Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

Cuadernos de un Viajador. Capítulo 12 : Vietnam

septiembre  2018 / 27 Comentarios desactivados en Cuadernos de un Viajador. Capítulo 12 : Vietnam

Estar en Vietnam es un sueño cumplido. Cuántas veces uno
habrá leído o escuchado sobre este heroico pueblo que produjo un
quiebre en la historia de la Humanidad… el principio del fin de la
superioridad norteamericana. Hubo toda una generación a la que
podríamos describir como la generación de Vietnam: es la de
nuestros padres o abuelos, o la tuya, según la edad que tengas,
querido lector, querida lectora.
Llegamos al aeropuerto de Ciudad Ho Chi Minh (la ex Saigón)
en noviembre de 2015 pasada la medianoche, después de un
larguísimo viaje desde Los Ángeles que incluyó una escala en Tokio.
Una vez hechos los trámites de migraciones y encontrarnos con el
empleado del hotel que nos había ido a buscar con una camioneta,
salimos a la calle. El primer impacto fue el golpe de calor típico de
un clima tropical, a pesar de que era noviembre y supuestamente
empezaba a asomar el invierno boreal. El otro impacto fue ver
que, a pesar de que eran las dos de la mañana de un martes, había
bastante movimiento en la calle.
Luego de dormir unas pocas horas, bajamos a desayunar con
la ansiedad del que quiere salir ya mismo a conocer. En el comedor
del hotel había café y todo lo que puede preferir un occidental, pero
también muchas frutas tropicales, sobre todo papayas, guayabas y
algunas típicas como el durián (trai sau rieng), la fruta estrella
(trai khe), que tiene esa forma, y el ojo de dragón (trai thangh
long), que por fuera es rosa y por dentro como un kiwi pero blanco.
Y las típicas sopas vietnamitas hechas con fideos de arroz (pho).
La primera recomendación antes de salir a la calle fue: «No
miren para los dos lados antes de cruzar, porque si lo hacen no
cruzarán nunca. Más bien agachen la cabeza y encaren, que las
motos los esquivarán de alguna forma».
Como advertencia, parece extraña y uno lo toma con pinzas,
pero realmente es impresionante asomarse al cordón de la vereda
y ver ese tsunami de motos. Cientos, miles de motos, por todos
lados, una al lado de otra, una atrás de otra, un enjambre, todas
tocando bocina, apabullante, para un lado, para el otro, incluso en
contramano. Y era verdad, si uno espera que paren, no cruzará
nunca, porque no en todas las esquinas hay semáforos. Es un
verdadero caos, pero dentro del caos, tienen una lógica y un sistema.
No sé cuál es, pero tienen, porque en toda mi estadía no vi ni
siquiera un accidente.
Entonces hicimos lo que nos habían dicho, y lo que vimos
que hacían los otros vietnamitas de a pie: nos lanzamos. La clave
es no detenerse ni retroceder, mucho menos correr, sino que a paso
lento pero seguro, avanzar. De esta manera, uno les da tiempo a
los que vienen en las motos a que calculen el tiempo y la distancia
y se desvíen. Y es cierto, las motos lo van esquivando a uno, de
alguna forma lo esquivan.
Pero son muchísimas y salen de todos lados, manejadas quizás
por los hijos o nietos de los y las que hace décadas inundaban esas
mismas calles con sus bicicletas.
Es que en realidad, hay mucha gente por todos lados. Con
una superficie un poco mayor a la de la provincia de Buenos Aires,
Vietnam tiene 90 millones de habitantes. En Ciudad Ho Chi Minh,
que no es la capital pero sí la ciudad más poblada, viven más de
nueve millones. Además, con las veredas angostas, la
superpoblación es más evidente. Y todo pasa en la calle, la vida
pasa allí. Pareciera que los vietnamitas no tuvieran intimidad, se
reúnen, comen, toman un té o una cerveza, todo en la vereda. A la
mañana, a la tarde, a la noche, a toda hora. Ponen unas mesitas y
unas sillitas enanas, como las que hay en los jardines de infantes, y
en cualquier zaguán una mujer cocina las sopas (pho), riquísimas,
con fideos o verduras, y algo de pescado o pollo. A la mañana, al
mediodía, a la noche, a cualquier hora. Y la gente conversa y
conversa. Come y conversa.
