Lo nuevo a nivel mundial surge de acá: locura y caos total
Mariano Saravia
En el año 2011 le hice una entrevista al presidente boliviano Evo Morales, y en ella me decía que el mundo estaba necesitando una nueva teoría política, y que él estaba seguro de que iba a surgir de aquí, de lo más profundo de América Latina.
Lamentablemente no fuimos capaces, por distintas razones, de avanzar en un giro civilizatorio que teorizara y englobara todas las buenas experiencias políticas de esos años en nuestros países. Las experiencias se quedaron en eso, simples hechos testimoniales, con todos sus méritos y también sus errores. Pero no surgió desde aquí aquella nueva teoría política que diera alternativa y esperanza al mundo, que trascendiera las experiencias concretas.
Hoy, pareciera que sí, surge una alternativa a todo lo conocido, aunque no es un teoría política, en el sentido estricto, pero es un conjunto de ideas y también de formas, que acompañan la experiencia concreta del primer gobierno libertario (anarco capitalista): el de la Argentina. Es cierto que constituye una contradicción en sí misma que una experiencia anarquista (en este caso anarquista de derecha) haya tomado el Estado y lo gobierne. Es una contradicción porque un verdadero anarquista nunca hubiera sido candidato a presidente. Puede que se trate de un gran farsante, o de un infiltrado que quiere destruir el Estado desde adentro, ya no reducirlo a su mínima expresión o entregarlo, sino destruirlo de verdad, aunque esto suene fuerte. O puede ser ambas cosas Javier Milei.
Lo cierto es que es el único gobierno de su tipo, un verdadero experimento social y político a nivel mundial. Por ahí se escucha y se lee que esto es parte del avance de la extrema derecha a nivel mundial, pero eso no es tan así. El avance de la extrema derecha puede haber facilitado el triunfo de Milei, porque usa categorías y métodos de la extrema derecha: el insulto, el odio político, la violencia simbólica, etc. Pero hay que dejar bien claro que la extrema derecha que se ve hoy en el mundo es de todo menos anarquista. Es racista, xenófoba, misógina, machista, fascista o neofascista, pero profundamente nacionalista, y en términos económicos es neoliberal para adentro pero proteccionista para afuera. Ahí están los ejemplos de Donald Trump, Giorgia Meloni, Victor Orban, Marine Le Pen o Vox en España. Hasta Bolsonaro, apoyado en el ejército y poniendo a Brasil en cada uno de sus discursos. ¿Quién lo escuchó a Milei hablar de la Argentina o resaltar la nación o la bandera o algún otro símbolo? Son cosas muy distintas. Esto es distinto a todo.
Y lo que sí está generando es una estética, una forma, un conjunto de conceptos que, si bien nunca serán realmente una teoría política, pueden formar parte de un espejo para otros en otras partes del mundo, si este experimento funciona, es decir, si no se cae rápidamente como algunos auguran.
Me refiero a una teoría que, a diferencia de las verdaderas teorías, no tiene una coherencia ni una cohesión, ni un mínimo sentido común. Es más, el rasgo distintivo es el caos y la locura, poner en duda todo y correr los límites cada vez más: que no es obligación que los niños estudien, que se puedan vender órganos, que son mejores los contrabandistas que el Estado, que el adversario político es alguien a aniquilar, hasta que los nuestros son más lindos estéticamente que los otros. Todo lo contrario a la discusión política. Un discurso cada vez más estrafalario y más violento. Disruptivo sí, pero que cruza todos los límites, borra las marcas en la cancha y entonces ya no hay reglas del juego, todo vale. En ese caos y en esa locura no puede haber sistema político ni sistema de gobierno ni, por supuesto, democracia.
Pareciera que hemos llegado al límite paradójico que los que nos consideramos progresistas tenemos que asumir hoy una posición conservadora, para poder defender lo que queda del sistema de democracia liberal o burguesa, o volver a él si es que estamos a tiempo.
Y, mientras tanto, el experimento social tiene mucha prensa y repercusión mundial, y empiezan de a poco a surgir imitadores. Cada uno con sus características y muy de a poco, como orejeando las cartas y sin animarse todavía a jugar fuerte. Pareciera anunciar un nuevo tiempo en el que la locura será la marca, donde cuanto más bizarro sea, mejor, y cuanto más violento, también. Y esto trasciende la izquierda, la derecha, y todas las categorías que conocimos hasta aquí.
