Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

Cuadernos de un Viajador. Capítulo 4: Irlanda

septiembre  2018 / 5 Comentarios desactivados en Cuadernos de un Viajador. Capítulo 4: Irlanda

Belfast, «el lugar más horrible del mundo»

«Para aquellos que comprenden no hace falta una explicación.
Para aquellos que no entienden, no hay explicación posible».
Así rezaba un graffiti pintado en una pared de Belfast, donde los
murales forman parte del paisaje urbano y de la estética ciudadana,
pero además tienen una importante función de propaganda política.
No sé bien si fui a Irlanda para aprender inglés o más para
comprender algo de lo inentendible. Lo que sí sé es que me sirvió
para conocer y entender un poco este conflicto que ya lleva ocho
siglos y medio, y que ese viaje me marcó, como cada uno de los que
emprendí con espíritu de viajero.
Belfast, el lugar que el escritor Paul Theroux describió como
«horrible, uno de los más repugnantes y peligrosos del mundo», fue
en cambio para mí una aventura fascinante, muchas veces
peligrosa, casi siempre preocupante y de vez en cuando triste.
Así lo describía un amigo, el periodista Enzo Girardi, quien
en un mail me decía: «Europa se ha convertido en un geriátrico de
lujo, y Belfast es uno de los pocos lugares en este continente donde
la gente todavía se la juega por algo, al igual que el País Vasco».
En muchas partes del mundo los niños juegan a la
guerra, pero en Belfast no juegan, se preparan para la
guerra. Ya a los cinco o seis años se los suele ver
correteando por los barrios católicos o protestantes
tirándose piedras, entre ellos o a extraños. No le temen a
nada ni a nadie y de chicos ya aprenden el odio al vecinoenemigo.
Siendo adolescentes saben cómo preparar una
bomba Molotov y cómo encarar a la RUC (Royal Ulster
Constabulary, la policía británica), y una vez jóvenes
entran a las filas del IRA o de alguno de los tantos grupos
paramilitares unionistas. Sobre todo los católicos, cuando
cuentan con alrededor de 30 años, ya han pasado gran
parte de su juventud en la cárcel.
En una esquina, un grupo de niños casi adolescentes
cantan:
«Matanza, matanza, agua bendita, matanza para
los papistas (así llaman a los católicos), uno por uno los
descuartizaremos y los haremos yacer bajo los
muchachos protestantes que siguen al tambor».
Apenas arribé a Irlanda del Norte, en la estación de trenes de
Belfast me informé sobre cómo llegar a la zona más conflictiva.
Una señora mayor y muy elegante me repetía su consejo de no ir a
los barrios de Ardoyne, Cliftonville, Shankill, Falls y Glencairn. Como
yo continuaba preguntándole cómo hacerlo, al fin me dijo: «Si va
para allá, sepa que no hay seguridad y que lo hace bajo su exclusiva
responsabilidad». Y me marcó esos barrios en un mapa de la ciudad.
Entonces, el problema era cómo llegar allí, ya que en esos
días de julio de 2001 se produjo un estallido de violencia sectaria,
los autobuses habían cambiado los recorridos y los taxis no querían
asomar sus trompas por las barriadas obreras protestantes o
católicas.
Finalmente, un taxista accedió a llevarme, pero solamente
hasta la entrada de Ardoyne, donde un mural de la Virgen de Lourdes
hace las veces de pancarta política y un enorme cartel dice: «Usted
está entrando ahora a la Belfast liberada», más a modo de
advertencia que de bienvenida.
Además de las banderas tricolor (naranja, blanca y verde de
la República de Irlanda), abundaban en el barrio los graffitis y
murales a favor del IRA y de la causa republicana, y las calles
semivacías solamente eran surcadas por algunos vecinos con paso
rápido o por las camionetas reforzadas y artilladas del ejército
británico.
Mientras tanto, el ruidito del helicóptero inglés en el cielo
remitía al ojo de Gran Hermano que todo el tiempo está sabiendo
los movimientos de cada uno de los 200.000 protestantes y 100.000
católicos que habitan esta ciudad en guerra, que duele y se quiere.
¿Conflicto religioso?
Para entender algo del conflicto en Irlanda del Norte es
fundamental comprender la historia. «Son peleas de gente atada al
pasado, son anacrónicos», escuché decir a muchos, en Argentina, a
mi regreso.
Yo no me animaría a un juicio tan categórico, simplemente
trato de acercarme más a lo que puede ser el diagnóstico de un
médico que al fallo de un juez. Y para diagnosticar el drama de
Irlanda (y cualquier drama político) no se puede desconocer la
historia. Es indiscutible, por tanto, que el pasado influye (y mucho)
en los troubles (inconvenientes, como eufemísticamente llaman a
la violencia sectaria) del presente.
Lo que no creo es que se trate de un problema religioso. Es
más bien social, político y económico pero que, a lo largo de la
historia, se ha mimetizado con lo religioso.