Tanto tiempo tuvieron que estar encerrados, escondidos en
los refugios antiaéreos, que es como si quisieran recuperar el tiempo
perdido y vivir a pleno su sociabilidad y alegría.
Pero con una salvedad. Si bien la vida transcurre
mayoritariamente al aire libre, hay algunas medidas especiales que
tienen muy en cuenta, especialmente las mujeres. Por un lado,
llevan siempre en algún bolso o mochila un piloto, porque en
Vietnam puede haber un sol radiante y a los diez minutos
descargarse un típico chaparrón tropical. Por otro, las mangas
largas y hasta guantes, ya que es signo de belleza para ellas
mantener una piel blanquísima, y evitar broncearse. Por ese
motivo, a veces también se cubren la cara con barbijos, que de
paso las protege de gérmenes y del smog.
El derecho de vivir en paz
Ese 2015 en que estuvimos en Vietnam se cumplían 40 años
de la caída de Saigón y el triunfo final sobre un imperio que en ese
momento comenzó su decadencia –aunque no sepamos cuánto
tiempo más durará–.
Lo cierto es que el trauma que dejó Vietnam en la
sociedad norteamericana hizo que Ronald Reagan no se
animara a invadir la Nicaragua sandinista, ni la Cuba
socialista, y aún hoy se manifiesta en las aventuras
neocolonialistas de Estados Unidos en Irak o Afganistán.
En la Conferencia Tricontinental de 1967, Ernesto
«Che»Guevara pidió al mundo crear «dos, tres, muchos
Vietnam». Y los que lo hicieron, paradójicamente, fueron
los propios Estados Unidos, con la ceguera propia de los
que no conocen más razones que la fuerza bruta.
Pero a esa fuerza bruta los vietnamitas le opusieron
dignidad, determinación, inteligencia, disciplina. Phillip
Caput era teniente de infantería y comandante de un
pelotón, cuando desembarcó entre los primeros marines
estadounidenses en 1965 en Danang. En total luego serían
500 mil los invasores. En sus memorias (Un rumor de
guerra) escribió: «Llegamos para salvar a los vietnamitas
del comunismo y descubrimos que no querían ser
salvados. Salíamos a patrullar el campo, y nueve meses
más tarde no habíamos visto un solo vietcong, pero
nosotros teníamos muchísimas bajas».
Lo que sucedió es que el Pentágono equivocó el
análisis, como habitualmente, y planteó el tema como
una lucha entre el comunismo y la democracia liberal
capitalista. En cambio, para los vietnamitas, la cosa era
entre esclavitud y libertad, entre opresor y Patria.
El derecho de vivir en paz es el título de una canción
deVíctor Jara de principios de los años ’70, casi un alarido
poético y militante contra la barbarie norteamericana que
arrasaba con los arrozales, con la selva y con el pueblo
de Vietnam.
Hoy es maravilloso levantarse temprano, si es posible a las
seis, y salir a caminar por el Parque 23 de Septiembre, en el distrito
uno de la ciudad Ho Chi Minh. A esa hora, gente de todas las edades
hace gimnasia, tai chi, trota, o baila al ritmo del aerobic. Viven
tranquila y amablemente, incluso en medio del ritmo frenético de
una ciudad de nueve millones de habitantes. Es inevitable mirar
cada rincón de la ciudad, o recorrer el delta del Río Mekong, y
pensar que estos lugares fueron el escenario del infierno en la Tierra.
Y hoy es un país pacífico, laborioso, que crece aún más que China.
De hecho, aquí la frase de cabecera es: «Vietnam es un país, no
una guerra».
También es inevitable mirar esas caras y que se nos aparezcan
aquellas otras, de hombres y mujeres aniñados, muchos de ellos
campesinos devenidos en guerrilleros, que no cedieron ni un
milímetro de terreno, que no abandonaron sus aldeas y que con lo
que tenían a mano, dieron batalla al ejército más poderoso del
mundo.
