Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

CUADERNOS DE UN VIAJADOR. CAPÍTULO 9: GEORGIA

septiembre  2018 / 19 Comentarios desactivados en CUADERNOS DE UN VIAJADOR. CAPÍTULO 9: GEORGIA

Para poder viajar a Djavaj, la región armenia del sur de
Georgia, tuve que pagar la visa más cara del mundo (80 dólares),
además de perder toda la mañana haciendo una caótica cola en el
consulado general de Georgia en Yereván.
Luego de escuchar las historias (traducción de Horvik
mediante) de una infinidad de armenios que viven en Rusia y
necesitan atravesar Georgia, me tocó el turno. Un georgiano de
uniforme nos hizo pasar por un pasillo lúgubre, sofocante y con
un penetrante olor acre, hasta una habitación donde, detrás de un
escritorio desordenado, se desparramaba un gordo de aspecto
desagradable. Tenía una gruesa cadena de oro y un anillo en cada
uno de los dedos de las dos manos, la camisa abierta y transpirada,
y el pelo denotaba la ausencia de lavado de varios días.
En ruso nos formuló varias preguntas, casi sin mirarnos a
los ojos. Recién lo hizo luego de inspeccionar con extraña curiosidad
mi pasaporte argentino. Comentó algo que no entendí y me pidió
el dinero. También mi lapicera para firmar la visa, pero así como
nunca me dio un comprobante donde figuraran los 80 dólares
pagados, tampoco me devolvió la lapicera. Hovik me hizo un gesto
para señalar que no la reclamara, porque cualquier cambio de
humor de estos personajes podría abortar nuestro viaje, incluso
luego de recibir los 80 dólares. Intenté pasar lo más desapercibido
posible y respiramos tranquilos recién cuando salimos a la calle;
aunque no del todo, porque tuvimos que dejar los pasaportes y
pasar a buscarlos al día siguiente. Finalmente, todos los miedos se
disiparon y nos entregaron el pasaporte con la visa para entrar a
Georgia. Era agosto de 2006. Pensar que hasta sólo 15 años antes,
esa frontera no existía porque Georgia y Armenia eran parte de un
mismo país…
Salimos de Yereván bien temprano y a las ocho ya estábamos
en la ruta con Hovik y nuestro chofer, Hagop, descendiente de una
familia armenia de Georgia.
«Ellos se vinieron a vivir a Yereván, porque ni siquiera en la
época soviética y viviendo en Tiflis los dejaban progresar», cuenta
Hagop, que admite no conocer Djavaj.
Este hombre que parece de cuarenta largos, pelado y
corpulento, fue tres veces campeón de natación de toda la Unión
Soviética, y luego de 1991, por la crisis económica de la flamante
Armenia independiente y la guerra de Nagorno Karabakh, se fue a
probar suerte a Moscú, como tantos otros armenios. «Volví a los
seis meses, no aguanté vivir lejos de mi Patria», confiesa Hagop.
En Gyumri pasamos unas dos horas, por un problema en
una de las ruedas, lo cual nos dio la oportunidad de recorrer un
poquito esta ciudad que antes se llamó Alexandropol y durante la
época soviética Lininakan.
El 7 de diciembre de 1988 sufrió un terremoto que la
destruyó prácticamente por completo y dejó más de cinco
mil muertos. Charles Aznavour (Aznavourian) fue uno
de los más importantes colaboradores para la
reconstrucción. Hoy es una ciudad floreciente y sus
habitantes, según me cuentan, se caracterizan por su
sentido del humor. Son los cordobeses de Armenia.
Superados los inconvenientes de las ruedas, la ruta hasta la
frontera está buena, pero apenas se cruza al lado georgiano, la
cosa cambia totalmente.
Pasamos el puesto fronterizo armenio y empieza el camino
de tierra, donde más que pozos hay cráteres. Son unos 200 metros
hasta la caseta de los militares georgianos. Allí, como no hay nadie
que salga a recibirnos, tenemos que bajar del auto y abrir por nuestra
propia cuenta una tranquera de metal con el escudo de Georgia.