De hecho, la Iglesia Católica, como institución,
jamás se involucró en el conflicto. Recordemos por ejemplo
que, cuando Bobby Sands agonizaba en la cárcel 7 de Maze,
cumpliendo heroicamente con una huelga de hambre por
sus derechos civiles contra la inflexible política de
Margaret Tatcher, el Papa Juan Pablo II le envió un
emisario, John Magge, para convencerlo de «lo inútil del
sacrificio». Sands fue categórico con el enviado papal:
«Esta lucha es hasta la victoria». Y lo despidió por donde
llegó.
Pero así como Karol Wojtila y la Iglesia de Roma
jamás apoyaron a los católicos en Irlanda (ni ahora ni
nunca en los siglos anteriores de dominación inglesa en
toda la isla), Bobby Sands y los luchadores republicanos
no van a misa los domingos ni rezan el Rosario.
Se llaman católicos más como una identificación
política y social que religiosa. Incluso la Virgen (principal
diferencia dogmática con los protestantes, quienes no
acuerdan con la virginidad de María) que aparece en los
murales de Derry o de Belfast es más un símbolo político
que religioso.
Estando allá, yo, que no soy un católico practicante, sentí esa
tentación de volver a ciertos símbolos e identificaciones religiosas,
pero más por una cuestión política y social que confesional.
Todos los días debía hacer unas 15 cuadras a pie entre la
residencia universitaria y la Queen´s University, donde estudiaba.
Iba a las siete y media de la mañana y volvía a las seis y media de
la tarde, ya casi noche en Belfast. Muy cerca de mi alojamiento,
siempre estaba una guardia de soldados británicos armados hasta
los dientes. (Comprobé que eran ingleses porque dos o tres veces les
pregunté la hora y me respondieron con el acento pulcro que los
caracteriza y no ininteligible como el de los irlandeses). Me molestaba
y me rebelaba tanto la presencia de esos soldados en la vereda por
donde caminaba que, como forma estúpida de provocarlos, iba
siempre rezando un rosario que alguien me había dado al salir de
Córdoba. Y cuando pasaba junto a ellos lo dejaba colgar de mi mano
para que lo vieran. Era todo un signo de que era católico, porque
los protestantes, al no creer en la Virgen, no rezan el rosario.
Irlanda es uno de los países católicos más antiguos.
Fue convertido al cristianismo en el siglo V por San
Patricio, el primer obispo misionero, quien envió monjes
por toda Europa para evangelizar, cuando la Iglesia se
debatía todavía entre persecuciones y discriminaciones,
acechada por el paganismo de muchos gobernantes.
Sin embargo, después de que pasaron los siglos, el
Vaticano no movió un dedo por Irlanda, ni siquiera cuando
se produjo la Gran Hambruna (the Famine) que entre 1845
y 1847 dejó el espantoso saldo de más de un millón y medio
de irlandeses muertos.

La guerra de las camisetas
Por Shankill Road pasan dos chicas rubias y lindas, de unos
17 años, muy femeninas. Me llama la atención la cantidad de
cadenas de oro que tienen (siendo que no parecen de familias ricas),
y que ambas llevan con orgullo la camiseta del Rangers de Glasgow,
el club escocés donde jugaba Claudio Caniggia.
Es el barrio protestante del oeste de Belfast. Cinco cuadras
más allá empieza el barrio católico de Falls. Allí, otras quinceañeras,
en vez de la camiseta azul del Rangers llevan la verde y blanca (a
rayas horizontales) del Celtic.
Es una típica tarde de domingo en el fresco verano irlandés.
En el pub hay unos 10 parroquianos, algunos de ellos también con
camisetas del Rangers. En sus paredes rebosan los banderines y
pósters del equipo de la comunidad protestante. De pronto, uno de
los presentes, con unas cervezas más que los otros encima, me
increpa y no muy amistosamente me pregunta de dónde soy. «De
Argentina», respondo tímidamente y recibo de inmediato una
catarata de palabras, en medio de las cuales sólo entiendo: «Ah,
entonces sos católico, no podés estar en este pub». Mientras las
miradas de todos los presentes siguen clavadas en mí, queda claro
que allí no soy bienvenido. En eso, interviene el que atiende el lugar
para calmar los ánimos, pero me aclara: «Tomate esa cerveza y
andate».
Afuera, la calle sigue pareciendo adversa. Es mejor cambiar
de barrio. En el pub católico, el ambiente es parecido pero no igual:
los pósters y banderines del Rangers cambian por los del Celtic y
las banderas británicas, por las de la República de Irlanda. El rechazo
hacia el forastero se convierte como por arte de magia en amabilidad
y aceptación. «¿De dónde? ¿Argentina? Venga, siéntese, ¿quiere
tomar una Guinness?».
Acá todo está bien y los parroquianos, de entrada, sacan el
tema de los goles de Maradona a los ingleses en el mundial de México
´86.
