Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

El partido esperado de Messi

julio  2023 / 23 Comentarios desactivados en El partido esperado de Messi

Mariano Saravia

Dos días después de la obtención de la tercera, el avión de Aerolíneas llegó al aeropuerto a la madrugada del martes 20 de diciembre. Los jugadores durmieron en el predio que la AFA tiene en Ezeiza, y después de dormir un rato, pasó lo que pasó cuando intentaron llegar en micro a la Plaza de Mayo. La marea humana se calculó en 5 millones de personas y eso hizo imposible que el micro continuara. Llegaron sólo hasta la General Paz y fueron “rescatados” por helicópteros que los llevaron de vuelta al predio. Lo que nunca se explicó fue por qué esos mismos helicópteros no los trasladaron a la Casa Rosada para que pudieran asomarse al balcón con la Copa del Mundo en sus manos para deleite de la multitud. Dicen que ahí hubo pases de facturas entre las autoridades de la AFA, la ciudad de Buenos Aires y la Nación. Sin embargo, durante los días subsiguientes, las fiestas organizadas en cada pueblo y ciudad para los jugadores de esos lugares, fueron perfectas.

Recuerdo que, por esos días, no podía despegarme de la tele, veía todo. Cada noticia, cada llegada de uno de ellos a su provincia. Que éste fue subido a un camión de los bomberos voluntarios y fue paseado por la calle principal. Que éste otro cantó tangos a orillas de lago. Que aquel se emocionó cuando se encontró con su abuelita de 90 años, la misma que se había atado un pañuelo en la muñeca diciendo “Pilatos Pilatos, si no me cumplís, no te desato”. Que el otro salió a la puerta de la casa paterna y estuvo con sus vecinos de siempre sacándose fotos y firmando camisetas. Y así con todos. Los veía en los canales de la tele, y también en el celu.

Tenía la notebook en la mesa del comedor, para poder trabajar con la tele prendida a dos metros. No la moví por un tiempo, y continué con ese ritmo de trabajo que venía desde aquel domingo 20 de noviembre en que Ecuador le ganó a Catar en el partido inaugural. Desde ese día, abandoné mi estudio y biblioteca, y me instalé en el comedor, para regocijo mío y calvario de mi familia, porque teníamos que almorzar y cenar en el desayunador. Pero todas sabían, lo venía anunciando desde hacía tiempo: “Durante el mundial, voy a trabajar a media máquina y voy a ver todos los partidos que pueda”. Los horarios no eran tan malos, eran a la mañana y a la siesta. Eso sí, el trabajo ni siquiera llegó a ser “a media máquina”. Durante ese mes, hice lo mínimo indispensable. Me había preparado para eso durante todo el año. Me acuerdo que a principios de ese año le dije al Aníbal que teníamos que organizarnos bien. Los viajes culturales todavía no los retomaba con Lourdes, porque recién estábamos saliendo de la pandemia, y todavía no daba para meter 20 personas en un colectivo. En cuanto a los espectáculos, la malaria se sentía más que en los mismísimos años del macrismo, y eso era mucho decir. Lo que andaba bien era el tema de los cursos on line. Recuerdo que ese año hicimos varios: El fascismo hoy, Historia de los pueblos ancestrales de Europa, en el que buceábamos en la cultura de los celtas, vikingos, vascos y gitanos, también hicimos uno sobre la historia de las religiones y otro sobre la historia y la música, desde el barroco, pasando por el clasicismo, el romanticismo, el jazz, el tango, el rock y el folclore argentino. Pero a principio de año, le dije a mi productor: “Mirá Aníbal, esto va a ser así: démosle con todo en esta primera mitad del año con los espectáculos, en invierno no tiene sentido porque entre la crisis y el frío, no nos va a ir a ver nadie. En cuanto a los cursos, podríamos seguir durante todo el año. Eso sí, TODO termina a principios de noviembre. Esta vez, el año termina en noviembre, porque viene el mundial, por mí y por la gente”. Y así lo hicimos. Así que para el domingo 20 de noviembre, yo ya estaba liberado de espectáculos y de cursos. Todo eso es mucho trabajo, idearlos, pensarlos, armarlos y luego, estudiar.

Noviembre se presentó así, más liberado de tareas y con una gran expectativa. En mi caso (y creo que en el de la mayoría) se combinaban muchas cosas: los 27 años sin títulos que se habían cortado en el Maracanazo (desde la última Copa América en 1993 en Ecuador hasta la que conseguimos en 2021 en aquella final soñada contra Brasil en Río). Pero en cuestión de mundiales eran 36 años. Así que se mezclaba la ansiedad con la esperanza.

También era distinto a cualquier otro mundial porque lo habían pasado a noviembre, debido a los intensos calores de junio en Catar. Nosotros estamos acostumbrados a vivir los mundiales con la estufa prendida, pero esta vez caía en el verano del sur, daba para una  juntada con amigos cuando se pudiera, una cervecita, era distinto. Hasta el hecho de que amanece mucho más temprano, me permitía trabajar desde las seis. Algunos partidos eran a las 7 pero la mayoría a las 10, a las 12 y a las 4 de la tarde.

