Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

CUADERNOS DE UN VIAJADOR. CAPITULO 11: ESTADOS UNIDOS

septiembre  2018 / 26 Comentarios desactivados en CUADERNOS DE UN VIAJADOR. CAPITULO 11: ESTADOS UNIDOS

CHICAGO, 2014
Llegué a Chicago el día de Halloween. Me hospedé en un
hotel del barrio de Rosemonte, cercano al aeropuerto O‘Hare. Los
más céntricos eran imposibles de pagar. De todos modos, estaba
cerca de una estación de subte (metro) algo fundamental a tener
en cuenta, porque con un viaje que dure entre media hora y 45
minutos, se está en el centro de la ciudad, por más grande que ésta
sea. Otra recomendación importante es comprar un abono por
varios días, ya que hay bastante diferencia entre un pase por tres o
cinco días y un boleto único, que puede llegar a costar entre dos y
tres dólares. Tampoco es recomendable moverse en auto debido al
caos de tránsito y lo caro del estacionamiento. En definitiva, el
subterráneo es lo mejor. Eso sí, hay que evitar los horarios pico
(entre las 7 y las 9, por la mañana y las 5 y las 7, por la tarde). Los
vagones van tan llenos como en cualquier capital sudamericana.
Miro por la ventana del hotel y ha empezado a nevar. Una
nevada no muy tupida pero anticipada para la época del año. En
este otoño que camina aceleradamente hacia el invierno, los árboles
fueron virando del verde al amarillo, luego al naranja, al rojo, al
ocre y ya a esta altura están quedándose pelados. Sobre ellos caen
los copos. Pero más allá de eso, hoy todo vuelve a ser de un naranja
fuerte, prepotente. Porque hoy es Halloween y todo, absolutamente
todo, se viste de naranja furioso y de negro. Calabazas por todos
lados, casas y negocios decorados y gente disfrazada haciendo sus
compras o un trámite en el banco. Es una de las fiestas más
importantes del año, junto con la de Acción de Gracias, en
noviembre, y la Navidad.
Algunos datos son suficientemente elocuentes como para
dimensionar la magnitud de este fenómeno social. Según la Oficina
de Censos de Estados Unidos, en el país hay unos 40 millones de
niños de entre 5 y 14 años, de los cuales alrededor de 30 millones
salen esa noche disfrazados a la calle y golpean un promedio de
cuatro puertas con el clásico «treatortrick» (dulce o truco).
La Asociación de Casas Embrujadas calcula para hoy una
venta de entradas de alrededor de 500 millones de dólares, mientras
que la inversión anual total llega a unos 50 millones de dólares. El
negocio es redondo, como las calabazas usadas para ahuecar y
dibujar caritas caladas que luego se iluminarán por dentro con una
velita. Cada año se destinan a la fiesta unos mil millones de
calabazas, lo que representa el 80 por ciento de su cosecha anual y
ganancias de 113 millones de dólares.
Pero las golosinas son el centro de atención. La industria del
rubro destina el 10 por ciento de su producción anual para estas
fechas, lo que representa 2.000 millones de dólares.
Ni los animales se salvan, y en concepto de disfraces para
mascotas se gastan cerca de 400 millones de dólares. El más popular
obviamente es el de calabaza, y los hay para perros hasta para
caballos.
En total, la fiesta de Halloween mueve por año unos 10.000
millones de dólares, una cifra nada despreciable para una economía
que todavía no se termina de recuperar de la crisis financiera y
económica de 2008. Cada familia gasta para para esa fecha, en
promedio, unos 80 dólares.

Fiesta espiritual
Sin embargo, no siempre Halloween fue lo que es
hoy. En sus inicios se trataba de una fiesta celta muy
interesante y espiritual, que se celebraba en toda la isla
de Irlanda y en Escocia.
