CUADERNOS DE UN VIAJADOR. CAPÍTULO 10: ISRAEL
Misiles en Sderot
Llegué al aeropuerto de Ben Gurion, un templado día de
otoño, noviembre de 2008.
Después de hacer una serie de trámites que me llevaron más
o menos una media hora, entre otras cosas mostrar las cartas de
invitación de la Histadrut (la Central Obrera más grande de Israel)
pude pasar los estrictos controles y llegar a una persona que me
contactó, con un cartelito que llevaba mi nombre.
Me dijo que tenía que aguardar un rato porque estaban
llegando otros invitados, y cuando estuvimos los tres que esperaba
el anfitrión, nos dirigimos al taxi. Éramos un boliviano, una
brasileña y yo, quienes, junto a otros periodistas de toda
Latinoamérica, íbamos a participar de un curso de casi un mes
sobre cobertura de conflictos.
En menos de media hora estábamos en Kfar Saba, donde
funciona el Centro Internacional de Estudios. Allí nos dividieron.
Me tocó con el boliviano, César Ajpi, un periodista del Canal 4 TPP
de La Paz, con quien terminamos siendo amigos y compadres. Soy
el padrino de su hija, Valentina Sisa (se llama así por Bartolina
Sisa, la líder indígena compañera de Tupac Katari).
Durante esos días la actividad fue frenética. Por la mañana
generalmente teníamos clases, y por la tarde salíamos a recorrer el
país, o viceversa. En Israel todo es cerca, así que eso no era un
problema. Fuimos al norte hasta Metula, un pueblito en la frontera
con El Líbano, desde donde se veían las posiciones de Hezbollah,
con sus típicas banderas amarillas. Al sur, hasta el Desierto del
Néguev.
En otra oportunidad, recorrimos la ciudad de Sderot, en el
sur, muy cerca de la frontera con la Franja de Gaza, donde hacía
poco tiempo el gobierno israelí había desalojado los asentamientos
de los colonos israelíes. Estuvimos en la universidad, hablamos con
profesores de distintas disciplinas, siempre dándonos su parcial
versión del conflicto. Nos explicaron cómo es convivir con el miedo
a los misiles Qassam, que alcanzan la ciudad desde la Franja de
Gaza.
Aquí hay que hacer una aclaración: aunque se hable
de misiles, se trata de cohetes sin ningún tipo de guía.
Tienen un diámetro de unos 60 milímetros, un alto de un
metro ochenta y cargan unos 10 kilos de explosivos. Los
fabrica el ala militar de Hamas en talleres metalúrgicos y
a veces usan los caños de los semáforos como materia
prima. Al no tener guía, son de escasa precisión, y para
la época en que yo estuve, sólo 11 personas habían muerto
por estos ataques en casi diez años. Pero por otro lado,
son los primeros cohetes de largo alcance que usan los
palestinos, y han producido un efecto psicológico
importante en la población civil israelí.
Sus sistemas de seguridad son sofisticados y
bastante efectivos. Entre otras cosas usan globos
aerostáticos, los que, justo en la frontera, están
monitoreando todo el tiempo lo que sucede en la Franja
de Gaza, una verdadera cárcel a cielo abierto donde
sobreviven como pueden un millón y medio de personas
en un territorio que mide alrededor de 10 kilómetros de
ancho por 40 kilómetros de largo, sobre el mar
Mediterráneo. El bloqueo es total, por tierra y por mar, y
si bien la principal responsabilidad la tiene Israel, Egipto
es cómplice de esa política criminal. En Gaza faltan
elementos de todo tipo, incluso alimentos y medicamentos.
Con la excusa de que no entre armamento, no
dejan introducir nada. Sin embargo existen túneles
semiclandestinos, que a veces son tan grandes como para
que se contrabandeen autos. Todo eso en el paso de
Rafah, del lado de la frontera con Egipto. O sea que a la
larga, los productos entran, pero de contrabando y,
obviamente, carísimos. En definitiva, el bloqueo israelí
mata a los palestinos pobres y beneficia a los palestinos
ricos. Como siempre, termina siendo una cuestión de
clase. Detrás de tanto odio, detrás de la utilización de las
religiones como pantalla, hay clarísimos intereses
económicos y políticos.