Pero volvamos a la semana posterior a la consagración. Además de los festejos de los jugadores en sus pueblos y con sus clubes de origen, otra cosa que miraba todo el tiempo en la tele durante esos días eran los resúmenes de los partidos del mundial. Los de Argentina, sobre todo, pero también los otros. Quería ver todo. Ver todo de nuevo. Se me mezclaban dos sensaciones. Por un lado, con la tercera en el bolsillo, lamentaba que el mundial se hubiera terminado. Hubiera querido que se extendiera un tiempo más. Claro, un sinsentido, una contradicción en sí misma, porque para ser campeones, tenía que haberse terminado. Por otro lado, la necesidad de volver a ver todo… tranquilo, sin los nervios de la primera vez, cuando los veía en vivo y en directo. Durante ese mes de mundial, les había dicho a las chicas que lo disfrutáramos mientras durara, sabiendo que te podías ir a casa en cualquier momento, y sobre todo después de perder el primer partido contra Arabia Saudita. Sí, perdimos contra Arabia Saudita, peor comienzo imposible. Así que, desde la segunda fecha, fueron todas eliminatorias. El partido contra México fue como un treintaidosavos de final. Si perdíamos, a lavar lo baldes. Y luego contra Polonia un dieciseisavos de final, lo mismo. Después sí, vino lo que algunos llaman el verdadero mundial: octavos con Australia, cuartos con Holanda (ahora le dicen Países Bajos), la semi con Croacia y la final con Francia. Creo que ese primer traspié con Arabia hizo que pusiéramos bien los pies sobre la tierra y no nos dejáramos llevar por el triunfalismo fatuo, como otras veces. Cuando la ilusión sube demasiado, el golpazo es más fuerte. Esta vez, nos sentamos frente a la tele a ver el partido con México como quien orejea las cartas en la primera mano, con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Nosotros lo vimos en el club, con todos los chicos y algunos padres. Para mí era mejor, pensé que, si pasaba lo peor, era mejor estar con gente amiga, para lamernos mutuamente las heridas con algún chiste y un café armenio. Sobre todo, por las chicas, para desdramatizar.

Con Polonia fue un poquito menos de presión, pero solo un poquito. Y luego, a partir de octavos de final, lo de siempre, ganás y seguís, perdés y a casa. Así que era difícil conseguir la estabilidad emocional y la claridad mental como para poder disfrutar una previa, tener la esperanza que justifica ver un partido (porque si no creés que tu equipo puede ganar, ¿para qué verlo?) pero al mismo tiempo estar internamente preparado para lo peor. Éste era mi décimo cuarto mundial, pero tengo registros de 12 de ellos, desde el del 78. Disfruté de ese campeonato con 10 años, grité los goles de Luque, Bertoni y Kempes con la inconsciencia de lo que estaba pasando en el país. Después vino la era Maradona, que fue todo disfrutar, incluido el mundial de Italia en el que acompañé a la selección desde octavos en adelante. Estuve en el Delle Alpi de Turín en aquel partido épico con Brasil, en Florencia en los penales contra Yugoslavia, en Nápoles en la semifinal con Italia y en la final de Roma con Alemania. Esa era dorada terminó con el Diego saliendo de la cancha de Boston de la mano de la enfermera, después del partido contra Nigeria. Fue en 1994, un 25 de junio. Igual que la final del 78, un 25 de junio. Y pasada la era Maradona, vino una larga sequía. Como ya dije, un año antes habíamos ganado la Copa América con el Coco Basile en Ecuador. Fue la última vez de ver Argentina campeón. Después, nunca más. Fui al mundial del 98 en Francia, afuera con Holanda en cuartos. Estuve en las finales perdidas contra Brasil del 2004 en Perú y 2007 en Venezuela. Ahí apareció Messi, el heredero del Diego. Messi, el mejor del mundo desde fines de los 2000. Pero nada. Garronazo en Sudáfrica 2010, casi casi en Brasil 2014, otro garronazo en Rusia 2018.

Y así llegábamos a este mundial, sabiendo que sería el último de Messi. Pero con toda esa carga de frustraciones en el lomo. Esto es como el amor, cuando te has dado muchos golpes en la vida, al final, ya no querés conocer a nadie, por miedo a sufrir. Me pasaba eso al principio del mundial, y mucho más después del partido con Arabia Saudita. Pero también como el amor, cuando ves a esa persona que te despierta un rayito de esperanza, se te ilumina la cara, aunque no quieras. También me pasaba eso cuando veía a la selección jugar bien, con calidad y actitud, con estrategia, con paciencia a veces, con decisión otras veces.

Así que así fue este mundial, tuvo de todo, fue una película. Y la necesidad de festejar algo. La mía y la de todos, creo. Veníamos de la pandemia, que nos había dejado patas para arriba. Claro, eso fue en todo el mundo. Pero acá se sumaba la malaria económica, el no poder ir a un restaurant o a un teatro, y el desgaste mental de la grieta, y de la grieta de la grieta. No era solo la angustia que produce ver que tu sociedad se derechiza cada vez más, sino también las discusiones entre los que bancaban al gobierno porque “lo otro sería peor” y los que salían del closet para hacer las críticas necesarias, porque la desilusión era muy fuerte. Todo eso te desgasta, te esmerila, te cansa. Necesitaba por unos días festejar lo mismo que los otros, que mis vecinos y mis amigos. Y si nos tocaba llorar, también, llorar por una causa común. Aunque sea una vez y aunque sea por el fútbol. Así que, con todas esas connotaciones, el mundial tuvo muchos condimentos. Y por todo eso, necesitaba verlo todo de nuevo, sabiendo el final de la película. Eso hice esa semana posterior, la semana previa a la Navidad. El regalo mayor ya estaba en la bolsa. Y la bolsa de regalos de Papá Noel no podría jamás de los jamases acercársele a ese regalazo que recibimos una semana antes.

Así que así estaba yo en esa semana que iba desde el domingo 18 hasta el domingo 25 de diciembre. Si tuviera que graficarlo en una caricatura, me dibujaría en el sillón más cómodo, frente al televisor, con un vaso de whisky, un habano, y una sonrisa socarrona. Así estaba esos días, pavote, obnubilado, como metejoneado de nuevo con el fútbol y con la vida. Y los jugadores que llegaban a sus barrios, a sus clubes del papi fútbol, se abrazaban con su gente querida.