Es más, recuerdan con mayor emoción el de «la mano de
Dios» que el segundo. Y es evidente que gozan al recordar el
sufrimiento de sus archienemigos ingleses.
Como se vive en Belfast la rivalidad del Celtic con el Rangers
no se siente ni siquiera en la mismísima Glasgow. En Irlanda del
Norte esto es algo que trasciende lo deportivo. Es una identificación
social y política: se es católico, republicano y del Celtic, o se es
protestante, unionista y del Rangers. Y la camiseta es un uniforme
casi pegado a la piel, se lleva con orgullo para diferenciarse de «los
otros», aunque muchas veces pueda llegar a ser bastante peligroso
según las zonas.
La tradición comenzó en el siglo XIX, cuando muchos
irlandeses emigraban escapando del hambre y la miseria.
Los destinos principales fueron Estados Unidos, Australia,
Argentina, Inglaterra y también Escocia.
A fines del siglo XIX, los irlandeses de Glasgow
fundaron el Celtic, cuyo nombre hace referencia a los
orígenes celtas y gaélicos. Y para que no quedaran dudas,
la camiseta fue verde y blanca en recuerdo de la «Isla
Verde». Hoy, en el estadio del Celtic abundan las banderas
irlandesas y hasta las que hacen alusión al IRA.
Sin embargo, en Escocia la rivalidad no llega a los extremos
de violencia implícita y explícita que se manifiestan en Irlanda del
Norte, donde a falta de una liga local fuerte, siguen de cerca los
torneos de Escocia e Inglaterra.

En inglés no
Ahora estoy en el centro cultural gaélico de Falls, en Falls
Road, noroeste de Belfast. Luego de ver una obra de teatro
completamente en gaélico y de escuchar un recital de música celta,
entre vino y vino (de California), un hombre sentado junto a su
hijo algunas mesas más allá, me llama con un gesto. Al principio
dudo si se dirige a mí, pero me mira y afirma con la cabeza. Es un
tipo de unos 50 años, con cabello y barba blanca, flaco y espigado a
lo Quijote. Imagino que es psicólogo o profesor universitario de
literatura. Cuando me acerco, pregunta si soy argentino e
inmediatamente me ofrece –casi me obliga– sentarme a su mesa y
me pide una pinta de Guinness. Me cuenta que se llama John y
que su hijo David, de 11 años, habla español. Él no, inventa un
poco, pero se niega rotundamente a entablar un diálogo en inglés.
Luego me daría cuenta por qué.
John empieza a preguntarme cosas de Argentina, de la carne,
el tango, la Guerra de las Malvinas y el Almirante Brown. Ellos son
de Newry, el último pueblito de Irlanda del Norte, justo antes de la
frontera con la República de Irlanda, y han venido a Belfast a hacer
unos trámites. No es profesor universitario de literatura, pero no
anduve tan lejos, enseña matemáticas en una escuela secundaria.
Se nota rápidamente que tiene una cultura general envidiable.
Luego de dos pintas de Guinness vamos entrando en
confianza, aunque en rigor de verdad, con los argentinos ellos se
abren desde un principio; es una sintonía natural. Sin embargo, el
alcohol y el ambiente del lugar, poblado de republicanos, parece
haberlo desinhibido especialmente y le hace perder la lógica y
habitual desconfianza que tiene todo el mundo aquí para hablar de
ciertos temas. Me cuenta de los sufrimientos y de las humillaciones
de la dominación británica, como si no hablara solamente de los
50 años que lleva en este lugar del mundo, sino como si lo hiciera
en su nombre, el de su padre, su abuelo y así para atrás hasta llegar
al año 1160, cuando los normandos llegaron por primera vez a
Irlanda y no se fueron más. No habla con bronca o con odio, más
bien con una tristeza ancestral no exenta de cierta esperanza. Algo
difícil para mí de comprender, pero me concentro en la charla, que
sigue intentando ser en español con la ayuda del hijo aunque muchas
veces debe derivar inevitablemente al inglés.
John ama el gaélico, el idioma de sus ancestros, pero no lo
habla.
Y en el fondo siente vergüenza de tener que andar por esta
vida hablando en inglés. Por eso prefiere el español, una tercera
lengua, y estoy seguro de que también preferiría el sueco, el quechua
o el chino, cualquier lengua menos inglés. Es un conflicto psicolingüístico
que muchos irlandeses padecen. A diferencia de los
vascos, ya que la mayoría habla euskera y guarda el español para
las situaciones inevitables.
A pesar de los esfuerzos gubernamentales por recuperar el
gaélico –sobre todo en la República–, éste es un idioma moribundo,
casi en coma cuatro. Se habla solamente en algunos lugares rurales
del oeste de la isla, llamados Gaeltacht, o en clubes republicanos
como éste de Falls Road. Pero en general, en las casas ha dejado de
hablarse hace ya más de un siglo y medio. La pérdida de una lengua
se traduce inevitablemente en una pérdida de personalidad colectiva,
que luego deriva en una angustia existencial consciente o
inconsciente y que también puede desembocar en expresiones
trágicas y en violencia.