Después del mediodía, fuimos caminando hasta el punto más
cercano a la Franja. Una loma sobreelevada que quedaba a tres
kilómetros de la frontera, y desde donde se alcanzaba a ver la ciudad
de Gaza, a ocho kilómetros de distancia. Mientras estábamos ahí,
comenzó a sonar la sirena y por los altoparlantes una voz repetía
insistentemente algo en hebreo. Eran las alarmas alertando a la
población de que había sido lanzado un Qassam. El tutor del grupo
empezó entonces a los gritos: «Al suelo, al suelo». Todos nos tiramos
cuerpo a tierra, sin preguntar nada.
Desde que suenan las sirenas, la gente tiene 30 segundos para
buscar un lugar seguro. Nilo Cassana, un compañero peruano,
tuvo el coraje –o la inconsciencia– de filmar todo. Es un documento
importante, se ve incluso la estela del cohete en el cielo. Luego de
que pasó por encima de nuestras cabezas, vimos la columnita de
humo que salía del lugar donde había caído. Fuimos hasta allí.
Había dejado un boquete en medio de una calle céntrica, y el propio
cohete era un montoncito de hierros retorcidos.
Bolsos de Tel Aviv
Al día siguiente estuve en Tel Aviv. Un despliegue policial
mucho mayor me hizo vivir la histeria en torno a una amenaza de
bomba en la terminal de ómnibus. Ya de por sí, en todos los lugares
públicos los ingresos son lentos y engorrosos, porque hay que pasar
por scanners que controlan cada bolso, maletín o cartera, además
de policías que revisan una por una a cada persona. Pero esa tarde,
entró el ejército y empezó a echar a todos los presentes a los gritos
y empujones. Me quedé cerca, para ver cómo finalizaba la película.
En realidad, habían encontrado un bolso sin dueño aparente, el
que finalmente no tenía ningún explosivo.
En Israel es así, si te olvidás un maletín o una
mochila en algún lado, no guardés esperanzas de
recuperarlo. Y no porque haya peligro de que te lo roben,
sino porque directamente lo explotan. Primero nadie lo
toca, y luego de unos minutos llega la brigada
antiexplosivos y lo hace estallar dentro de un cofre
especial, ante la posibilidad de que sea una bomba.
Salí de la terminal de ómnibus y fui hasta la Universidad de
Tel Aviv, para encontrarme con Efraim Davidi, profesor y dirigente
del Partido Comunista Israelí, pero nacido en Buenos Aires.
Ya en ese entonces, Efraim me explicó que el gobierno israelí
había dejado de hablar de «terminar el conflicto», para pasar a
hablar de «manejar el conflicto», lo que significa que no hay arreglo
posible en el cercano plazo, hay que tenerlo «a fuego lento».
Y lo peor, para él, es que la sociedad israelí ya ha aceptado
esta realidad de «gestionar el conflicto».
-¿Y del lado palestino? –pregunté.
-Yo no justifico ataques contra la población civil; del lado
que provengan constituyen terrorismo. Pero tampoco se puede pedir
a un pueblo que está bajo ocupación que actúe a lo Gandhi. El
principal problema es que la población civil de ambos lados es el
blanco principal. Y esto no es casual, porque justamente es el flanco
más débil. Lo que está claro es que nunca va a haber una resolución
militar del conflicto.
-Entonces qué queda, ¿dos Estados para dos pueblos?
-Sí, ésa es la única solución, un Estado Palestino cuya capital
sea Jerusalén Este y que el Estado de Israel vuelva a las fronteras
del ’67, retirándose de todos los territorios ocupados de Cisjordania.
-Hoy, ¿pueden vivir pacíficamente estos dos pueblos?
– Claro que sí, lo que pasa es que hay visiones demonizadoras
de los dos lados: unos dicen que todo árabe es musulmán y todo
musulmán es terrorista, mientras otros sostienen que todo judío es
sionista y todo sionista apoya las políticas del Estado de Israel. Pero
hay judíos y árabes de un lado y del otro. Hay judíos y árabes
capitalistas y judíos y árabes trabajadores y democráticos; se puede
ser israelí y palestino, judío y árabe, y estar del mismo lado.
-La clave quizá sea ver otro conflicto, el de los pueblos
contra los opresores capitalistas, ya sean judíos, palestinos
u occidentales.