Desde 1965 hasta 1975, el imperio estadounidense
descargó sobre este país más poder de fuego que el que
usaron todos los involucrados en la Segunda Guerra
Mundial. El Imperio cometió un verdadero genocidio para
imponer su ley, la de supuestamente llevar «la libertad y
la democracia» por el mundo. Richard Nixon lo había
dicho con todas las letras: «Haré que Vietnam vuelva a la
edad de piedra». Y así fue: las bestias imperialistas
descargaron sobre este pueblo 7 millones de toneladas
de bombas de fragmentación, 100 mil toneladas de
sustancias químicas tóxicas junto a 80 millones de litros
de defoliantes y de napalm. Todo esto dejó cinco millones
de muertos y tres millones de afectados por el agente
naranja y el edusolfan. Aún hoy hay niños nacidos incluso
en la primera década del siglo XXI que siguen sufriendo
las consecuencias del agente naranja, un defoliante capaz
de dañar el ADN hasta tres generaciones. Sin embargo,
Estados Unidos nunca reconoció nada, ni pidió perdón,
ni dio un solo centavo de ayuda para esos niños y adultos
que todavía padecen las consecuencias, sobre todo
cánceres muy poco comunes.
Pero todo fue superado por el espíritu, el sacrificio,
la disciplina y la dignidad de un pueblo sin igual, dirigido
por uno de esos líderes que aparecen muy raramente en
la historia: el legendario tío Ho Chi Minh, hoy
omnipresente en el Vietnam de la paz y el progreso. Hasta
en las pagodas está omnipresente el Tío Ho, junto a los
dioses budistas.
El mejor ejemplo de la inteligencia y la voluntad puesta contra
el avasallamiento de la primera potencia mundial son los túneles
de Cu Chi, un entramado de huecos y pasadizos subterráneos que
hicieron imposible la vida a los invasores.
El sistema de túneles es realmente algo maravilloso,
totalmente asombroso. Bajo tierra, el Vietcong tenía habitaciones,
cocinas y hasta pequeños hospitales. Lo más difícil era disimular el
humo de las comidas que cocinaban allí, porque podría delatar la
existencia del túnel. Para eso, habían ideado un sistema de cámaras
de enfriamiento que iban reduciendo el humo hasta que saliera
muy poco y bien lejos. Además, siempre se hacían en zigzag, para
evitar que al ser descubierta la boca, una granada lanzada pudiera
provocar daños o muertes. Y un pequeño pero efectivo sistema de
esclusas que también impidiera las inundaciones.
En Cu Chi un soldado me hizo entrar en uno de los túneles.
A pesar de que estaba adaptado para los visitantes, hay que entrar
en cuclillas y así caminar dentro. A los cinco metros no di más y
tuve que volver marcha atrás, agobiado por el dolor de rodillas, de
cintura y una leve claustrofobia.
También nos mostraron las distintas trampas con las que se
enfrentaron al armamento más sofisticado del mundo. Con lanzas
hechas de bambú, con guillotinas, pinches y huecos, se las
arreglaban para hacer frente a los yanquis.
Y cuando capturaban un helicóptero o un jeep, aprovechaban
absolutamente todo. De los neumáticos, por ejemplo, hacían las
suelas de las sandalias. Pero con un detalle: las hacían al revés, o
sea que metían los dedos del lado del talón. Era incómodo al
principio, pero la huella en la arcilla fresca quedaba exactamente
al revés, y despistaba al enemigo, que pensaba que los vietcong
iban en una dirección cuando en realidad iban en la opuesta.
«Nosotros estamos más orgullosos de nuestra inteligencia que
de nuestro valor», me dijo Tran a la salida de Cu Chi, cuando fuimos
a almorzar a un restorancito sencillo pero adorable, flotante sobre
el río, donde comimos todo tipo de pescados y mariscos.
Tran era nuestra guía en el sur. Su nombre completo era
Tran Thi Xuan Tra, ingeniera agropecuaria quien, por haber
estudiado cinco años en Cuba, sabía muy bien castellano. Fue
mucho más que una guía, una compañera de viaje y hasta una
amiga.