Los pueblos gaélicos, como muchos pueblos
originarios en el mundo, tenían una concepción circular
del tiempo, no lineal como los occidentales. Creían en los
ciclos de la naturaleza por lo que, desde hace milenios,
celebraban para esta época la inminente llegada del
invierno como inicio del nuevo ciclo de purificación de la
tierra. De hecho, nuestros pueblos originarios celebran
el año nuevo (el año que regresa, mejor dicho) en junio: el
Wiñoy Xipantu en el pueblo nación Mapuche y el Inti
Raymi en los pueblos andinos del norte (quechuas y
aymaras, entre otros).
Pero no terminan allí los paralelismos. Los celtas,
como nuestros originarios, también creían que sus
ancestros los acompañaban, que no habían quedado
atrás sino que estarán siempre adelante mostrándoles el
camino, y que vuelven permanentemente para ayudarlos
en el presente.
Por eso, para esta fiesta de Halloween que
significaba el inicio de un nuevo ciclo, los celtas llamaban
en su ayuda a sus seres queridos muertos. Aquí también
vemos otra importante similitud con el Día de los Muertos
que se celebra al día siguiente de Halloween, el 1° de
noviembre, tanto en México como en muchos lugares de
Latinoamérica, incluida la propia Argentina.
Con el tiempo, la representación de los muertos fue
adquiriendo distintas connotaciones y formas, hasta
derivar en una festividad entre sagrada (para esas
culturas) y profana. Por supuesto que desde la Iglesia
siempre se la vio como una fecha pagana.
Con el transcurso del tiempo siguió profanándose,
de la mano del capitalismo, para terminar convirtiéndose
en una burda caricatura de sí misma, sobre todo aquí, en
Estados Unidos, país en donde más se ha extendido.

Una ciudad contradictoria
Chicago es una ciudad de contrastes. Más allá de que a
Rosario le llamen «la Chicago argentina», es mayor su similitud
con Córdoba, que deambula entre la Reforma del ’18 y la
«Revolución» «Fusiladora», entre el Cordobazo y el Comando
Libertadores de América, entre los estudiantes y los obreros, por
un lado, y la Sagrada Familia y la Docta, por el otro.
Chicago también es así: por un lado, el lugar donde nació el
1º de mayo como Día de los Trabajadores mientras por el otro, la
cuna del liberalismo de Milton Freedman, llamada justamente la
Escuela de Chicago. Es un centro industrial y por ende obrero y
sindical, y por otro lado la capital del Estado de Illinois, núcleo de
la agroindustria y sede de la timba financiera que no se limita a los
alimentos sino que también especula con el hambre mundial
mediante los mercados a término.
Mi intención era ir a Haymarket, el lugar donde se produjeron
las grandes manifestaciones de 1886 que terminaron con tremendas
represiones, el encarcelamiento de ocho dirigentes sindicales y la
condena a muerte de cinco de ellos: los «mártires de Chicago». Sin
embargo, nadie supo decirme cómo hacer para llegar. Parecería
que el tiempo se hubiera devorado esa parte de la historia. De hecho,
Estados Unidos es uno de los pocos países del mundo que no celebra
el 1º de mayo como el Día de los Trabajadores.
Finalmente descubrí dónde quedaba ese lugar emblemático,
a sólo 15 cuadras de Millennium Park, cruzando el Brazo Sur del
Río Chicago. En una cuadra de edificios de oficinas, frente a una
playa de estacionamiento, lo único que encontré fue un pequeño
monumento que evocaba aquella gesta histórica para el movimiento
obrero mundial, en que los trabajadores organizados pedían por
una jornada de ocho horas de trabajo y condiciones humanas en
las fábricas. La respuesta del gobierno y la policía, entonces, fue de
represión y muerte. Y luego una segunda muerte: el olvido, quizá
peor que la primera.
De hecho, estando allí sacando fotos y filmando, los que
pasaban me miraban con cara de asombro, preguntándose
seguramente «¿qué hace este loco?».