-Exactamente. Nosotros por ejemplo, en el Partido Comunista
de Israel, trabajamos codo a codo con el Partido Comunista
Palestino y con otras organizaciones políticas y sociales. Pero hay
algunos que, desde posiciones de pseudo izquierda, condenan a todo
el conjunto de la sociedad israelí. Los que llaman a la destrucción
de Israel con lenguaje oportunista de izquierda, son antisemitas o
agentes encubiertos de la derecha. Nosotros estamos por la
autodeterminación de los pueblos. Eso vale tanto para los palestinos
como para los israelíes. El pueblo de Israel existe: hay lucha de
clases, sectores obreros antiburocráticos y fuerzas importantes de
izquierda. Es una sociedad capitalista como cualquier otra, con
explotadores y explotados. Israel no es más creación del
imperialismo que, por ejemplo, Panamá o Jordania, pero a nadie
se le ocurriría decir hoy que esos dos países creados para satisfacer
necesidades imperiales deban desaparecer.
El fin del Mediterráneo
Tengo tres imágenes del Mediterráneo israelí.
Una es en la ciudad de Yaffo, pegada a Tel Aviv. Yaffo es
árabe, Tel Aviv judía. Yaffo es histórica, Tel Aviv moderna. Yaffo
un pueblito encantador, Tel Aviv una capital bulliciosa.
Tel Aviv es considerada como la capital del Estado
de Israel por todos, menos por el propio Israel. ¿Cómo es
esto? En realidad el Estado de Israel considera a Jerusalén
como su capital histórica, única e indivisible, y allí tiene
todos los órganos de gobierno. Pero la comunidad
internacional no lo acepta, ya que considera que es un
tema irresuelto producto de la ocupación luego de la
Guerra de los Seis Días, en 1967. Incluso la Organización
de las Naciones Unidas llama a una negociación que
contemple un Estado Palestino con capital en Jerusalén
Oriental, algo a lo que se rehúsa Israel alegando que ésta
no se puede dividir. Resultado: la inmensa mayoría de
los Estados tienen sus embajadas en Tel Aviv, en un gesto
de alto grado simbólico.
Fuimos a Yaffo con mis compañeros del curso una noche
libre. Recorrimos sus callejuelas empedradas, plagadas de barcitos
y restaurantes a media luz, hasta estar frente a ese Mediterráneo
que empieza allí. O quizás allá, en Algeciras (en el estrecho de
Gilbraltar) y termina en este lugar.
La segunda imagen es en el Monte Carmel y la bellísima vista
de la bahía con la ciudad de Haifa. En una de las laderas se erige el
Santuario del Bab, una construcción realmente monumental con
19 terrazas de jardines. Es el lugar sagrado más importante del
mundo para la Bahai, una religión monoteísta de origen persa.
Desde ahí fui, a la tardecita, a recorrer el mercado del Monte
Carmel, dominado principalmente por drusos y, por eso mismo,
donde se respira un ambiente más distendido. Los drusos hablan
árabe y su religión se basa en tradiciones griegas, judeocristianas y
musulmanas. Tienen aspecto árabe pero están totalmente
integrados a la vida israelí.
Al lado de la ciudad de Haifa se encuentra la histórica Acre,
Akko en hebreo, Akka en árabe. Con la formación del Estado de
Israel, la Nakba (catástrofe) para los palestinos, esta histórica
ciudad perdió el 75 por ciento de su población árabe. Quedan como
mudos testigos la Torre de Acre y el Khan al Umdan, el mayor
caravasar (posta de descanso para las caravanas) de Israel.
La tercera imagen del Mediterráneo es la llegada a la playa
después de una caminata de seis horas. Para hacernos comprender
(ya no con la cabeza sino con el cuerpo) lo pequeño que es todo
aquí, el último día de clases hicimos una caminata desde nuestro
lugar, Kfar Saba, hasta el mar.
Kfar Saba es una pequeña ciudad que está en el extremo
oriental de la parte más angosta de Israel, muy cerquita de una
aldea palestina llamada Qalqilia. Desde mi habitación se podían
ver incluso las torres de los minaretes de las mezquitas de Qalqilia
y por las noches las ventanas iluminadas de las casas palestinas.