En la vuelta hacia la ciudad, me quedé pensando en esa frase
de Tran, «están más orgullosos de su inteligencia que de su valor».
Y eso que valor tuvieron…
Hay algo más que me llamaba fuertemente la atención: la
ausencia absoluta de rencor y de trauma. Hoy sus calles están llenas
de turistas de todo el mundo, incluso norteamericanos que no
conocen nada de la historia. Y frente a ellos, a los vietnamitas se
les dibuja una sonrisa en el rostro, pero la amabilidad es la misma
que con los otros. Pienso que en esto contribuyen varias cosas,
principalmente la tranquilidad de conciencia que da el tener razón,
el defender una causa justa. En este caso, hacer frente a un invasor.
Además, la seguridad que da la victoria, y más aún una victoria
como ésta. Pero también una capacidad especial de dar vuelta la
página sin olvidar, porque en el medio hay cinco millones de
muertos, cientos de miles de lisiados y consecuencias humanas y
económicas que duran hasta hoy. Pienso que en esa capacidad de
no envenenarse con el propio rencor influye el budismo, que más
que una religión es una filosofía de vida.
Con las generaciones más nuevas tampoco hay problemas.
El 70 por ciento de la población tiene menos de 30 años, y no tienen
problemas ni siquiera con los símbolos de ese imperialismo que
vencieron: en el Barrio Antiguo de Ciudad Ho Chi Minh pululan
las discotecas o los karaokes donde se escucha y baila rock and roll,
se puede tomar Coca Cola y comer en McDonalds.
Los jóvenes disfrutan de la modernidad mientras siguen
armando sus altares budistas en cada luna llena. Pero han cambiado
las bicicletas de sus padres y abuelos por las motonetas de hoy.
Otro día, luego de recorrer el delta del Río Mekong, Tran nos
llevó a una casa en medio de la selva, y la familia nos sirvió de
comer en una terracita hermosa, desde la cual veíamos del otro
lado del río una explotación de cocos, donde hombres y mujeres
trabajaban a la par, los hombres haciendo las tareas más duras, y
las mujeres las más finas y detallistas. Es que del coco se aprovecha
todo, la fibra para hacer tejidos y alfombras, la cáscara para
artesanías, el aceite para cosméticos y la pulpa para dulces y
golosinas.
-Pensar que en estos pantanos y brazos de río
sucumbió el ejército más poderoso del mundo…
-Sí, pero nosotros no estamos orgullosos en el sentido de la
soberbia ni del revanchismo, ni de creernos más que los otros, sino
que es un orgullo sano, porque nos sentimos fuertes, nos sentimos
seguros de nosotros mismos, y sabemos que si vuelve a venir otro
invasor con las mismas intenciones, sabremos defendernos
-¿Y cuál cree usted que fue la clave para vencer a los
Estados Unidos?
-Fueron dos: la unidad de todo el pueblo, bajo un eje que era
el Partido Comunista, y el liderazgo de alguien excepcional como
Ho Chi Minh.
-¿Qué era en la práctica la guerra del pueblo?
-Era la necesidad de que todos nos involucráramos en la
lucha, de una u otra manera. Hombres, mujeres, niños y ancianos,
todos. Cada uno haciendo lo que podía.
-Ho Chi Minh y el pueblo vietnamita son verdaderos
mitos en Argentina y en gran parte del mundo. Es que
ustedes fueron los primeros que le infligieron una derrota
al imperio norteamericano…
-Sí, pero no sólo eso. Somos un pueblo milenario. Antes
vencimos al imperio francés en Dien Bien Phu, en 1954. Y antes al
imperio japonés del emperador Hirohito. Y mucho antes a los
imperios chino y mongol.
-Y hoy, ¿por qué se percibe un cierto acercamiento a
Estados Unidos?
-Porque la guerra contra ellos fue de 10 años, eso no es nada,
es un suspiro en nuestra historia. Por el contrario, nuestro enemigo
de siempre ha sido China, que nos invadió varias veces, la última
en 1979. Y ellos siempre serán una amenaza para nosotros.