Al cabo de un rato de estar y respirar ese lugar, sentí un poco
de hambre. En Estados Unidos, cuando uno tiene hambre y está
en la calle, si no puede o no quiere gastar una fortuna, cae en una
hamburguesería. Como justamente había una en la esquina de
Haymarket, me dirigí hacia allí. Me atendió Samuel, un mexicano
de 30 años oriundo de Oaxaca, que estaba en Estados Unidos desde
hacía 10 años. Me contó que trabajaba 12 horas por día y que
ganaba 1.500 dólares por mes. En el alquiler de un departamentito
monoambiente se le iban 800 dólares, por lo que, con su compañera,
no podían ni pensar en tener un hijo. De no creer, ¡128 años más
tarde de los sucesos de Haymarket!
De vuelta al centro, esa tarde recorrí la Avenida Michigan, la
más glamorosa de Chicago. Contrastando con el lujo de las mejores
marcas del mundo, me sorprendió la enorme cantidad de mendigos
y homeless (sin techo) tirados en las veredas pidiendo algo para
comer, muchas veces acompañados por sus perros, entre otras cosas
para calentarse con ellos y contrarrestar el frío penetrante de «la
ciudad de los vientos».
CALIFORNIA ES ARGENTINA (2015)
En el otoño de 2015 estuvimos en California, principalmente
para dar un par de conferencias en relación al centenario del
Genocidio Armenio. Una, en la Universidad Loyola Marymount y
la otra en el Centro Armenio de la ciudad de Glendale, donde existe
una verdadera Little Armenia. Allí está la comunidad armenia más
grande de la diáspora.
Desde Los Ángeles, recorrimos la ruta estatal uno
(PacificCoastHighway) que va bordeando el Pacífico hasta San
Francisco. Es un recorrido maravilloso y forma parte de las cinco
rutas costeras más lindas del mundo, junto con la Costiera
Amalfitana en el sur de Italia, la Ruta del Atlántico en Noruega, la
Great Ocean Road de Australia y la Ruta Uno de la Patagonia
argentina.
Se la puede hacer de sur a norte o a la inversa, aunque por la
luz y el sol en contra ésa es la mejor manera, es decir, desde Los
Ángeles hasta San Francisco. Así la hicimos nosotros. La primera
parada fue Malibú, una meca para surfistas de todo el mundo.
Más adelante llegamos a Santa Bárbara, quizá el mejor ejemplo de
la California colonial española. La misión de Santa Bárbara es una
de las más conservadas de todas las misiones franciscanas que aún
subsisten como guardianes de esa herencia, entre San Diego y San
Francisco. Pero además de la misión, Santa Bárbara es en sí misma
una joyita colonial, con paisajes urbanos muy parecidos a los de
Salta, Lima, Quito o Cartagena.
Continuando nuestro recorrido pasamos por Solvang, un
pueblito de inmigrantes daneses, lleno de lugarcitos encantadores
cuyos dueños tenían esa nacionalidad, con toda la parafernalia y
el marketing de Dinamarca, el chocolate, las construcciones y las
banderas. Sin embargo, cuando uno entraba a una tienda se
encontraba con que quienes las atendían eran chicas mejicanas.
De allí fuimos a San Luis Obispo, otra de las misiones más
importantes, para hacer la última parada de ese primer día en San
Simeon, un pueblito muy bello a la vera del mar.
Saliendo a la mañana siguiente para el segundo día de
recorrido, visitamos en las afueras de San Simeon el Castillo Hearst,
que surge imponente en la cima de una colina llamada «La Cuesta
Encantada». Es una atracción turística por sus muebles y artículos
traídos de diferentes partes de Europa, jardines interiores y
exteriores, piscinas, zoológico propio y otras excentricidades.
Pero lo más importante es que este castillo lleva el
nombre de quien lo hizo construir, el magnate de prensa
William Randolph Hearst. Este personaje de novela nació
en cuna de oro en San Francisco, fue a Harvard donde
fracasó, y terminó trabajando como periodista en el
Boston Globe y en el New York Globe, periódicos
propiedad de Joseph Pulitzer, el zar de la prensa a fines
del siglo XIX. Pulitzer le da hoy el nombre al premio de
periodismo más «prestigioso», pero fue el inventor de la
prensa amarilla y de baja calidad informativa.