Esa noche, John se despidió dejándome su dirección y
arrancándome la promesa de que sin falta iría a Newry y me alojaría
en su casa, cosa que no sucedió a pesar de que luego pasé un par de
veces por ahí, al hacer los 200 kilómetros que separan a Belfast de
Dublín.
Cada vez que lo hacía, me acordaba de John y de su hijo, en
medio del asombro siempre renovado por la ironía de cambiar de
país, de sistema, de controles, de ambiente y hasta de paisaje en la
misma nación.
De hecho, cuando salía de la República me despedía la Garda
(policía irlandesa) y me recibían soldados ingleses (con acento de
Londres, Manchester o Liverpool); las líneas de la ruta ya no eran
amarillas sino blancas y las distancias ya no se medían en kilómetros
sino en millas. Y había otra diferencia llamativa: en la República
todos los carteles estaban escritos en inglés y en gaélico mientras
que en el Norte solamente en inglés.
Cuando hacía el trayecto en tren ya tenía ubicado el lugar de
la verde campiña por donde pasaba una frontera, algo que me
resultaba cada vez más absurdo. En ese lugar, del lado de Irlanda
del Norte, una escuela de ladrillos vistos y techo a dos aguas,
mostraba siempre flameante una bandera tricolor (verde, blanca y
naranja). Eso me asombraba, ya que me parecía una valiente
irreverencia hacia el Reino Unido.
En ese punto, distante 150 kilómetros de Dublín y 50
kilómetros de Belfast, siempre jugaba a tratar (inútilmente) de asir
en mi mente y en un instante una división de siglos y siglos.
El Muro de Berlín ya había caído 12 años antes, y 10 años
atrás yo mismo había vivido de cerca la reunificación de las dos
Alemanias.
Y ahora, ya definitivamente dentro del siglo XXI, en el
supuestamente civilizado Reino Unido, dentro de un país gobernado
por la «progresista» y marketinera Tercera Vía de Tony Blair, existía
todavía un checkpoint como el que había al este de la puerta de
Brandemburgo y controles como los de Moscú cuando entré por
ahí a Europa por primera vez en 1990. Todo esto a pesar de la Unión
Europea y todo el circo. Y a pesar de la Globalización, que solamente
globaliza las desgracias de la gente y los beneficios de los poderosos.
Newry es una ciudad chiquita de mayoría católica, lo que se
nota por la cantidad de banderas tricolor y pintadas de apoyo al
IRA o a los POW (sigla en inglés de los presos políticos). Sin
embargo, estos elementos se entremezclan con las banderas de Gran
Bretaña y los bustos de los distintos reyes en los lugares públicos
oficiales, y con la presencia permanente de los soldados ingleses en
las calles, como sucede en toda Irlanda del Norte.
Dublín, las estatuas son de escritores
Los irlandeses pueden hablar horas sobre duendes, hadas y
espíritus, pero toda esa imaginación no quita que tengan los pies
bien plantados sobre la tierra, que todos sean muy educados y sepan
mucho en especial de historia, geografía y literatura universal. Y
no es para menos, tienen grandes escritores y varios premios Nobel,
como Jonathan Swift, James Joyce, Samuel Beckett, Bernard Shaw,
Yeats, Seamus Heaney.
Todos esos fantasmas sobrevuelan permanentemente Dublín,
como el de Leopold Bloom, protagonista del Ulises, y el de Bram
Stoker, autor de Drácula.
James Joyce decía: «Tengo la dicha de haber nacido en una
ciudad lo suficientemente grande como para ser una capital europea
y lo suficientemente chica como para ser abarcable».
Joyce, cuya obra maestra, el Ulises, fue elegida como la mejor
novela del siglo XX, pasó la mayor parte de su vida exiliado
voluntariamente. Sin embargo nunca escribió sobre otra cosa que
no fuera «su» Dublín.
Y es así, una gran capital europea donde cada fin de semana
desfilan los mejores conciertos del mundo de todos los estilos, los
mejores musicales y las mejores obras de teatro, donde la cultura
se vive y se palpa en la calle y donde también se percibe en cada
esquina el gran movimiento financiero y económico.
Pero además, es una ciudad abarcable, amable, amiga. Una
ciudad por la que uno puede caminar despreocupadamente porque
los mismos dublineses lo hacen, sin la aceleración de Londres, Nueva
York o Buenos Aires. En Dublín todo es más desestresado. Esto no
significa que no haya movimiento, tránsito, ni que la gente no se
tome en serio sus actividades. Simplemente, que todo es amable y
discurre con fluidez, sin apuros ni retrasos.
El río Liffey surca la ciudad y la divide en dos: el sur, que era
la zona de los protestantes y los ricos y el norte, la de los católicos y
los pobres. Aunque eso fue cambiando con el tiempo, dejó sus huellas
en la arquitectura urbana.