En el Perú, Antauro Humala, hermano del ex presidente Ollanta Humala, empieza a querer llamar la atención como presidenciable con un eje de campaña, su promesa de “secuestrar al rey de España Felipe VI para vengar al inca Atahualpa”. Cualquier armado serio de izquierda se reiría de esta payasada, teniendo cosas tan urgentes que atender en el Perú por un verdadero proyecto que sea nacionalista o de izquierda.
Lo ocurrido el viernes pasado en Quito cuando el gobierno de Ecuador invadió la embajada de México, se inscribe en esta tendencia de locura y caos hasta ahora desconocida. Por la noche, policías militarizados del Ecuador escalaron los muros y asaltaron la embajada de México, para secuestrar ilegalmente a Jorge Glas, el ex vicepresidente de Rafael Correa y de Lenín Moreno, que había pedido asilo diplomático por la persecución judicial a la que es sometido.
Más allá de la postura que cada quien pueda tener sobre el caso en particular, lo que no es discutible es la institución del asilo político y la inviolabilidad de las embajadas, que en el derecho internacional son consideradas como territorio de sus países.
México tiene una larguísima tradición de otorgar asilo político, quizá el caso más famoso fue el de León Trotsky. Ecuador también, y albergó a Julian Assange durante años en su embajada en Londres. Y con todo lo que se pueda decir de los ingleses, jamás se les ocurrió asaltar la embajada ecuatoriana.
Tampoco lo hizo la dictadura de Yeanine Añez en Bolivia cuando ex ministros de Evo Morales se asilaron en las embajadas de Argentina y de México. Ni lo hizo el régimen de facto surgido tras el golpe en Honduras de 2009. Luego de que el presidente depuesto Mel Zelaya volviera a su país, se asiló en la embajada de Brasil en Tegucigalpa. Las fuerzas policiales intentaron que saliera de todas las maneras, le prendían reflectores y le ponían música potente de noche, pero nunca ingresaron por la fuerza.
Ni siquiera lo hizo la dictadura argentina de Videla y sus secuaces genocidas. El 23 de marzo, la familia cordobesa Vaca Narvaja por completo entró a la embajada de México y pidió asilo. Sabían que la madrugada siguiente se cristalizaría el golpe y que sus vidas corrían peligro. Eran 13 adultos y 13 niños y niñas. Incluso pasaron de la embajada a la residencia del embajador y luego de varios días pudieron salir del país. Ni los militares más sanguinarios y asesinos se atrevieron a entrar a la embajada, ni a la residencia del embajador, ni interferir en la caravana de autos que llevó a la familia entera hasta Ezeiza para emprender el exilio.
Nunca pasó esto. O tal vez sí, existe la excepción que confirma la regla. Fue en el Uruguay el 28 de junio de 1976 cuando Elena Quinteros Almeida, una maestra y militante del Partido por la Victoria del Pueblo se zafó de sus captores militares, corrió y saltó el muro de la embajada de Venezuela. Pero los policías y militares uruguayos entraron a los jardines de la embajada y se llevaron a Elena, que terminó desaparecida.
Pero fuera de ese único antecedente, nunca sucedió lo que estamos viendo. Cuando en 1979 se produjo la invasión de la embajada de Estados Unidos en Teherán, fueron estudiantes iraníes quienes mantuvieron los rehenes durante más de un año. Puede alegarse que fue con la complicidad tácita del país, ya inmerso en la Revolución Islámica, pero no fue directamente el Estado, como sí sucedió el viernes pasado en Quito.
La barbarie del gobierno de Daniel Noboa es tal que mereció la condena incluso de Estados Unidos y la Unión Europea. Corre todos los límites y rompe todas las reglas, incluso las más básicas.
Son por ahora pocos ejemplos pero que pueden ir creciendo, en cantidad y en gravedad, en tanto y en cuanto el experimento social y político que encabeza Milei siga en pie. El mal ejemplo cundirá y llegará un momento en que el mundo se dará cuenta de que ya no hay ninguna regla, ni siquiera para los que tenían el poder de marcar la cancha y soplar el silbato.