Hearst encontró su leitmotiv en competir contra su
empleador Pulitzer, y construyó un emporio periodístico
de 28 periódicos de circulación nacional, entre ellos Los
Angeles Examiner, The Boston American, The Atlanta
Georgian, The Chicago Examiner, The Detroit Times,
The Seattle Post-Intelligencer, The Washington Times,
The Washington Herald y su periódico principal The San
Francisco Examiner. Además de 18 revistas, varias
agencias de noticias, cadenas de radio y productoras
cinematográficas.
En su pelea encarnizada con Pulitzer, Hearst se
valió de la generación de escándalos y la manipulación
mediática para lograr que sus intereses comerciales y
políticos se viesen beneficiados.
Esta competencia desbocada por la supremacía en
ventas llevó obviamente a una degradación cada vez
mayor de la calidad periodística, que encontró en la
Guerra Cubano-Española el punto cúlmine.
Acababa de morir en batalla el poeta y héroe cubano
José Martí, y la guerra de independencia estaba casi
ganada por los patriotas. Entonces, tanto los medios de
Hearst como los de Pulitzer enfocaron sus objetivos en
Cuba, mostrando exageradamente «el peligro» que
significaba para los intereses estadounidenses (bancos
y empresas) la dominación española. Esta manipulación
periodística estaba en directa coordinación con las
políticas imperialistas de la Casa Blanca. Para fines del
siglo XIX, Estados Unidos ya había alcanzado sin dudas
su «destino manifiesto» de imperio. Y como cualquier
imperio en la historia de la humanidad, para dominar
enormes extensiones necesitaba bases militares. Por eso,
luego de su expansión de principios de siglo de océano a
océano; luego del robo de la mitad de territorio mejicano
hacia mediados del siglo; luego de adquirir Alaska y
avanzar sistemáticamente sobre Centroamérica; para
finales del siglo ocupa el archipiélago de Hawai (que
cuando era un reino independiente había sido el primer
país en reconocer la independencia de Argentina), muestra
sus colmillos sobre Panamá para construir el canal
interoceánico y también empieza a acechar a España para
quedarse con sus posesiones en el Caribe y en el Lejano
Oriente.
La oportunidad se da el 15 de febrero de 1998, a las
21.40, cuando explota el acorazado Maine, que el gobierno
de William McKinley había enviado al puerto de La
Habana para «cuidar los intereses norteamericanos». De
los 335 tripulantes del Maine, murieron en la explosión
256, en lo que fue claramente una acción de falsa bandera,
es decir, perpetrado por el propio gobierno de Estados
Unidos. Incluso hasta los periodistas del Journal,
periódico de Hearst, dudaban y decidieron tratar el tema
con precaución. Pero Hearst llamó al director y a los
gritos le ordenó que la única noticia importante era la
guerra. Así, el Journal publicó en primera página: «El
barco de guerra Maine partido por la mitad por un
artefacto infernal secreto del enemigo», y dos días
después tituló: «¿Guerra? ¡Seguro!». De esta manera,
Hearst consiguió que la opinión pública de los Estados
Unidos deseara la guerra y obligó al Congreso a
declararla, como quería el gobierno.
Finalmente, Estados Unidos se quedó con Cuba,
Puerto Rico, Guam y Filipinas, antiguas posesiones
españolas. Así fue como se cumplió la Teoría de la Fruta
Madura, aquélla que decía que Cuba debía caer cual fruta
madura en las manos de Estados Unidos. Esa situación
se extendió al menos hasta 1959 con la Revolución de los
Barbudos.
Y aún hoy, el Imperio mantiene en Cuba el enclave
de Guantánamo, donde tiene una base militar y una cárcel
fuera de toda legalidad y legitimidad.
