 1988 empezó la lucha por la libertad y contra la opresión de Azerbaiyán, el germen de la independencia de Artsaj. Cuando le pregunté si ellos se sentían acompañados por la República de Armenia, me respondió: “Fíjese usted que cuando un bebé nace, llora. Y al inicio, lo escucha y le presta atención su madre. Luego, si llora más fuerte, comienzan a prestarle atención los demás”. A 17 años de distancia, es triste ver que la madre hoy le dio la espalda a su hijo.
Un hijo que, paradójicamente, había nacido antes que la madre. Porque la independencia de Artsaj fue proclamada el 2 de setiembre de 1991, y la de Armenia el 21 de setiembre, 19 días más tarde. Aunque no hay dudas de que Armenia es la Madre Patria de Artsaj. Pero paradójicamente, Artsaj viene a desaparecer el día de la independencia de Armenia, un 21 de setiembre.
¿Qué pasó? Pasó que, desde el 12 de diciembre de 2022, durante más de 9 meses, Azerbaiyán mantuvo bloqueado el único paso de Artsaj para comunicarse con el exterior, aquel corredor de Berdzor que yo había recorrido, el que se construyó con la ayuda de la comunidad armenia argentina. Ese bloqueo férreo dejó sin alimentos ni medicamentos a los 120 mil habitantes de Artsaj, con la clara intención de matarlos de hambre o someterlos. El presidente de Azerbaiyán, Ilham Alliyev lo dijo claramente: “Que los armenios doblen el cuello y vengan solos o será peor”.
Justo el sábado pasado tuve que viajar a Buenos Aires para presentar en sociedad el Foro Artsaj, que comparto con Raúl Eugenio Zaffaroni, Carlos Alberto Rozanski, Facundo Suárez Lastra, Brenda Austin y Ricardo Torres, entre otros. El Foro tiene (o tenía) por objetivo alertar a la sociedad sobre la intención genocida de Azerbaiyán sobre los armenios de Artsaj. Pero justo después de que volví de eso, Azerbaiyán bombardeó con misiles población civil indefensa. Dejó más de 200 muertos, entre ellos ancianos, mujeres y niños. Y miles de heridos. El intento genocida viró de la intención de matar de a poquito y de hambre a matar de golpe y a bombazos.
El resultado fue que Rusia, que tenía la responsabilidad del mantenimiento de la paz, miró para el techo y se desentendió del asunto, y algo parecido hizo la República de Armenia. Los dos dejaron el campo libre para que Azerbaiyán se devore a Artsaj. Y eso ocurrió hoy, 21 de setiembre de 2023.
Es un día triste, hoy desapareció un país que conocí y aprendí a querer. Y la desaparición de un país, de un paisaje, de un idioma, acarrea necesariamente la desaparición, total o parcial, de un pueblo. Así lo establece el Convenio de la ONU sobre genocidios.
Lo que hace hoy Azerbaiyán es un genocidio… y el mundo mira para otro lado.
¿Qué pasará con los 120 mil armenios de Artsaj?
Ahora más que nunca me acuerdo de Arevik y de las matanzas y progromos de Sughait y Bakú. Si ya lo hicieron muchas veces y ahora lo anuncian, ¿cómo podemos esperar que los azeríes no exterminen a los armenios indefensos?
Y si no los exterminan, los mandarán en deportaciones masivas hacia la República de Armenia, en una repetición de lo que fueron las largas caravanas de seres humanos hacia los desiertos del norte de Siria, hace exactamente 100 años. Así los turcos vaciaron de armenios la Anatolia.
Yo conocí un país que hoy dejó de existir.
Es parte del plan sistemático de exterminio. Es parte del genocidio. La peor aberración del género humano.

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