En Dublín se puede sentir la historia viva, a diferencia de otras
capitales europeas que parecen enormes museos. El edificio del
correo, sobre O´Connell Street, guarda en su interior cuadros y
esculturas que recuerdan la revolución de Pascua, cuando los
patriotas irlandeses se sublevaron contra el Gobierno imperial inglés
en 1916. Esa revuelta tuvo lugar en ese edificio, de fachada clásica,
y fue el puntapié inicial hacia la independencia de 1921.
Enfrente, cruzando la calle, está la estatua más importante
de la ciudad, que no es la de ningún héroe militar sino la de un
escritor, justamente la de Joyce.
También se pueden visitar las casas del mismo Joyce, de
Samuel Beckett, de Bernard Shaw y de otros escritores, la principal
producción irlandesa de los últimos dos siglos, además de cerveza
Guinness y ahora también programas de software.
Más allá del puente O´Connell, sobre el río Liffey, está el
edificio del Trinity College, símbolo de la arquitectura georgeana
dublinesa con toques de victoriana y de la tradición británica en
educación.
Allí estudiaron los poetas Jonathan Swift, Oscar Wilde y
muchos otros.
Guinness, el terciopelo negro
Del otro lado del río Liffey está la fábrica de Guinness, y en el
centro de un complejo de unas cuatro manzanas, el museo que
atesora, en siete pisos, toda la historia de una bebida que acompañó
las turbulentas transformaciones de los últimos tres siglos.
Fue la cerveza preferida de los colonos ingleses,
quienes primero exaltaban la capacidad creativa de sir
Arthur Guinness y, después, cuando se declaró
nacionalista, le expropiaron sus propiedades. También fue
la bebida elegida en las largas noches de clandestinidad
de los patriotas, a fines del siglo XIX, y con la que
brindaron los republicanos luego de la independencia final
de Gran Bretaña, acaecida recién en 1921. Y es la cerveza
que aún hoy eligen los jugadores de fútbol gaélico, una
violenta mezcla de fútbol y rugby que desata la simpática
euforia de estos fanáticos y pelirrojos hinchas.
En la entrada del edificio que alberga el museo, se conserva
aún el original del contrato de locación que firmó Arthur Guinness
y que tiene la particularidad de estipular una duración de nueve
mil años.
«Está bien, no es una bebida bíblica como el vino, pero en
una Guinness el lúpulo y la cebada nos hablan de nuestra rica
historia», me comenta Seamus, acodado en la barra del bar giratorio
del último piso del edificio Guinness, desde donde vemos toda la
ciudad.
«Dentro del pub no llueve», dice un proverbio popular. Tal
vez sea por eso que a toda hora están abiertos y siempre habrá
alguien con una pinta de Guinness en la mano dispuesto a dar rienda
suelta al arte que mejor manejan los irlandeses, el de la conversación.
Es como un refugio para el tiempo que no da tregua en su rudeza.
Y entre la calidez de la gente y la amabilidad de su cerveza, con el
sonido de una gaita de fondo, el pub contrapesa la llovizna pertinaz
de las calles dublinesas y el frío viento que llega del mar.
En Irlanda, tirar una buena pinta de cerveza negra es todo
un arte, y es también la prueba de fuego para un barman. Se debe
servir de a poco, para dejar que la malta repose en el vaso, con
tiempo y con paciencia. El resultado final debe ser una bebida suave
como el terciopelo, que el parroquiano saboreará con gusto pausado,
acodado en el mostrador de un típico pub dublinés.
Tanto pinta (medio litro), cuanto cerveza negra, son sinónimos
de Guinness.
Hoy por hoy, bebida nacional y orgullo de los irlandeses, llena
diariamente unos siete millones de vasos en todo el mundo.
Los emigrantes la añoran y las canciones y poemas enaltecen
sus virtudes. Hasta a las mujeres embarazadas se les aconseja
beberla.
Pero el nombre Guinness no se queda solamente dentro de
los bares y pubs sino que está íntimamente entrelazado con la
historia y con la arquitectura de Dublín. Su fundador, Arthur
Guinness abrió el parque de Saint Stephen’s Green –lugar obligado
para cualquier cita romántica– y restauró la catedral de San Patricio,
mientras que sus descendientes erradicaron una zona de barrios
pobres en el norte de la ciudad levantando en su lugar el Iveagh
Trust, piscinas y un albergue para los desamparados.
Por esa conciencia social de una familia rica que tuvo tiempo
para pensar en los más pobres –que al fin de cuenta son los
bebedores de cerveza y los responsables de su éxito económico– y
también por su identidad decididamente nacional, es que los
irlandeses adoptaron este nombre y esta cerveza como un símbolo.

Foxford, hincha de Argentina
Son las seis de la tarde y ésta es la quinta pinta de cerveza por
cabeza, pero el «Loco» sigue pidiendo vueltas. Está contento,
emocionado, eufórico. «La Argentina se siente acá», dice, mientras
se golpea el pecho.