Que Dybala estuvo en Instituto y repartió camisetas a los pibes de las inferiores en la Agustina. Y lo mismo hizo el Cuti Romero en el predio de Villa Esquiú que tiene Belgrano. El Araña Julián llegaba a la escuela de Calchín donde todavía estaban marcados en la pared del patio los fulbazos que él metía en los recreos. Y Nahuel Molina aparecía en los hoteles de Embalse anunciando los próximos campeonatos Evita. Cosas parecidas pasaban en Zapala con el Huevo Acuña, en La Pampa con Alexis Mac Allister, en Gualeguay con Lisandro Martínez, en Famaillá (donde estaba la famosa Escuelita) con Exequiel Palacios y en la provincia de Buenos Aires con el resto.

Pero lo de Rosario fue un bombazo. Nadie se lo esperaba. Y por eso tuvo más impacto todavía. Y eso que yo estaba al tanto de todo, de cuando viajaron en un avión privado desde Buenos Aires. Lo había alquilado Messi, pero ahí viajó también su amigo Di María. Habían salido de Ezeiza y aterrizado en el aeropuerto de Funes el miércoles. A partir de ese momento, cada uno se recluyó en su casa, con su familia. Pasó la Navidad, y los jugadores extendieron su permiso hasta el Año Nuevo. 

Hasta que pasó lo que pasó, aquel miércoles 28. La intendencia de Rosario, del Frente Progresista Cívico y Social, se puso de acuerdo con la gobernación de la provincia de Santa Fe, peronista. Y cuando nos ponemos de acuerdo somos capaces de hacer cosas lindas. Cuando damos dos pases seguidos, hacemos desastres, como en ese segundo gol de la final. Eso fue una obra maestra, no solo del buen juego, sino también de la solidaridad, del trabajo en conjunto. Empieza todo con una embestida del mejor de ellos, Mbappé, que lo pasa al Cuti Romero, normalmente impasable. Pero Mbappé es cosa seria, y en la primera jugada en la que genera real peligro lo deja clavado al Cuti. Ahí es cuando aparece Molina a salvarnos, como cuando aparecía el Superpibe en los Titanes. Aparece Molina y apaga el incendio, le saca la bocha a Mbappé y se la toca al Dibu Martínez que no tiene ningún prurito en meterle un patadón y alejar el peligro. La pelota va a caer cerca de la mitad de la cancha, en un costado y cerca de la línea. Era fácil para Upamecano, que podría haber rechazado de cabeza o con el pie. Ahí aparece en escena el técnico Scaloni, que casi en la línea arenga con gritos y gestos a Julián Álvarez para que venga a apurar. El francés intenta dominar la pelota, pero presionado, lo único que hace es entregársela a Molina. Y ahí sí empiezan a tocar los violines. Molina para Mac Allister de espaldas, que de primera se la da a Messi, éste la para con su zurda mágica y antes de que pique, la toca exquisitamente con tres dedos para Julián, que la toca de primera para adelante. A todo esto, ya picó al vacío el propio Mac Allister que, en vez de patear al arco, abre al otro lado para la entrada del Fideo que, pisando el área, se la cruza al arquero al segundo palo. Golazo, en todos los sentidos de la palabra. Festejazo, con todos los jugadores en una montaña humana, y el Fideo haciendo un corazón con sus manos.

Entonces retomamos el relato de aquel 28 de diciembre, miércoles a media tarde en el Monumento a la Bandera, lugar indicado a la hora en que el sol amaina un poco y permite que miles y miles de rosarinos se junten para homenajearlos a ellos. Ahí están los compadres de tantas cruzadas. Leo y Fideo. Ahí están abrazados, vestidos con la celeste y blanca, pero ya con las tres estrellas arriba del escudo, como corresponde. Y unos sombreros de copa alta también celestes y blancos, como queriendo homenajear a un tal Manuel que 110 años antes, cometió la osadía de hacer jurar una bandera con estos colores, en dos baterías de nombre prohibido: Libertad e Independencia. Por eso la furia de Bernardino, el monje negro del Primer Triunvirato, el delegado de los intereses británicos en el Río de La Plata, el que ya en aquel tiempo venía con el viejo verso de la libertad… de comercio, de la libertad para algunos nada más. Pero no le gustaba la verdadera libertad, ni la verdadera independencia. Y menos le gustaba que tuviéramos una bandera celeste y blanca. Esa es la que ondea ahora ahí, en ese lugar histórico, en manos de decenas de miles de rosarinos, que por un día han dejado en casa los trapos rojinegros y azules y amarillos. Hoy todos están vestidos de celeste y blanco.

Aquí es cuando sucede lo inimaginable. De golpe, todo cambia. Yo dejo de escribir lo que estoy escribiendo, corro el mate un poco y presto atención a la tele. No puedo creer lo que estoy viendo. De golpe, Leo y Fideo se sacan los gorros de copa, y también la camiseta de los tricampeones del mundo. Y vuelven a abrazarse, pero Leo con la de Newells y Fideo con la de Central. Las tenían debajo de las otras, los muy guachos. Nadie la vio venir. La gente al principio no entiende nada, luego delira. Cada uno delira por sus colores, aunque todos siguen de celeste y blanco, menos esos dos ahí arriba.

Y entonces, alguien le alcanza un micrófono a Messi y la multitud hace un silencio sepulcral. En ese ambiente de atención casi reverencial, Leo empieza:

“Buenooo, ante que nada, quiero dar la gracia a toda la gente que vino, a todo lo rosarino, a lo que no pudieron venir, a toda la ciudá, mi ciudad. Nuestra ciudá”, mirándolo a Fideo y estrechando el abrazo. Y sigue:

“Quiero contarles una historia… Es la historia de un nene que a los cuatro años empezó a jugar a la pelota en Abanderado Grandoli, y luego pasó a Ñuls, donde jugó desde los 7 hasta los 12 años. Ese equipo era conocido como “La Maquinita ‘87”. Lo dirigía Ernesto Vecchio, y era una verdadera máquina, goleaba en todas las canchas. En un momento, a ese chico le diagnosticaron deficiencia de la hormona del crecimiento. El tratamiento era muy caro, casi mil dólares por mes, y durante un par de años ese tratamiento fue pagado por la obra social y por la empresa donde trabajaba su papá. Después, ese chico ya con 13 años, fue al Barcelona y esa es una historia más conocida. Ganó todo a nivel de clubes y a nivel individual, pero le costaba coronar en la Selección Argentina. Nunca se dio por vencido, siguió insistiendo, y al final se le dio: fue campeón de América en el 2021 y Campeón del Mundo en el 2022”.