Nos despedimos de Tran, nuestra amiga y anfitriona durante
esos días en el sur. Ahora teníamos que viajar 1.500 kilómetros al
norte, hasta la capital Hanoi, ya casi en el extremo de este país con
forma de S, cerca de la frontera con China.
Vamos p’al norte
El «Incidente del Golfo de Tonkin» fue una típica
operación de falsa bandera. Un pretexto para justificar
la guerra imperialista de los Estados Unidos. Igual que
en 1898, cuando hicieron volar ellos mismos el acorazado
Maine, atracado en el puerto de La Habana, y ocasionando
la muerte de 265 marines. Aquella vez, fue la excusa para
adueñarse de la guerra de liberación cubana contra
España y quedarse con Cuba, Puerto Rico, Guam y Las
Filipinas.
En este caso, fue en agosto de 1964. Dos
destructores de la armada norteamericana, el Turner Joy
y el Maddox, dijeron haber sido atacados sin previo aviso
desde la costa de Vietnam del Norte. Inmediatamente el
presidente Lindon Johnson ordenó bombardeos aéreos
sobre las ciudades del norte. Tiempo después de la
finalización de la guerra, se comprobó que el destructor
Maddox fue repelido porque se había adentrado en aguas
jurisdiccionales de Vietnam del Norte, en apoyo a una
incursión del ejército de Vietnam del Sur. Por otra parte,
el Turner Joy nunca fue atacado. Y como si esto fuera
poco, se descubrió un borrador que ya tenía Johnson
desde antes del «Incidente de Tonkin».
En medio del Golfo de Tonkin está la Bahía de Halong, cuyo
significado es «dragón descendiente», y que hace alusión a una
leyenda local, la cual cuenta que un enorme dragón vino corriendo
desde las montañas y se zambulló al mar, arrasando valles enteros
con sus coletazos, inundando las depresiones y originando las más
de tres mil islas e islotes cubiertas de vegetación y llenas de
misteriosas cavernas.
El paisaje es simplemente majestuoso, impresionante, quizá
uno de los más maravillosos que haya visto en mi vida, sobre todo
por la bruma que había y que le daba al ambiente un toque aún
más misterioso. Nos quedamos dos días en la bahía, incluida una
noche durmiendo arriba del barquito con un grupo de turistas.
Entre los paseos en kayak, las visitas a los criaderos de perlas y las
clases de cocina vietnamita, los lugareños nos contaban
convencidos que de vez en cuando se deja ver el dragón
descendiente, aunque otros los contradicen con el argumento de
que en realidad no es el mítico animal sino un submarino enemigo
que surca la bahía para recabar información prohibida.
En uno de los islotes, de nombre Tuan Chau, tenía su casa de
veraneo Ho Chi Minh. Es un lugar hermoso pero sumamente
austero, como toda la vida de ese gran líder revolucionario, quien
además fue un gran poeta. De allí quizá el carácter épico y
maravilloso de la resistencia vietnamita. Hasta su lugar de descanso
eterno está envuelto en un halo de misticismo.
A nuestra vuelta a Hanoi fuimos al mausoleo donde está el
Tío Ho. En el frente, con grandes letras se lee en vietnamita: «No
hay nada más valioso que la libertad y la independencia». Una
larga fila de viajeros y vietnamitas circula permanentemente, no
se detiene nunca, y así uno entra finalmente al mausoleo, donde el
frío contrasta con el calor de afuera. Durante un minuto o minuto
y medio, uno puede recorrer en forma de U alrededor del cuerpo
embalsamado de Ho Chi Minh, que parece dormir plácidamente.
El recogimiento y el respeto de los visitantes es general y a nadie se
le ocurre sacar una foto o intentar algo indebido.
Una noche fuimos a ver las marionetas de agua, en el Teatro
Municipal, justo frente al lago Hoan Kiem, en medio del centro
histórico. El teatro de marionetas de agua es un espectáculo
imperdible, basado en leyendas y también en técnicas ancestrales.
Esta forma de teatro nació en el delta del Río Rojo (que atraviesa
Hanoi) durante el siglo XI y a causa de las inundaciones provocadas
por los monzones, que obligaban a los titiriteros a adaptarse a las
circunstancias si querían seguir trabajando y divirtiendo a la gente
en medio de la desgracia.