Es el «Loco» J. J. O’Hara, un flaco desgarbado, dueño del
principal supermercado del pueblo y presidente de la Admiral Brown
Society, que tiene como principal objetivo recuperar la memoria y
la historia de William Brown (Guillermo para los amigos).
El almirante Brown nació en este pueblo de mil
habitantes llamado Foxford, en el condado de Mayo, en el
extremo noroeste de la isla de Irlanda y a 30 kilómetros de
las costas del Océano Atlántico.
Eso fue en 1777. Cuando tenía nueve años emigró
junto a su familia, como tantos irlandeses que no
encontraban allí un futuro posible. Se subieron a un barco
que los dejaría en Boston, pero en alta mar su madre murió
de fiebre amarilla y seis meses después también su padre,
dejando solos a Guillermo y sus hermanos.
Ahora, su busto está inmortalizado en bronce a la entrada de
Foxford y su casa, que es una típica casa irlandesa del siglo XVIII
(a dos aguas y con techo de paja entrelazada), será algún día un
museo.
Gracias al almirante, todos en este pueblo son fanáticos de
Argentina, de su cultura, de sus vinos, del mate, del tango y, por
supuesto, del fútbol. Si hasta se ha puesto de moda aprender a hablar
español y están buscando una maestra para que lo enseñe en la
única escuela primaria que tienen.
Entre cerveza y cerveza, el «Loco» le dice al dueño del pub
que ponga el video. Éste asiente al momento. En la televisión, de
pronto aparece Jorge Gestoso, el presentador del noticiero de la
CNN en español, quien le da pase al corresponsal en Gran Bretaña,
Julio Aliaga. Es junio de 1998, y por el Mundial de Francia se
enfrentan, en Saint Etienne, Argentina e Inglaterra. Por eso Aliaga
está en Foxford y muestra un pueblo perdido en la campiña
irlandesa que de golpe se ha transformado en un carnaval celeste y
blanco.
Todo el mundo por la calle con camisetas de la selección,
cornetas y banderas. Faltan solamente los choripanes, sería mucho
pedir.
Con las caras pintadas de celeste y blanco miran el partido en
el mismo pub donde ahora están pasando el video. Sufren con la
definición por penales, tanto como cualquiera de La Quiaca, Palermo
o Alta Córdoba. Pero después de las atajadas del «Lechuga» Roa,
salen a festejar desorbitados, con una pasión inusitada en estos
recónditos parajes donde, a pesar de ser fines de julio (verano), ahora
hace frío y llueve.
«Es que en realidad nosotros somos muy parecidos a ustedes,
aunque no me creas, somos un poco latinos. Lo que pasa es que
somos fríos por fuera, pero muy calientes por dentro», explica el
dueño del pub.
«Yo estuve en mayo en la cancha de River, cuando le ganamos
3 a 0 a Colombia, fue inolvidable», dice el «Loco», usando sin ninguna
duda ni escrúpulos la primera persona del plural cuando se refiere
a los argentinos. «Yo soy de River, mi hijo de Boca y mi hija de
Independiente», cuenta en un trabajoso español.
En eso llega Darian y cuenta sobre los salmones que pescó en
el río Moy (éste es uno de los paraísos mundiales de la pesca), pero
el dueño del pub lo detiene en su relato y le hace mostrar la gorra.
Está llena de escuditos, muchos de ellos argentinos, entre los
que se destaca uno que dice: «Las Malvinas son argentinas». El tema
ocupa el centro de la conversación e inevitablemente surge la
referencia a la ocupación británica de Irlanda del Norte, una espina
clavada en cada uno de los irlandeses, de cualquier región del país.
Y también se acuerdan de la Gran Hambruna que mató a un millón
y medio de irlandeses en el siglo XIX, y que afectó sobre todo esta
zona del «lejano oeste».
Entre 1845 y 1849, la cosecha de papas (aún hoy
principal alimento de los irlandeses) se perdió totalmente
y sobrevino una hambruna nunca antes vista en un país,
por entonces, eminentemente agrícola. En esos cuatro
años, un millón y medio de personas murió de hambre y
otro millón y medio emigró hacia Estados Unidos,
Argentina, Canadá y Australia.
«Eso fue un verdadero genocidio de los ingleses contra el
pueblo irlandés, porque no movieron un dedo, la poca comida que
mandaron fue para los protestantes del norte», dice Darian, mientras
los otros parroquianos asienten con solemnidad.
Aquí, cada uno es capaz de hablar de la historia con tanta
pasión y precisión como si la hubiera vivido. El odio que sienten
hacia los británicos no es irracional; por el contrario, está basado
en ocho siglos de humillaciones, como ésta de la hambruna.