“Y ahora quiero darle el micrófono a mi hermano, Fideo, que también va a contar una historia”.

“Sí, la de recién era la historia de un nene de la zona sur de Rosario –dijo Fideo señalando a Leo- y ésta es la de otro nene, pero de la zona norte de Rosario. El otro jugaba en Abanderado Grandoli y éste en El Torito. El otro en Ñuls y éste en Central”, y volvió a explotar el Monumento a la Bandera.

Fideo esperó unos segundos a que bajara la espuma y siguió: “Al otro nene le diagnosticaron deficiencia en la hormona del crecimiento. A este le diagnosticaron hiperactividad, y por eso la mamá lo llevó a jugar a la pelota. Después, esa misma mamá lo llevaba en bici a entrenar a la ciudad deportiva, eran 45 minutos o una hora en bici. Hubo tantos sacrificios, la carbonería del papá, llenar bolsas de carbón, cerrarlas, repartirlas. Las privaciones de la familia, sobre todo de las hermanas, para comprar los botines del nene, y muchos sacrificios. Un día de enero, cuando el nene ya tenía 16 años, el papá planteó que había tres opciones: o el estudio, o el trabajo, o un año más de fútbol a ver qué pasaba. La mamá, sin pensarlo, dijo: un año más de fútbol. En diciembre el chico estaba debutando en la primera de Central. Después vinieron las transferencias y los logros. Pero igual que al otro, no se le daba con la selección. Las lesiones le impidieron jugar la final del 2014 y después vinieron las finales de la Copa América. Hasta que también ganó en el Maracaná y en Catar, y encima con goles en las dos finales”.

Se volvieron a abrazar, ya con lágrimas en los ojos, igual que todos, hasta los policías estaban con los ojos vidriosos y un nudo en la garganta. Tomó de nuevo el micrófono Lio:

“Como ven, son dos historias parecidas. Y estas historias, que se han ido cruzando, pero nunca se cruzaron acá en nuestra ciudad. Tenemos mucho que devolverle a Rosario, a nuestras familias, a nuestros amigos, a nuestros barrios. Por eso, después del domingo cuando le ganamos a Francia, al día siguiente empezamos a hablar entre nosotros de un sueño más que tenemos: jugar acá, en Rosario”.

Primero fue silencio, toda expectativa, mezclada con incredulidad por lo que todos preveían que vendría después.

Siguió Messi: “Jugar acá, y enfrentarnos en un clásico acá, como muestra de que nuestra amistad no es incompatible con nuestro amor por los colores que traemos desde chiquitos. Y que esto, puede trasladarse a todo Rosario. Es decir, podemos ser muy leprosos y muy canallas, y querernos también”.

Ahí empezó a correr entre la multitud un murmullo, un bullicio tenue, acompañado de caras de incredulidad ante lo que estaban escuchando y ante lo que ya era casi seguro que venía.

“Lo que queremos anunciar esta tarde –siguió Messi- es que queremos devolverle a Rosario y a la Argentina algo de lo que la ciudad y el país nos dio a nosotros. Para nosotros era un sueño ser futbolista y lo fuimos, era un sueño ser campeón del mundo, y ahora podemos decir que lo somos. Gran parte de ese sueño se lo debemos a este río, a este monumento, a esta ciudad, a este pueblo. Por eso, el anuncio es que queremos volver para jugar en Ñuls y en Central”.

Y en ese momento bramó Rosario, era como si Moisés estuviera abriendo las aguas del Río Paraná. Fue un instante donde el tiempo se paró, y después del silencio de la multitud, bramó Rosario.

Estalló Rosario, y estalló la Argentina, como había ocurrido 10 días antes. Algunos lloraban, otros reían con bocas desdentadas, los pochocleros regalaban pochoclo a niños y también a grandes. Alguno dijo que había que tener en cuenta que era 28 de diciembre y pensar si no sería una cachada por el Día de los Inocentes. Pero no podía ser, no así, no ellos, y no en ese lugar ni con tanta gente. No se podía jugar con la integridad de la gente. Debía ser cierto lo que estaban escuchando.

Messi terminó: “Ya veremos cuánto tiempo, paso a paso. Quedan muchas cosas, liberarnos de nuestros actuales clubes, hablar con los clubes de acá. Pero pensamos que al menos una temporada, desde agosto próximo, cuando estemos liberados”.

La gente enloqueció y empezó a cantar “Leo y Fideo oh oh oh”.

Ellos siguieron saludando, y tirando besos acá y allá un rato más.

Hasta que empezó a sonar la música más linda, el hit del mundial: Muchachos.

Pero esta vez decía: “Y al Diego / Desde el cielo lo podemos ver / Con Don Diego y con La Tota / con Fideo y con Lionel”.

Así pasó un rato más hasta que se volvieron a calzar la de la selección y se perdieron por atrás del escenario montado en el Monumento.

Esa tarde se transformó en noche y los bares de Rosario nunca trabajaron como aquella vez. En la Pellegrini, en la Oroño, en la costanera, en todos lados desfilaban las cervezas y todo tipo de bebidas. Mientras, los portales de deportes de Europa destilaban veneno, sobre todo los de Francia e Italia. ¿Cómo podía ser que algo así se anunciara en el culo del mundo?, era una falta de respeto a sus clubes.