«Mariano, despertate, ¿qué te pasa, estás en otro mundo?»
Perdón. Me despabilo, vuelvo al presente, después de pensar tanto
en Hearst, aquél que inventó una guerra al servicio del imperio e
hizo tanto mal a la humanidad. Un claro ejemplo del poder enorme
de la prensa; en este caso, como casi siempre, usado para el mal.
Ya lo había predicho el propio Simón Bolívar en 1792: «Los Estados
Unidos parecen destinados a sembrar de calamidades la América
en nombre de la libertad».
Bueno, vuelvo en mí mismo, pongo primera y seguimos viaje,
disfrutando este hermosísimo camino costero por el Big Sur.
Pasamos por el Parque de Julia Pfeiffer, con la famosa cascada
que cae a la playa, y luego al Parque Nacional Padres, hasta que
llegamos a Carmel, un pueblito encantador, lleno de galerías de
arte, famoso porque Clint Eastwood fue su alcalde, y también
porque se ha autodeclarado como «dogfriendly», o amigable con
los perros.
Finalmente llegamos al lugar más importante de mi viaje
por la PacificCoastHighway: Monterey.
A simple vista, es una ciudad californiana más, a unos 200
kilómetros de San Francisco. Con su centro comercial, su puerto y
su paseo marítimo. Menos glamoroso que Malibú, menos colonial
que Santa Bárbara y menos coqueto que Carmel. Pero para mí es
muchísimo más que todo eso: es el lugar adonde llegaron los
corsarios argentinos y por el cual toda California fue argentina por
una semana.
Al principio del siglo XIX, los corsarios eran una
especie de piratas pero con patente de un país, lo cual les
daba cierto resguardo. De ahí aquel dicho: tener patente
de corso, como queriendo decir que se tiene vía libre para
hacer de las suyas. A cambio, tenían que compartir el
botín de sus trapisondas con el país que les daba patente.
Nuestra naciente nación, hacia 1812, 1813, convocó a
algunos navegantes extranjeros para que fueran nuestros
corsarios, porque la guerra también debía hacerse en el
mar, y los españoles tenían una temible flota de guerra.
Ya no era la Armada Invencible, porque había sido
vencida por el Almirante Nelson en 1805, pero seguía
siendo poderosa, sobre todo en los mares del sur. Los
más famosos de esos corsarios argentinos fueron: el
irlandés Guillermo Brown, el maltés Juan Bautista
Azopardo y el francés Hipólito Bouchard.
Hacia 1817, Bouchard encabezó un viaje de
circunnavegación. Estuvo en Madagascar combatiendo
contra buques ingleses traficantes de esclavos, luego en
Borneo contra los piratas malayos, y terminó en Hawai,
un reino independiente que fue el primer país extra
regional en reconocer la independencia de las Provincias
Unidas del Río de la Plata. Desde allí, en julio de 1818,
Bouchard rumbeó hacia California en línea recta, al
mando de la fragata La Argentina y la corbeta Chacabuco.
«(Bouchard) esperaba dar allí certeros golpes que
conmovieran a las autoridades españolas de Nueva
España y descalabraran su comercio. Lo animaban no
sólo el propósito de cumplir las órdenes de su gobierno y
obtener nuevas riquezas, sino vengar las derrotas de los
patriotas mexicanos, que a partir del fusilamiento por la
espalda del cura Morelos, en diciembre de 1815, con la
infamante nota de traidor, no lograban éxitos. Sólo se
mantenían en el sur unas guerrillas al mando de Vicente
Guerrero» (De Marco, Miguel Ángel, Corsarios Argentinos,
Editorial Emecé, Buenos Aires 2005, página 98).
California, por esa época, era una zona
relativamente deshabitada, con tres pueblos principales:
Monterey como capital, San Francisco y Los Ángeles,
escenario de las aventuras de El Zorro, aquel personaje
justiciero que se escondía detrás de la piel del aburrido
aristócrata Diego de la Vega. También tenía cuatro
fuertes y las ya mencionadas misiones franciscanas. Pero
estaba aislada del resto del Virreinato de Nueva España
por el desierto y su única comunicación era por el mar
hacia Acapulco.