Entramos a la caseta y nos inunda un vaho en el que se mezclan
todo tipo de olores. En un ambiente oscuro, nos recibe un chico de
unos 20 años, seguramente un conscripto. En ruso nos hace las
preguntas de rigor: de dónde venimos, hacia dónde vamos, y cuando
llega a mí se sorprende al escuchar que soy de Argentina. Mira el
pasaporte del derecho, del revés, pasan cinco minutos y lo sigue
mirando.
Le pregunta a Hovik dónde está la visa. La mira y empieza a
fijarse con curiosidad las visas y sellos de otros países. Busca en un
libro en el que evidentemente va anotando a los que pasan. No
encuentra nada. Seguramente en los últimos mil años no ha
cruzado por aquí ningún argentino. Vuelve a tomar el pasaporte y
mira mi foto, repite en voz alta y con dificultad mi nombre y
apellido. Se equivoca y se ríe. Después de otros cinco minutos, se
levanta con el pasaporte en la mano y se va para el fondo, corre
una cortina de tela que hace las veces de puerta o biombo y se ven
unas camas y unos pies con borceguíes que delatan cuerpos en
una temprana siesta.
Se escuchan voces en georgiano, un idioma totalmente
distinto al armenio y al ruso, con su propio alfabeto. Al rato, sale
un gordo abrochándose la chaquetilla militar y alisándose el pelo.
Y otra vez el ritual, primero las preguntas en ruso para Hovik,
después el estudio detallado del pasaporte, hoja por hoja y sello por
sello. La sorpresa por la procedencia y el típico comentario de rigor:
«Argentina, Maradona». Y luego el problema de cómo hacer el
procedimiento. Sin entender lo que decían, era indiscutible que no
sabían cómo dejarme asentado en el libro. Me daba cuenta también
de que el gordo, que seguramente tenía un grado superior, sabía
tanto como el conscripto, pero para disimular su ignorancia, lo
hacía escribir al otro retándolo a cada paso. Al final, se ve que
hicieron lo que les pareció, me anotaron como quisieron y nos
dejaron pasar. Hasta ese momento estuve a la defensiva previendo
la posibilidad de que encontraran algún buen motivo para pedirnos
«una colaboración», cosa que no ocurrió.

Fuera de las rutas y los mapas
En el camino, la tierra y los pozos hacían que no pudiéramos
ir a más de 20 kilómetros por hora, a riesgo de romper el auto. El
gobierno de Armenia ha ofrecido repetidas veces mejorar estos
caminos y proveer de luz eléctrica a esta vasta región. La respuesta
de su par georgiano siempre fue aceptar la ayuda pero para usarla
como le pareciera y donde le pareciera, sin admitir injerencias
extranjeras en sus decisiones soberanas. Resultado: Djavaj sigue
prácticamente incomunicado por lo intransitable de sus rutas, y
durante grandes períodos sin energía eléctrica, lo cual ocasiona
graves perjuicios de todo tipo. También faltan el agua, el gas y
otros servicios.
En estos pueblos se ve con más crudeza que en ningún otro
lado la lucha por la vida, la obstinación de un pueblo por no ser
exterminado y su decisión de sobrevivir a toda costa.
En uno de los primeros pueblitos, caseríos se podría decir,
Hovik bajó a comprar una tarjeta telefónica para su celular, y se
sorprendió cuando le respondieron en armenio. Pero en el pueblo
del lado fue igual, y en el otro y en el otro. Los carteles estaban
todos escritos en armenio y las iglesias que se veían eran armenias.
Y así hasta que llegamos a Ajalkalaj, al pie del monte Abul,
considerado por los lugareños como «nuestro Ararat».