Las marionetas se llaman roi nuc y son manejadas por los
artistas desde atrás y no desde abajo, detrás del telón de fondo y
sobre un estanque de agua. Todo acompañado por músicos en vivo
que con sus instrumentos tradicionales acompañan la
representación.
De ahí, en un xich (bicitaxi) hasta el mercado de Dong Xuan,
para practicar el deporte favorito de los vietnamitas: el regateo a la
hora de vender o comprar algo.
Hoy, para cualquiera que llega a Hanoi y que visita la Bahía
de Halong es imposible darse cuenta de que este país estaba total y
absolutamente destruido hace sólo 40 años. Pero después del triunfo
final, los vietnamitas se dedicaron con ahínco a la reconstrucción,
e hicieron realidad aquello que había predicho el Tío Ho sin llegar
a verlo: «Mientras existan ríos y montañas, mientras queden
hombres, vencido el invasor yanqui, construiremos un Vietnam
diez veces más hermoso».
Tanto en Hanoi, cuanto en Ciudad Ho Chi Minh, tuve que
trabajar un poco, no todo fue paseo. Había ido invitado para dar
unas conferencias en las dos universidades más importantes del
país, sobre un libro de mi autoría que había sido traducido al
vietnamita. Se trata de Embanderados, que cuenta el porqué de
los colores y diseños de las banderas de Suramérica y usa ese gancho
para repasar el período histórico de nuestras independencias.
Una tarde me pasó a buscar por el hotel el embajador
argentino en Vietnam, Claudio Gutiérrez, y me llevó a la Facultad
de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Nacional
de Vietnam. Allí conocí a My Vu Trung, el intérprete que tendría a
cargo la traducción de mi conferencia. Era miembro de la Comisión
de Relaciones Exteriores del Partido Comunista de Vietnam y fue
quien me presentó a los embajadores de Cuba y Venezuela, con los
que conectamos en la misma sintonía rápidamente.
En la conferencia hubo más de 100 alumnos de la carrera de
Relaciones Internacionales, que siguieron atentamente a través
de auriculares la traducción del amigo My Vu Trung. En el
momento de las preguntas, un tema en el que hicieron hincapié
reiteradamente fue el de las islas Malvinas, en comparación con el
conflicto por las islas Paracels, reclamadas por Vietnam pero
ocupadas por China. Este conflicto, junto con el de las islas Spratly,
representa el sentimiento antichino extendido en todo el pueblo
vietnamita.
En el sur, la conferencia fue en la misma Facultad de Ciencias
Sociales y Humanidades de la Universidad Nacional de Vietnam,
pero de Ciudad Ho Chi Minh. En esta ocasión, había unos 150
estudiantes, pero me llamaba la atención que no había traductores.
Es que los estudiantes sabían castellano, ya que lo elegían como
tercer idioma. La presentación estuvo a cargo de los profesores de
español y los alumnos me sorprendieron por su preparación, por
su aceptable nivel en el manejo de nuestra lengua y sobre todo por
el interés en la historia y el presente de Suramérica. Luego de más
de una hora y media de hablar y responder preguntas, me llenaron
de regalos y cumplidos. Al final de la tarde estaba cansado y quería
recuperarme un poco, pero fuimos a un restaurante típico a comer
con la gerente general de la editorial Nha Xuat Ban Giao Duc Viet
Nam, que fue la que había publicado mi libro traducido. Nos querían
agasajar con la cantidad y la calidad de la comida y de la bebida,
pero la traducción permanente al inglés y luego al vietnamita hizo
que al final de la tarde noche, lo único que ansiara era una ducha
y una cama.
A la mañana siguiente, un enjambre de motos ruge en la
calle. Pero ya estoy más acostumbrado y empiezo a cruzar con las
valijas a cuestas, para llegar a la camioneta que me va a llevar al
aeropuerto.
Cuando el avión levanta vuelo, miro por la ventanilla y veo
la larguísima costa de Vietnam. Realmente construyeron un país
diez veces más lindo porque, además, su belleza se basa en su heroica
y poética rebeldía.

 

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