Desde ese momento, todo cambió, y lo que vino después era por demás previsible. A pesar de ganar La Liga francesa, en cada partido en el Parque de los Príncipes, los hinchas silbaban a Lionel cada vez que tocaba la pelota. Para colmo, el equipo quedó eliminado de la Champions contra el Bayer Munich, y Leo pasó a ser el villano número uno de París.

Para el Fideo, la cosa no fue muy distinta en Turín. Era suplente, no entraba mucho y fue un semestre pésimo para la Juve. Para colmo, salió campeón el Napoli, abanderado del Sur Maradoniano.

Así llegaron los dos al fin de sus ligas y a rescindir sus contratos. Y se fueron de vacaciones con sus familias. Todo el mundo contaba los días, se hacían marcas en las paredes, como hacen los presos. La municipalidad de Rosario puso un reloj en la plaza 25 de mayo que marcaba la cuenta regresiva en días, horas, minutos y segundos.

Hasta que llegó agosto y el revuelo con la llegada de los dos hijos pródigos. Las presentaciones de Leo en Newells y de Fideo en Central fueron apoteósicas. Con caravanas, fiestas y cumbia santafecina. En el caso de Fideo en Central, barcos por el Paraná al costado del Gigante de Arroyito y fuegos artificiales por doquier. En el caso de Leo en Ñuls, bajando en Helicóptero en el Parque de la Independencia y con fuegos artificiales comparables con los otros. Una locura hermosa.

Y pensar que en algún momento se habló de que Messi fuera a jugar a Arabia Saudita, o incluso a Estados Unidos. ¡A Estados Unidos! ¿Vos podés creer? Hasta se llegó a hablar de un club en particular: el Inter de Miami. No me hagás reír, por favor. Imaginate lo que hubiera sido una presentación de Messi en Miami, en medio de la gusanera. Hubiera sido algo totalmente distinto a lo que fue en realidad. Seguro hubiera habido pasarelas, show, reggeaton, lucecitas, rayos laser, peluches, qué sé yo. Lo que ya sabés de los yanquis. Pero la pasión no se puede inventar, y eso lo sabemos. Los yanquis ya llevaron a Pelé en una oportunidad, ¿y? ¿Qué pasó? El fútbol de Estados Unidos no arrancó. Ni cuando organizaron el mundial 1994, ni cuando llevaron a Beckham en el 2007. Nunca. Si hasta lo llaman con otro nombre. Ni siquiera es fútbol, es soccer.

Hubiera sido el peor lugar para Messi, porque, además, se habría estresado más que en el PSG. Fijate vos la contradicción. En aquellos momentos decían que hubiera sido bueno para Leo porque necesitaba tranquilidad, luego de los disgustos de París. Pero, por otro lado, querían llevar a Lionel Messi, el mejor del mundo. Obviamente lo querían llevar para mejorar la liga, para acrecentar sus negocios, para hacer crecer el circo, y todo eso conlleva competitividad. O sea, todos hubieran esperado que, con la llegada de Messi, el Inter de Miami empezara a ganar. Que de ser uno de los peores equipos, pasara a ser el mejor. Sí, eso es lo que hubieran esperado. Y si no se hubiera dado, hubieran empezados los mismos problemas de siempre.

Por suerte, inteligente, Leo eligió venir a la Argentina. Acá realmente se va a poder relajar, va a descansar un poco, si alguna vez juega mal (porque puede pasar), nadie le va a decir nada. Lo van a aplaudir en todos los estadios, como le pasó al Diego cuando fue técnico de Gimnasia La Plata. Esa fue una hermosa despedida para el Diego. ¡Qué bueno que Leo eligió venir acá! Ya tiene 36 pirulos y para cualquiera, el paso del tiempo se siente. Si tiene que jugar un rato y no los 90 minutos, va a estar todo bien. Va a recibir y dar solamente amor. Eso es lo que necesitaban Lionel y su familia, y por suerte lo entendieron.

Apenas se conoció el fixture de la Copa de la Liga, empecé a organizar mi viaje a Rosario. El partido sería el domingo 1° de octubre a las cinco de la tarde, en el Coloso Marcelo Bielsa. Partido interzonal de la Copa de la Liga, Newells local por sorteo, por la séptima fecha, la de los clásicos. Pero, con una novedad, desde este campeonato volvían los hinchas visitantes. Así que iba a ser un clásico con las dos hinchadas.

Tengo muchos amigos en Rosario, pero en los últimos años me he visitado mucho con Gustavo Messiez, su esposa, la Flaca, y el Juanito, su hijo que tiene la edad de mis hijas. Ellos vinieron varias veces y se quedaron en mi casa, Gustavo nos deleitó con sus dotes tanto en la parrilla como en la cocina. Es uno de los mejores chefs de Rosario y tiene un emprendimiento de viandas gourmet. Pero lo más importante de Gustavo es otra cosa: es fanático de Ñuls, y va siempre a la cancha. Él tiene un hermano con el que va a la cancha y ahora está viviendo afuera, así que rápido me mandó un mensajito diciéndome que, si quería, ese lugar de socio podía ser para mí el 1° de octubre. Bingo, por supuesto que le dije que sí, y empecé a contar los días que faltaban.

Mientras tanto, empezó la Copa de la Liga el 20 de agosto, y los dos debutaron de local. Newells contra Lanús y Central contra Atlético Tucumán. Los dos empataron. Y así fueron las primeras fechas, ambos equipos deambulando por la mitad de la tabla de sus respectivas zonas. Leo regulando, regalando destellos de su magia. Dosificando fuerzas y esfuerzos. Recibiendo el amor y el afecto de todas las hinchadas del fútbol argentino.