Ajalkalaj es una ciudad destruida, o mejor dicho
abandonada, sin cuidados ni mantenimiento, tanto en las
calles embarradas como en los edificios públicos que se
caen a pedazos. Si uno la compara con Stepanakert,
pensaría que la guerra fue en Djavaj y no en Karapaj.
Igual que la ciudad, o peor, está la población, sin
los más esenciales servicios ni derechos básicos, cívicos,
culturales o económicos.
La salud pública no existe y si una persona tiene un
problema serio de salud, tiene que buscar por sí misma la
forma de poder llegar a Tiflis, la capital de Georgia, a
unos 200 kilómetros de distancia, pero a más de cuatro
horas de viaje por las malas condiciones de las
carreteras.
En toda la región hay solamente 116 escuelas (en
pésimo estado) que albergan a 21 mil estudiantes, cuando
hace 10 años había el doble de alumnos. Además, no se
les imparte enseñanza ni del idioma ni de la historia
armenia. De ellas, sólo unas 40 son de nivel medio y no
hay universidad, por lo que, si algún joven tiene la suerte
de poder estudiar, inevitablemente tiene que irse a Tiflis,
a Yereván o a Moscú.
El partido Virk (significa Georgia en idioma
armenio) sigue sin ser aprobado por las autoridades
georgianas, negando un derecho democrático a esta
enorme comunidad, cuyos integrantes nacionalmente
pueden sentirse armenios, pero que son ciudadanos
georgianos. Los puestos en los gobiernos locales y
regionales continúan siendo ocupados en su totalidad por
georgianos, denegando a los armenios el derecho a elegir
y ser elegidos.
Por último, la economía está devastada, no hay
industrias de ningún tipo y la mayoría de la población
vive de la producción agrícola. También sufre un
hostigamiento permanente por parte de las autoridades,
ya sea a través de una fuerte y creciente carga impositiva
o bien cerrándole los circuitos de comercialización. De
esta manera, los jóvenes generalmente emigran cuando
tienen la edad suficiente, algunos a Yereván, bastantes a
Tiflis y la mayoría a Moscú.
Según cifras oficiales, cada año unos 30 mil jóvenes
armenios de Djavaj intentan emigrar a Rusia. Muchos de
ellos vuelven, al ser rechazados en la aduana o por la
policía rusa, pero otros logran quedarse. Entre éstos, una
cantidad importante piensa estar afuera unos años,
conseguir algo de dinero y volver a su tierra. Luego por
diversas razones no regresan, con lo que se retroalimenta
el círculo vicioso: sin jóvenes no hay fuerza laboral para
los distintos sectores, incluso el campo, y sin gente
capacitada ni profesionales no hay desarrollo posible.
A este cuadro de situación, ya de por sí complicado,
se le sumó en 2006 el cierre de una base militar rusa en
las afueras de Ajalkalaj, producto de un progresivo
empeoramiento de las relaciones entre Rusia y Georgia,
por cuestiones comerciales y políticas. La cuerda se tensó
después de la Revolución de las Rosas, de 2004, un golpe
blando propiciado por Estados Unidos para acercar a
Georgia a la OTAN e ir cerrando el cerco político y militar
sobre Rusia.
Finalmente, el cierre de esta base que albergaba
unos cinco mil militares rusos tuvo dos consecuencias
fundamentales: una, la pérdida de dos mil puestos de
trabajo, es decir dos mil familias en la calle. La otra, la
pérdida de seguridad, ya que de alguna manera la
presencia rusa daba un mínimo de tranquilidad a una
población que no se siente defendida ni respetada por su
propio Estado, Georgia.
A medida que pasa el día
Llegamos a Ajalkalaj a media tarde. En una plaza nos estaba
esperando Artag Gabrielyan quien, con una actitud de semiclandestinidad,
nos llevó a una sede social donde se reúnen
normalmente distintas organizaciones no gubernamentales,
partidos políticos y grupos culturales armenios para debatir sus
problemáticas. Allí nos aguardaban otros dirigentes comunitarios.