«No todos son así. Hubo un protestante del condado de Tyrone
(en el Ulster) que se llamaba Jones Schmith, y que ayudó a las
monjas católicas para construir la fábrica de tejidos de lana que
hizo que este pueblo saliera adelante», recuerda el «Loco». Desde
entonces a Foxford se lo conoció durante mucho tiempo como «el
pueblo sin relojes», porque nadie los necesitaba, ya que la sirena de
la fábrica les anunciaba a los habitantes cuándo era la hora de
comer, cuándo la hora del té y cuándo la de irse a sus casas a
descansar.
«Si Brown hubiera estado acá durante esos años, tal vez con
su coraje se animaba a enfrentar al hambre…», piensa en voz alta
el dueño del pub.
Pero no, en esos años, el almirante estaba muy lejos
de aquí. Se encontraba retirado en su quinta de Barracas,
en las afueras de Buenos Aires, cultivando la tierra y
esperando la muerte, que lo alcanzaría el 4 de marzo de
1857.
Antes, fundó la Armada Argentina en 1814; en 1826
peleó contra el Brasil por la Banda Oriental y después
derrotó a los ingleses y franceses que querían
enseñorearse de tierras y aguas ajenas, como siempre.
Con su fragata Hércules surcó el Caribe, el Atlántico
y también el Pacífico, ayudando en las campañas
libertadoras.
«Sí, yo conozco también la historia reciente de la Argentina
–dice bajando la voz y los ojos– y sé muy bien cómo actuó la
Armada en las últimas décadas; sé lo que fue la ESMA» (Escuela de
Mecánica de la Armada, que funcionó como campo de
concentración clandestino durante la última dictadura militar).
Y concluye: «Ésa no fue la Armada que fundó el almirante
Brown. Él era un hombre íntegro, un hombre de bien, sin dudas el
hijo dilecto de Foxford».
Galway, el abismo y San Patricio
-¿Vos te acordás qué día fue el atentado contra la embajada
de Israel en Buenos Aires? –me dijo mirándome fijo a los ojos
Brianna, sentados al borde del acantilado sobre el Atlántico, ahí
mismo donde termina (o donde empieza, según cómo se mire)
Europa.
-El 17 de marzo de 1992.
-¿Y qué día es el 17 de marzo?
-No sé.
-Es el día de San Patricio, y fue él quien protegió a los
irlandeses, porque a pesar de estar en el edificio de al lado, no le
pasó nada a ninguno de los empleados de la Embajada de Irlanda.
«San Patricio era un gentilhombre y venía de una familia de
bien», canta en el interior de un pub de Galway un grupo de hombres
y mujeres ya maduros, acompañados de una gaita y un mandolín,
y también de varias cervezas.
San Patricio está por toda Irlanda. No es un santo patrono de
ésos que se sacan una vez al año para la procesión. Es mucho más,
está dentro del alma de Irlanda y de su gente.
Es la continuidad entre la antigua Irlanda celta y pagana y la
católica. Una identidad fuerte, capaz de sobrepasar las divisiones
políticas, una espiritualidad y una pertenencia que ni siquiera el
progreso y el bienestar económico han podido opacar.
El santo habría nacido en Escocia, cerca del año 390.
Educado con las tradiciones latinas, a los 16 años,
Patricius Magonus Sucatus fue raptado por una de las
bandas de bandidos irlandeses que asolaban Escocia e
Inglaterra. Estos muchachos lo llevaron cautivo a
Skerries, un suburbio de Dublín y allí lo sometieron a la
esclavitud durante seis años, poniéndolo a cuidar
chanchos. Un día, un sueño revelador lo hizo escapar de
esa situación y lo condujo por el difícil camino de regreso
a su casa. Pero, una vez de en Escocia, otro sueño lo impulsó
a regresar nuevamente a Irlanda con la misión de convertir
al catolicismo a esa gente «bárbara» y «salvaje» que tantos
sufrimientos le había causado.
Cuando estuvo de nuevo en su país de adopción, el
primer obispo misionero de la historia de la Iglesia eligió
el condado de Armagh para levantar la primera catedral
cristiana de la isla, en abierto desafío a los druidas y
consejeros de los reyes celtas, que por ese entonces se
enseñoreaban del cielo y de la tierra y no dejaban de
hacerse la guerra mutuamente.
Aún hoy, decenas de miles de irlandeses repiten
todos los años los rituales de antaño. El último domingo
de julio, los fieles suben descalzos la pedregosa colina de
Croagh Patrick, cerca de Westport, sobre el océano
Atlántico. Según la leyenda, fue allí donde San Patricio
echó para siempre a las serpientes de «la isla verde». Otra
prueba de sacrificio extremo es encarada por los
peregrinos en Station Island, al noroeste del país, donde
deben estar tres días de ayuno, sólo con un té y un pan
duro diario. Allí, el santo ayunó durante 40 días –igual
que Jesucristo– para liberar a Irlanda de los espíritus
malignos.
Luego del rey Angus, fue Laoghaire quien se
convirtió al cristianismo, y así, uno a uno, todos los
monarcas fueron terminando con el paganismo de los
celtas.