¿Para qué más? Si esto es lo que quería todo el mundo. Los argentinos, verlo acá, en su club y con sus afectos. Y él, un poco de tranquilidad. ¿No era que quería tranquilidad? Messi lo dijo varias veces: quiero tranquilidad para mí y mi familia.

¿Qué tranquilidad hubiera tenido en Estados Unidos, donde en cualquier momento un loco agarra un fusil de asalto y genera una matanza en una escuela o en una plaza? Y siguen fomentando la libre portación de armas. Como algunos dementes acá, que quieren seguir ese mal ejemplo y dicen que hay que dejar que cualquiera ande armado.

Y en lo deportivo, ¿qué tranquilidad hubiera tenido Messi en otro lado? Si iba al Barcelona, iba a volver la presión por ganar la Champions. Si era en Arabia, indefectiblemente iba a aparecer la competencia con Cristiano, y de vuelta la presión. Y si era en el Inter Miami, por más que se tratara de un club mediocre, último en su conferencia, sin ninguna tradición ni mística, igual iba a surgir la presión. Porque nadie arma un equipo con el mejor del mundo, acompañado de Busquets, Jordi Alba, Luis Suárez, y un técnico como Martino, si no es para ganar. Y vuelve la presión de ganar. ¿Qué? Ah, sí, sí, es cierto, algunos señalan que todo eso es parte del lavado de dinero proveniente del narcotráfico de los dueños del Inter de Miami: los hermanos Más Canosa, vinculados al terrorista Luis Posada Carriles, el que autor del atentado contra el vuelo de Cubana de Aviación en 1976 y las bombas contra hoteles de Varadero en 1997. Puede ser, son unos mafiosos esos Más Canosa. Su padre había sido uno de los organizadores de la invasión a la Bahía de Cochinos, en 1962. Pero igual, aunque fuera lavado y todo eso, presión iba a tener Messi. Porque si no sacaba al Inter de Miami campeón, todos los elogios se iban a volver críticas.

Así es que lo que vivió Leo en esos meses de agosto y setiembre del 2023 fue único. Se lo vio disfrutar, distendido y sin presión. Y él lo agradecía en cada nota, en cada conferencia de prensa. Así se fue acercando la fecha 7, la de los clásicos. Y pasó algo inaudito, inédito en el fútbol argentino, ya desde dos semanas antes, los programas de tele y de radio, incluso los de Buenos Aires y todos esas cadenas internacionales como iespien y fox  y todas esas, le dieron más importancia al cásico rosarino que al Boca-River. Por una vez en la vida el periodismo deportivo fue federal. La expectativa era tan grande que nadie hablaba de otra cosa.

Hay un cuento del Negro Fontanarrosa, fanático de Central, que se llama 19 de diciembre de 1971. Es sobre aquella famosa semifinal del Campeonato Nacional que se jugó en cancha de River, aquel partido del gol de palomita de Aldo Pedro Poy. El cuento empieza así: “Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido. ¡Y qué te digo «esos días»! ¡Desde semanas antes ya se venía hablando del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que era la ciudad!”.

Esta vez pasó lo mismo, desde semanas antes ya se venía hablando del partido. Pero no era una caldera Rosario. Era más una fiesta que una caldera. La Liga de la Copa ya estaba por la mitad y la sorpresa inicial había dejado lugar a la locura, luego al entusiasmo, y finalmente al disfrute. Tanto Ñuls como Central andaban más o menos bien con Leo y con Fideo, de mitad de tabla para arriba. Pero no era una locura, y mucho menos una caldera. Era una verdadera fiesta. Algo había pasado, algo había cambiado, todo era un poco más relajado y menos dramático. Quizá desde aquella vez, desde aquel 28 de diciembre, cuando en el Monumento a la Bandera, estrenando campeonato del mundo, Leo dijo a la multitud: “Jugar acá, y enfrentarnos en un clásico acá, como muestra de que nuestra amistad no es incompatible con nuestro amor por los colores que traemos desde chiquitos. Y que esto, puede trasladarse a todo Rosario. Es decir, podemos ser muy leprosos y muy canallas, y querernos también”.

Así eran los días previos al clásico, fiesta pura, parecía que la dimensión inconmensurable de esos dos neutralizaba cualquier atisbo de violencia, incluso verbal. No es que hubieran desaparecido las cargadas o las apuestas, pero con un límite, sin que por ello se viera una disminución de la pasión, al contrario. Cuanto más se acercaba el clásico, más se hablaba del tema, en Rosario y en todo el país.

Yo viajé un día antes, por las dudas, para ir con el tiempo suficiente por cualquier imprevisto. Como se permitía hinchas visitantes, viajé con mi amigo Juan Pablo y Martín Simonian, fanáticos de Central. Ellos iban con sus hijos Juani y Alexis. Sus parientes de Rosario les habían comprado las entradas. Quedamos en salir el sábado a la mañana desde el Club Armenio, en Barrio Pueyrredón. Así fue, salimos a eso de las 9 y ya al mediodía estaba en casa de Gustavo almorzando con él, la Flaca y el Juanito. Esa tarde fuimos a dar unas vueltas por la ciudad y a la tardecita nos instalamos en uno de los comederos que hay en la Bajada España. Boga frita, boga a la parrilla, boga a la provenzal, boga, boga, boga. Por ahí una empanadita de pacú. Y por supuesto, un chablís para acompañar.

Pude sentir en directo ese clima de fiesta que se vivía en Rosario. Todo parecía más lindo, la gente parecía más feliz. Me hacía acordar a aquellos días de diciembre del 2022, aquellos días de mundial a destiempo. Se veían camisetas de unos y otros por ahí. No te voy a decir que juntas, tampoco voy a exagerar, pero no se escuchaban insultos ni la agresión a la que lamentablemente estábamos acostumbrados. Rosario estaba hermoso, invitaba a estirar la noche, pero ya no tenemos 20, ni 30, ni 40, así que volvimos a la casa de Gustavo, en el barrio Luis Agote. Como si hiciera falta darnos más manija todavía, nos pusimos a ver la película del Mundial, mientras tomábamos un güiskicito, y después, a la cama.