En un principio se mostraron entre escépticos, desconfiados,
sorprendidos y esperanzados de que alguien del exterior fuera a
Djavaj a prestar oídos a todo lo que tienen para contar.
Les explicamos para qué estábamos allí y cuál era el plan de
trabajo. Luego de estudiarnos un rato se fueron abriendo y
empezaron a contarnos sobre la situación de su gente, la que, si
bien siempre había tenido una relación difícil con los georgianos,
en los últimos años se fue deteriorando dramáticamente.
Mels Torosyan es como el alma de la comunidad. Un
cincuentón robusto, canoso y de gruesos bigotes. Se lo ve sufrido
pero contagia energía y cuando cuenta la situación su discurso no
suena a queja sino a exigencia, de quien sabe que allí donde hay
una necesidad hay también un derecho. Se nota que está formado
porque habla con la autoridad que confiere el conocimiento. Es
periodista. Nos muestra el periódico que edita y que tiene que
imprimir en Armenia porque allí también se lo prohíben. Es
reconocido como uno de los mayores especialistas, no sólo sobre la
zona, sino también sobre toda la región del Cáucaso sur. Él toma
la posta y empieza a explicarnos: «En Djavaj el 97 por ciento somos
armenios, pero el gobierno de Georgia hace todo lo posible para
que olvidemos nuestro origen, nuestra historia y nuestro idioma.
Por ejemplo, nos obliga a que toda nuestra documentación esté en
georgiano, en las escuelas obligan a nuestros niños a estudiar sólo
en georgiano y el idioma armenio está totalmente prohibido en
cualquier cuestión oficial. Hemos conformado un partido político
llamado Virk, que quiere representar a todos los armenios de
Georgia, pero nos lo prohíben con sus leyes georgianas. Nuestro
objetivo es mantener los valores sociales y religiosos del pueblo
armenio. Una sola cosa es segura, que los armenios de Djavaj nunca
abandonaremos esta tierra, porque es nuestra tierra. Y estamos
seguros de que en el futuro, no sé cuándo, pero tendremos un
Djavaj como todos queremos, que pueda recibir también a todos
los armenios del mundo porque también es su tierra».
El que nos había recogido con el auto cuando llegamos, Artag
Gabrielyan, es otro activo miembro de la comunidad, integrante
de las juventudes del partido Virk y de todas las organizaciones que
están formadas y en formación. En realidad, todos participan en
todo, porque son una veintena de personas que están llevando
adelante la tarea de organizar una resistencia civil y empezar, poco
a poco, a mostrar esta situación al mundo. Él cuenta: «En general,
en Georgia siempre hubo problemas con las minorías. Necesitamos
integrarnos a la vida política georgiana. Nosotros no somos de
Canadá, ni de Francia ni de Estados Unidos. Somos de acá, de esta
tierra. No tenemos la culpa de que nos dominaran primero los
turcos, luego los rusos y ahora los georgianos. Nunca dejamos de
ser armenios. Tampoco pensamos en la independencia porque no
queremos problemas con nadie. Queremos solamente más derechos
civiles para poder vivir en paz en esta tierra».
Salimos de la sede donde los armenios más activos se juntan
a discutir de sus problemas, de política, pero también a leer, escuchar
música o jugar al ajedrez, algunos de los legados culturales de la
extinta Unión Soviética.
Otra vez atravesamos calles destruidas y tenemos que ir a
paso de hombre para no dejar en el camino el tren delantero o los
amortiguadores del coche. Llegamos por fin a la iglesia de la Santa
Cruz, donde unos 20 o 30 jubilados conversan plácidamente al
abrigo del sol que empieza a caer. A su alrededor juegan unos niños.
En ese momento pienso que están ahí representados los dos
extremos de la vida. Uno, con todas las huellas del sufrimiento
sobre el lomo, otro con toda la esperanza de creer que otro mundo
es posible. Nos apuramos porque nos está esperando el cura, con
su típica vestimenta negra del rito armenio. Aquí también, como
en cualquier lugar del mundo donde haya armenios, la Iglesia y la
religión son elementos de cohesión y de la identidad nacional.