En el intento por explicarle a uno de estos reyes el
misterio de la Santísima Trinidad, San Patricio usó el
trébol, que desde ese día pasó a ser uno de los símbolos de
Irlanda. Dice la leyenda que cansado de tratar de explicar
el dogma a los celtas, San Patricio tomó un trébol,
demostrando que, igual que las tres hojas pueden provenir
de un mismo tallo, lo mismo ocurre con las tres personas
de un mismo Dios.
Pero ¿cuál fue el secreto de Patricio, además de su
excelente oratoria, para lograr convertir radicalmente a
toda una nación y sin ningún baño de sangre? La respuesta
está en su excepcional capacidad para influir sobre una
sociedad incorporando nuevos valores, sin ir en desmedro
de los viejos. Más aún, integrándolos.
De esta forma, San Patricio reemplazó a los dioses
aterrorizantes de los celtas por un dios bueno que ama a
los hombres. No obstante, a los otros no los eliminó del
todo del imaginario colectivo. De hecho, Irlanda mantuvo
y exportó una fiesta originada en esos tenebrosos
espíritus: Halloween.
Otra prueba del sincretismo religioso que
caracteriza a Irlanda lo constituyen las famosas «cruces
celtas», que unen la cruz del cristianismo con el círculo
que representaba para los celtas al dios Sol.
Las más antiguas, en el condado de Brughna Boinne,
son del siglo VI. Tienen diferentes alturas pero algunas
llegan a los seis metros y todas están adornadas con
bajorrelieves.
Para San Patricio, la religión absorbe valores como
la lealtad y el coraje, esenciales para un pueblo guerrero
como el irlandés, al mismo tiempo que busca a Dios en la
naturaleza, en alianza con los principales defensores de
la ecología: los duendes y las hadas.
Las Islas Malvinas argentinas
Los Wolfe Tones son un mítico grupo de rock de los años
’70. Sus letras combinan el costumbrismo irlandés con el
compromiso político a favor de la causa republicana, como así
también el retiro definitivo de los británicos de toda la isla. Junto a
U2, son el símbolo del rock irlandés. Dentro de su repertorio, cantan
el tema Admiral Brown, cuyo texto dice:
De una ciudad del condado de Mayo vino un hombre de mucha fama.
Como marinero y soldado no había otro más valiente.
Dicen que se fue a América muy joven como polizón para navegar
por todo el mundo. Entonces la aventura lo llevó hacia el sur,
a la boca del Plata.
San Martín estaba en su camino en Argentina
al igual que tres barcos para cazar ballenas que compró.
Peleó contra Brasil y España, y entonces deseó la independencia
para Argentina.
Almirante William Brown eres un hombre que ha demostrado
su coraje en las batallas donde todo era en contra y difícil.
Pero tu corazón irlandés era fuerte y sigue vivo en la memoria.
Y en Irlanda hay gente que no te olvida.
El día de San Patricio dicen que obtuviste muchas victorias.
Derrotaste a todos los invasores, gamberros y matones.
Después por las pampas encontraste un hogar feliz.
Las Islas Malvinas argentinas.
He escuchado que nobles y valientes irlandeses
ayudaron a liberar una tierra llamada Argentina.
He escuchado con mucha aclamación el nombre y la fama
del Regimiento de Patricios, que pelearon cuando en 1806
los británicos llegaron hasta el Plata para masacrar.
Y hasta hoy dicen en Argentina que los ingleses huyeron
de Buenos Aires hacia abajo y tomaron entonces para la corona
Las Islas Malvinas argentinas.
Nos acordamos de William Brown y de su tierra renombrada.
El habitante de las islas de tu país fue obligado por los piratas a huir.
Y en Irlanda por supuesto que conocemos toda la historia.
Y también recordamos a los irlandeses que se fueron
a la nueva Argentina escapando de las leyes inglesas,
de las guerras y del hambre. Formaron una tripulación leal
como lo hacen todos los irlandeses.
Las Islas Malvinas argentinas.
Los antiguos días coloniales y los crueles métodos ingleses
con su pillaje estruendoso enseñaremos a la gente.
Porque los ingleses van a la guerra como lo hizo Whitelocke antes,
con sus barcos, armas, tambores, estandartes y banderas.
En los días del imperio mataron por el oro y lo hacían desfilar
por las calles de Londres.
Oh, ningún derecho humano nos devolverá a los muertos.
Las Islas Malvinas argentinas.
En Argentina murió, el padre Fahy estaba a su lado.
1857 fue el año cuando su país lo lloró.
Es recordado con regocijo como un héroe de la Nación.
Y por todo el mundo donde todavía hay mucha libertad.
Y la Cruz del Sur toma nota donde el valiente Willie Bullfin escribió:
Los irlandeses te siguen apoyando Argentina.
Cuando el Imperio se hunda
no dejéis a los Paddies que apoyen a la corona.
Las Islas Malvinas argentinas.

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