El domingo, me desperté a las 7, como de costumbre, cosa que ya me jode bastante para un domingo, pero mucho más si estoy en casa ajena, de invitado. Se mezcla que no sé dónde está la yerba, el mate, cómo calentar agua, y todo eso, conque uno intenta no hacer ruido para no despertar a los dueños de casa. Así que decidí no hacer nada de eso, saqué la bolsita con hojas de coca y me puse a leer un rato.

Como a las 8 fueron apareciendo, primero Gustavo y después la Flaca, y nos pusimos a matear. Gustavo fue hasta la esquina a comprar La Capital, me dijo que nunca lo compra, pero ésta era una ocasión especial. Juanito siguió durmiendo un buen rato más, y cuando se despertó nos fuimos a jugar a la pelota al Parque Scalabrini Ortiz, que está a unas cuadras.  Los dos ya estaban vestidos de cancha: Gustavo con una camiseta retro con la 10 de Mario Zanabria, Juanito con la número 10 también, pero la actual de Lionel.

En eso me llegó al whatsapp una foto de los Simonian. El Juampa estaba con una camiseta de la época del Negro Palma, con la publicidad de General Paz Seguros, el Martín con la de la época del Kily y la publicidad de Paladini, y los dos nenes (el Juani y el Alexis) con la actual de Di María.

En el parque estuvimos un rato pateando, pero volvimos como a las 12 a la casa, porque el plan era salir temprano para la cancha. Así que Gustavo prendió un fuegüito, hizo unas entrañitas vuelta y vuelta y comimos medio de parados con un tintito. A eso de las dos nos fuimos para la cancha. La Flaca también iba empilchada de rojo y negro, como corresponde. Estacionamos en el lugar donde estaciona siempre Gustavo, sobre Pellegrini casi Alvear, cerca del carrito de choripanes del Colorado. Otros muchos estacionaban sobre Oroño, era zona de hinchas leprosos. El operativo policial era impresionante, dividiendo los ingresos para que las hinchadas no se cruzaran. Porque si bien el clima era novedosamente lindo, tampoco es cuestión de tentar al diablo.

Ya en el viaje uno va viendo a los hinchas, las camionetas con gente en la caja, los autos con chicos que sacan medio cuerpo por la ventanilla, las banderas enormes, las camisetas, los vendedores. Y se me empieza a calentar la sangre, no sé, es como si me hicieran una transfusión, revivo con eso. Ni hablar cuando te bajás del auto y empezás a escuchar el sonido lejano de los bombos, una barrita de amigos que pasa cantando, otros están todavía tranquilos en una esquina con la parrilla sobre el asfalto y el fernet.

Íbamos por Pellegrini y pensé en todos los beneficios colaterales de la decisión de estos chicos de volver a jugar acá. No los daños colaterales de los que hablan los asesinos que manejan el mundo, sino los beneficios colaterales. Beneficios concretos, el que vende gorro, bandera y vincha, el que se armó un kiosquito de cerveza y fernet, el que invirtió todos sus ahorros en una partida de camisetas y sabe que las va a vender. Todo eso general la presencia de Leo en Argentina. Y él lo sabe, por eso volvió, como dijo, para devolver algo. No solo a su familia, a sus amigos, también a esta gente humilde que vive de una changa y las changas se multiplican cuando hay fútbol y cuando hay buen humor social.

Llegamos a la cancha, mostramos los carnets correspondientes y entramos. Mis amigos van a la tribuna Maxi Rodríguez, uno de los laterales que tiene la cancha, la de doble bandeja, y nos acomodamos cerca del arco del Palomar, es decir, donde estaba la hinchada de Central. Faltaban todavía dos horas para las cinco de la tarde, y las tribunas ya estaban a un 60 por ciento. De a poco empezaron a llenarse, pero la de Central no. A las cuatro de la tarde, faltando una hora para el inicio del partido, ya las tres tribunas de hinchas leprosos estaban prácticamente llenas, aunque seguía entrando gente, que vos no sabías adonde se iba a meter. En ese momento, empezaron a entrar los hinchas canallas, para poblar la tribuna llamada El Palomar, atrás de uno de los arcos. Hubo algunos chiflidos, pero nada del otro mundo. Antes, en un caso así, volaba de todo para allá, me contó Gustavo.

Y durante esa hora previa, el ambiente fue tomando calor, incluso con algunas canciones que cargaban al rival, pero eran muchas más las de aliento a los propios. Después, ya vino un espectáculo de los últimos años que me encanta. El del precalentamiento en la cancha. Antes no era así, antes los equipos calentaban en el gimnasio, debajo de una tribuna, si es que había gimnasio. Si no, a un costado en algún pastito o tierrita, cuando se jugaba en canchas de ligas más chicas. Pero nunca eso de entrar a la cancha que me encanta.

Primero, entran los tres arqueros, como si fueran una escuadrilla de aviones de guerra. El arquero titular dos pasos adelante y los otros dos atrás, uno de ellos es el arquero suplente y el otro el entrenador de arqueros. Y empezaron a pelotear en el arco que da a la popular Diego Maradona, que ya a esa hora estaba a reventar. Mientras tanto, los preparadores físicos acomodaban los conos naranjas en esa mitad de la cancha.