Detrás del tono parco y medido, algo denota que el cura estaba
esperando y no quiere desaprovechar la oportunidad para contarle
al mundo, también él, su verdad: «La época soviética fue muy mala
para nosotros. Hasta el año 2000 podríamos decir que
prácticamente no había vida religiosa en Djavaj. Ese año enviaron
de Echmiatzin (el centro religioso mundial de los armenios, cerca
de Yereván) dos monjes y todo empezó de nuevo. Entonces
surgieron algunos conflictos con la Iglesia Ortodoxa Georgiana,
que siempre había sido una iglesia hermana. Pero ahora eso cambió,
porque ellos quieren apropiarse de las muchas iglesias armenias
que hay en la zona. Recuerdo que durante los años ’90 llegó a
haber un conflicto violento por la posesión de una. Ahora, esto que
sucede en el plano religioso, también ocurre en el lingüístico, en el
cultural, en el histórico y en el político. Quieren desarmenizarnos.
Nosotros resistimos, y a nuestros jóvenes los seguimos educando
en el espíritu armenio: en las iglesias les enseñamos el idioma y la
historia de Armenia, porque en las escuelas no lo pueden estudiar.
La situación es verdaderamente grave. Aprovecho tu intermediación
para decirle a los armenios de todo el mundo que tomen
conciencia de que junto con el problema de Karabaj –y quizá más,
el de Djavakh– el más grave es el de la armenidad. No sé cómo va
a seguir esto. No sé si nos tendríamos que separar de un Estado
como el georgiano que se ha vuelto en nuestra contra. No soy el
más indicado para hablar sobre eso porque soy sólo un líder
religioso. Jesús dijo que si te pegan hay que poner la otra mejilla,
pero ¿hasta qué punto, hasta cuándo? Hay que ver hasta cuándo
nuestro pueblo podrá soportar una situación tan dura social y
económica. Yo no quisiera que llegáramos a un punto de tener
que decir adiós a Georgia».
El interior de la iglesia de la Santa Cruz, un ambiente recogido
y solemne, alberga decenas de velas encendidas en homenaje a las
víctimas por el Genocidio, como sucede en todas las iglesias
armenias del mundo. Mientras enciendo una vela, pienso: «Ojalá
nunca nadie tenga que encender una vela por víctimas armenias
de Djavaj».
Nuestros guías nos muestran el monte Abul, un cerro de
hermosas tonalidades azules que se van tornando violáceas a
medida que el sol se va escondiendo. Dicen que es el símbolo de
Djavaj, una especie de monte Ararat, pero mucho más bajo por
supuesto.
Llega la hora de la cena y entramos a una hostería donde
nos esperan con la mesa servida: frutas, fiambres, carne de cerdo y
de cordero, pescado y verduras. Todo en abundancia, una mesa
que rebalsa. Estoy seguro de que esto no es lo habitual, y también
me doy cuenta de que esta gente ha hecho un enorme sacrificio
para invitarnos y hacernos sentir bien. Y nos hacen sentir muy
bien, principalmente cuando empiezan los brindis con vodka. «Por
ustedes que nos visitan», «por ustedes que nos reciben», «por
Armenia», «por Djavaj», «por Argentina», «por la libertad», «por la
igualdad», «por una vida digna», «por las generaciones más viejas,
porque sabemos el valor que tienen nuestros padres, que nos
enseñan a vivir y a luchar». Y en cada brindis hay que vaciar la
copita de vodka, porque si no lo hiciéramos, sería tomado como un
desprecio. Así que al promediar la cena ya los espíritus están
calientes, nos entendemos más y casi sin necesidad de traducción,
nos reímos, cantamos.