«El 20 de noviembre de 1818, el vigía de Punta de
Pinos, ubicada en uno de los extremos de la bahía, avistó
a La Argentina, seguida por la Santa Rosa (Chacabuco).
Ambos veleros mostraban sus ágiles siluetas y
enarbolaban un pabellón desconocido para muchos.
Evidentemente se trataba de los temidos corsarios» (op.
cit., página 178).
El 22 se produjo el acercamiento al puerto, tomando
la delantera la corbeta Chacabuco, donde el capitán Peter
Corney izó una gran bandera argentina. Pero se acercó
tanto a la costa que fue rechazada por la artillería del
fuerte, cuya única esperanza era no permitir el
desembarco de los corsarios.
Durante la madrugada del 24 de noviembre,
mientras los realistas festejaban la victoria contra los
corsarios, La Argentina se acercó al puerto, donde
desembarcaron unos 200 infantes y marineros corsarios,
sin encontrar prácticamente ninguna resistencia en el
fuerte de Monterey.
«Una hora más tarde, enarbolada la bandera celeste
y blanca donde había estado la roja y gualda (amarilla)
de gran tamaño que se utilizaba en los buques y
fortificaciones, Bouchard quedó en poder de la ciudad
durante seis días, hasta que adoptó la decisión de
abandonarla. Desde el 24 al 29 de noviembre, los corsarios
procedieron a apropiarse del ganado y mataron las reses
que no podían consumir a bordo; incendiaron el fuerte, el
cuartel de astilleros, la residencia del gobernador, las
casas de los españoles, sus huertas y jardines. En cambio
respetaron los templos y las propiedades de los
americanos. En su afán de aplicar un completo y ejemplar
castigo, Bouchard mandó que se hicieran estallar todos
los cañones, con excepción de dos que necesitaba la Santa
Rosa (Chacabuco). Todo esto mientras el gobernador
(Pablo Vicente Solá), a cinco leguas de Monterey, con un
cañoncito, las municiones, archivos y dineros de la Real
Hacienda, esperaba el arribo de refuerzos de San
Francisco y San José. Pero cuando éstos llegaron, nada
hizo para intentar la recuperación de la plaza o por lo
menos hostilizar al enemigo» (op. cit., página 180).
«Es decir, España recuperó California porque los
corsarios argentinos la abandonaron. Ellos no tenían la
visión estratégica que podían tener militares formados
como San Martín o Belgrano, y su misión se limitaba al
saqueo y al hostigamiento. Fue así que luego de haber
arrasado con Monterey, levaron anclas nuevamente y se
dirigieron hacia el sur, saqueando sucesivamente Santa
Bárbara, San Juan de Capistrano y San Blas» (Saravia,
Mariano, Embanderados, la emancipación de Sudamérica y el
porqué de los colores y los diseños de sus banderas, Editorial
Abrazos, Córdoba 2006, página 32).
SANTA MÓNICA Y NUEVA YORK POR LA PAZ
Caminando por la ancha playa de Santa Mónica, en una
cálida tarde de otoño, vi algo que me llamó la atención. Centenares
de cruces ocupaban una gran parte de la playa junto al muelle. Lo
primero que pensé fue: «Qué mal gusto, poner un cementerio aquí».
Pero cuando me acerqué, advertí que se trataba de una instalación
de VeteransforPeace, una agrupación de veteranos de todas las
guerras imperialistas que denuncian el carácter criminal de sus
gobiernos. Eran cientos de cruces blancas y rojas. Y entre ellas,
unas cuantas estrellas de David y alguna que otra media luna. En
el medio, cinco ataúdes envueltos en la bandera estadounidense.