A los pocos minutos, el mismo ritual con los arqueros de Central, que encararon para el arco del Palomar. Y un poco después, salen los jugadores para hacer el precalentamiento. Y aquí la primera explosión. Qué manera de hacer las cosas bien. Pero qué forma de ser inteligentes, de hacer alquimia, porque fue una manera genial de arengar a la multitud, potenciar el griterío y la pasión, pero al mismo tiempo de calmar a cualquiera que tuviera algún atisbo de agresividad. Y esto que estoy diciendo no es fácil de conseguir. Pero estos dos lo consiguieron tan fácilmente: salieron a calentar al último, atrás de todos y abrazados, uno vestido de canalla, el otro de leproso. Claro, con la ropa pre-match, con la pilcha de entrenamiento. Ahí estaban Di María y Messi, Fideo y Lionel, tomándole el pulso a esa caldera que, sin embargo, todos sabían que no iba a explotar. Los otros jugadores saliendo trotando, ellos caminando, y abrazados, mirando a las tribunas con las caritas de dos pibes sorprendidos. Ahí estaba La Pulga de la Maquinita ’87 y el Angelito que de tan flaquito le empezaron a decir Fideo. Ahí estaban el de la deficiencia de la hormona del crecimiento y el de la hiperactividad. Ahí estaban esos dos ejemplos, no por el talento que tienen, sino por haberse empecinado siempre en seguir adelante. De chiquitos y de grandes. Ahí estaban esos dos que, pudiendo haber elegido otros equipos (el Benfica, el Barcelona, Inglaterra, Arabia Saudita, Estados Unidos, Miami, Inter de Miami, jeje, ¡¡¡Inter de Miami!!!), eligieron venir a Rosario, a jugar en los clubes de sus amores. Por esos colores, y por esta gente que se desgañita gritando.

Parece mentira, verlos ahí, en el piso del Parque de la Independencia. Y pensar que algunos ya estaban sacando la visa y el pasaje para Miami, pssss. Después de un rato, se van todos a los vestuarios, ya quedan solamente 20 minutos para que sean las cinco de la tarde. Todo se prepara, algunos pibes reparten de unas bolsas de arpillera los últimos rollos de papel.

Ahora el griterío es más y más intenso. Y sigue así, increscendo, hasta ser ensordecedor. Hay unos chicos alcanzapelotas que se asoman a la manga que ya está inflada, y de golpe empiezan a agitar los brazos. Señal que se vienen los equipos al campo de juego. El rugir de las cuatro tribunas sigue subiendo, y ahí están los árbitros. Y ahí están ellos. Pero ahora no son los últimos como hace un rato cuando salieron a precalentar. No, ahora encabezan sus respectivas filas. Ahora no salen abrazados y hablando tapándose la boca con la mano en gesto cómplice, como diciendo: mirá el lío que armamos. No, ahora sale cada uno en su hilera, nada de abrazos, y callados, nada de hablar, muy concentrados. Eso sí, con un nene en bazos que tiene la camiseta del otro equipo. Cada jugador con una nena o nene de la mano o alzado en brazos. Pero del equipo contrario. Todos gestos, para remarcar el mensaje.

Vienen los rituales, las fotos de los dos equipos, que nunca serán publicadas en ningún lado. Los equipos que forman en una sola hilera, con los árbitros en el medio. Y luego los de Ñubels que pasan saludando con la mano, primero a los árbitros y luego a los de Central. Finalmente, el sorteo para ver quién saca y quién elige arco. Y ahí están otra vez esos dos: los dos pibes de Rosario, uno del norte, otro del sur. Ahí están las madres, los padres, hermanos y hermanas, abuelos, laburantes, luchadores, que jamás habrán imaginado tener nietos o bisnietos famosos. Están esos dos pibes de Rosario, que son ya del mundo. Por eso el mundo hoy pone sus ojos en Rosario, en esta cancha que está al rojo vivo. Hay periodistas acreditados de todos los continentes.

Lo miro a Gustavo y me mira como diciendo: no lo puedo creer. Lo miro a Juanito y no entra de felicidad. Estoy seguro que prefiere mil veces estar acá que estar en Disney. Si Leo iba a jugar al Inter de Miami, los que pudieran viajar seguro que hubieran llevado a sus hijos a ver un partido desabrido y después a Disney, que está ahí nomás, en Orlando. Pero ninguno de esos niños hubiera sido tan feliz como es Juanito ahora. Miro para el Palomar, para la hinchada de Central, e imagino la misma carita de felicidad en el Juani y en el Alexis, los hijos de mis amigos.

Suena el silbato del árbitro y empieza el partido. Lógicamente, baja un poco el nivel de gritos y crece la expectativa. Ataca Ñubels de entrada, la maneja Lío. Central responde y Di María muestra que todavía tiene la velocidad, la explosión y la gambeta que tantas alegrías nos dio.

Llega el minuto 22 y la gente asume el protagonismo. Empieza el homenaje a los campeones del mundo 2022. Empieza la hinchada de Ñubels pero cuando miro para mi derecha, también la cantan los de Central. Desde los cuatro costados resuena Muchachos.

“Y al Diego / Desde el cielo lo podemos ver / Con Don Diego y con La Tota / con Fideo y con Lionel”.

El “himno” suena por varios minutos, y después cada hinchada sigue con sus cantitos.

¿El partido? Un 0 a 0 cerrado. Un partido así, en Miami hubiera sido calificado de “aburrido”.

En Rosario, las cuatro tribunas no dejan de alentar hasta el minuto 98, cuando el árbitro lo termina. Y siguen más. La gente sigue en éxtasis, y el resultado no importa.

Hubo un par de pinceladas de Lio, y un par de corridas de Fideo. Nada más. ¿Para qué más?

Salimos de la cancha con el pecho inflado, y nos vamos a comer pizza con el Gustavo, la Flaca y el Juanito. Al rato pasan por la pizzería los Simonian. Saludan y se sientan a comer una pizza porque nos esperan cuatro horas de vuelta hasta Córdoba. En el fondo de la pizzería, juegan a la pelota el Juanito con el Juani y el Alexis. Las camisetas de Messi y Di María vuelven a enfrentarse.

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