Uno de los más activos luchadores y quizá quien se anima a
ir más allá en sus dichos es Grish Minasyan, quien se despacha:
«Todos trabajamos por la libertad, pero sabemos que la lucha será
larga y dura. Desgraciadamente, algunos de nuestro pueblo están
esperando que les regalen la libertad, no quieren meterse en
problemas, pero los problemas ya los tenemos, y nadie nos los va a
venir a solucionar de afuera, ni nadie nos va a regalar la libertad.
Aunque también es verdad que los movimientos de liberación
empiezan de a poco, con personas que van marcando el camino y
luego se van sumando otros, y otros. Creo que estamos en ese
camino. Para mí, la única opción que le queda a Djavaj es la
independencia, y después ver si es posible una unión con Armenia.
Pero habrá que encontrar el momento justo para cada cosa.
Después de la caída de la Unión Soviética no era el momento más
apropiado porque no podíamos contar con la ayuda de Armenia,
ya que estaba el conflicto en Nagorno Karabaj. Y si para conseguir
la independencia tenemos que optar por la lucha, bueno, lo
deberemos hacer. Todo es posible. Los armenios de Djavaj estamos
en un proceso de pasar de la mera autodefensa a la construcción
de nosotros mismos y de nuestra Patria».
Informes internacionales
Tres meses después de que visitamos Akhalkalaj,
estuvo en la región una comisión del Grupo de Crisis
Internacional (GCI), una organización no gubernamental
independiente, sin fines de lucro, con sede en Bruselas.
En su informe final, el GCI afirma: «Georgia es un Estado
multinacional, que construye instituciones democráticas
y se forja una identidad ciudadana. Sin embargo, ha hecho
pocos progresos para integrar la minoría armenia y las
tensiones son evidentes en la región de Samtskhe-
Javakheti, donde esta comunidad prevalece, donde
hemos asistido a manifestaciones y donde la policía es
acusada de brutalidad y de muertes a lo largo de los
últimos dos años. Aunque no hay riesgo de que esta
situación amenace la integridad territorial del Estado,
como ocurre con los casos de Osetia y Abjasia, Tiflis debe
prestar más atención a los derechos de las minorías,
incluyendo el uso de segundas lenguas, si se quiere que el
conflicto no se desarrolle».
El informe remarca en otro capítulo «la ausencia
de representantes de la minoría armenia dentro del
sistema de administración local, regional y del Estado, el
nivel insuficiente de descentralización por la falta de
autonomía cultural y educativa y la falta de conocimiento
del idioma georgiano por parte de la minoría armenia,
siendo que la legislación georgiana prevé que el
conocimiento del georgiano es obligatorio para ocupar
una función administrativa».
«Evidentemente, el resultado de esta política es que
los representantes de la minoría no pueden ocupar
ninguna función y son excluidos de la vida política. Y esto
provoca un grave descontento».
Al respecto, Stepan Margaryan, consejero del
Gobierno de Armenia para la cuestión de Djavaj dijo:
«Nadie puede aprender y hablar georgiano en un ambiente
donde no hay georgianos». Y es verdad, los niños podrán
estudiar en la escuela en georgiano por imposición, pero
luego en la calle y en la casa continúan con su vida en
armenio. Y cuando salen de su edad escolar, olvidan el
georgiano, como todo lo que se impone a la fuerza.
En relación a la política lingüística de Georgia, el
informe del GCI agrega: «El mayor problema de las
minorías es su incapacidad para hablar la lengua
nacional. Después de la Revolución de las Rosas, el
gobierno reforzó las leyes que obligaban a las minorías a
comunicarse en georgiano con las autoridades locales,
incluso para obtener los documentos, realizar quejas o
denuncias o reclamar servicios».
Por último, el informe remarca que «si bien existe
un temor en Georgia que las demandas de los armenios
puedan conducir a un separatismo, no se escuchan entre
la población posturas favorables a la secesión de Georgia.
Las demandas son por gobernarse a sí mismos, y esto
puede ser interpretado como una autonomía política total
o como una autonomía cultural y lingüística».

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