Correspondían a los soldados muertos esa semana en operaciones
alrededor del mundo. Complementando la instalación, fotos de los
soldados muertos, una carpa con veteranos y copiosa bibliografía
y afiches con gráficos que explicaban los por qué de una política
imperialista que acompañaba a Estados Unidos desde
prácticamente su formación como Estado Nación, con los padres
fundadores: Jefferson, Madison, Washington, Adams y compañía.
Un año antes, viví algo parecido en Nueva York. Había estado
toda la mañana en la sede de la delegación de Bolivia ante la ONU
junto al embajador Sacha Llorenti, trabajando sobre un proyecto
que le presenté para lograr una salida soberana al mar. Al salir,
caminé un par de cuadras hasta la Quinta Avenida con la intención
de ver el desfile por el día del veterano. Era 11 de noviembre, una
de las fechas más importantes en Estados Unidos, aunque
desvirtuada –como todo– por la fiebre de consumo, ya que las
tiendas hacen grandes descuentos ese día. Me ubiqué frente a la
catedral de San Patricio. Los costados de esa glamorosa calle estaban
llenos de gente, todos con una banderita en sus manos. El desfile
en sí mostró también lo que es el apoyo de la sociedad civil a sus
políticas invasoras, asesinas, colonialistas e imperialistas alrededor
del mundo, ya que la mayor parte fue una exaltación de esas raras
«virtudes» chauvinistas. Aunque al final, desfilaron mis amigos de
VeteransforPeace, con carteles en contra de la guerra, a favor de
la paz y un mundo más multipolar. El reclamo era también en
contra del excesivo gasto militar de Estados Unidos, 700 mil
millones de dólares por año, igual a su déficit fiscal. Según esta
organización, desde 1948 hasta la actualidad su país ha gastado en
armamentos, servicios militares y guerras más de 20 trillones de
dólares. Para darnos una idea de lo que significa semejante cifra:
es más que todo lo que los seres humanos han creado como riqueza
en ese mismo país. Es decir, los aeropuertos, carreteras, autopistas,
edificios, diques, autos, camiones, fábricas, centros comerciales,
hospitales, escuelas, universidades, hoteles, restaurantes, casas
particulares, todo, todo, todo lo que existe en Estados Unidos. Todo
eso cuesta menos que lo que gastan en muerte.
Al final del desfile, participé de una cena en la residencia de
la embajadora argentina ante la ONU. En un momento, intentando
apartarme de las acartonadas conversaciones de los diplomáticos,
me acerqué a conversar con un profesor universitario
portorriqueño, quien me contó de dónde surgió la expresión América
Latina. En su relato comentó: «De un filósofo chileno llamado
Francisco Bilbao. En 1856 se encontraba en París dando unas
conferencias y se enteró de un suceso que conmovió al mundo. Un
filibustero estadounidense llamado William Walker había invadido
Nicaragua y autoproclamado presidente. Previamente ya lo había
intentado sin éxito en el estado mejicano de Sonora. Y unos diez
años antes otros filibusteros lo habían hecho con Texas, iniciando
el proceso de usurpación de territorio mejicano. El tema es que el
gobierno de Estados Unidos de Franklin Pierce había reconocido
aquel gobierno ilegal e ilegítimo de William Walker. Fue entonces
que Francisco Bilbao dijo que nuestros pueblos americanos tienen
muchas cosas en común, una cultura, un idioma, una religión,
una historia. Pero lo más importante que comparten es una
amenaza y un enemigo común, se llama Estados Unidos. Por eso
somos América Latina».
En medio de nuestra charla nos invitaron ceremoniosamente
a la mesa, a donde fuimos. Pero como la conversación había
quedado a la mitad continué diciéndole a mi amigo: «Te cuento
algo que dijo William Howard Taft, presidente de Estados Unidos,
en 1912: ‘No está lejano el día en que tres banderas de barras y
estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro
territorio. Una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá, y la
tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho,
como en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro
moralmente’ «.
En ese momento se hizo un silencio incómodo en la mesa.
Todas las miradas cayeron sobre mí.

 

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