Para tener una idea de lo cerca que es todo, ese día recorrimos
caminando todo el ancho del mapa en ese punto. Salimos luego
del desayuno a las 9 de la mañana y llegamos a la playa a eso de
las tres de la tarde. Incluso varios aprovechamos para meternos al
mar, después de tanto caminar.
Los techos de Jerusalén
Llegando a la ciudad sagrada, me leyeron lo que decía un
cartel escrito con el alfabeto hebreo: «Omdot haiu ragleinu bishearaij
Ierushalaim», que es un texto de los Salmos del Rey David.
Completo, el salmo dice: «Nuestros pies se han plantado ante tus
portales, Ierushalaim». Como para que no queden dudas. El salmo
luego pide paz, un bien escaso por estos lados.
La Jerusalén antigua es una ciudad amurallada, con cuatro
barrios (el musulmán, el judío, el cristiano y el armenio) y con
ocho puertas (la de Damasco, la de Herodes, la de los Leones, la
Dorada que está cerrada, la del estiércol, la de Sion, la de Jaffa y la
Nueva).
Lo ideal es perderse y deambular por sus callecitas,
principalmente por el bazar, ese enorme mercado tan típico de los
pueblos árabes donde se puede encontrar cualquier cosa vendible o
comprable.
Estuve una semana en Jerusalén, de manera que pude
recorrerla de punta a punta y de arriba abajo, literalmente. Un día
estaba tomando un café árabe (en Argentina también le dicen café
armenio o café turco, el que es con la borra al fondo del pocillo) a
la vuelta del Santo Sepulcro, cuando un viejito se sentó a mi lado y
me preguntó de dónde era. Le dije mi nacionalidad y empezamos a
conversar, ambos en un precario inglés. Al rato se sumaron sus
nietos, dos chicos adolescentes árabes israelíes, con quienes
disfrutamos mucho del intercambio de preguntas: ellos, sobre
cuestiones de Argentina y yo, acerca de sus vidas en Jerusalén. La
charla terminó con un regalo precioso: los chicos me llevaron por
unos pasillos que pasaban, en ocasiones, casi por los patios de las
casitas. Subimos unas escaleras y terminamos en los techos. Fue
un verdadero tour por los tejados de la ciudad vieja, algo que no se
consigue en ninguna agencia de viaje ni a precio alguno. Fue ver y
conocer Jerusalén desde otra perspectiva, pispear cómo vive la
gente, cómo cocinan, lavan la ropa y la tienden en los patios; cómo
juegan los niños y los distintos matices de la vida de un pueblo.
Todo visto desde arriba. Yo no quería bajarme. Fue algo único,
tanto por lo maravilloso de la experiencia como porque difícilmente
se pueda repetir. De hecho, si volviera, no sabría cómo hacer para
subir a los techos ni encontrar los pasajes por donde me llevaron.
Son las ventajas de no ser un turista. Al turista se lo distingue desde
lejos, se lo huele, y lamentablemente se lo escucha, en cualquier
idioma que hable. El viajero, en cambio, a veces pasa desapercibido.
Pero si busca el contacto con los lugareños, puede lograr esto, esta
empatía que el turista no va a conseguir. A lo sumo fingir simpatía
para sacarle un dólar, pero al viajero le abrirá su corazón.
El «Síndrome de Jerusalén»
En esos días me atacó el «Síndrome de Jerusalén». Es un
misticismo que va envolviendo al viajero hasta atraparlo
totalmente. En su versión extrema, este síndrome puede convertirse
en una enfermedad psíquica y la persona termina creyendo que
encarna algún personaje bíblico. Pero en su versión liviana, significa
sólo vivir profundamente la esencia de esta ciudad santa para las
tres religiones monoteístas más importantes.
Una imagen como muestra: pasaba horas sentado en el piso
superior del Santo Sepulcro, donde supuestamente estuvo la Cruz
en la que murió Jesucristo. No puedo decir que rezaba, más bien
meditaba, a veces con la mente absolutamente en blanco,
acompañado por la rítmica letanía de rezos lejanos… Hasta que
aparecía un grupo de turistas. De cualquier país, eso no era lo
importante. Podían ser argentinos, chinos, japoneses, rusos o indios,
pero siempre iguales, con su impronta hueca y superficial, sus
comentarios igualmente irrelevantes. Sentía entonces una
sensación de desprecio que no podía dominar. En especial en este
lugar; resultaba muy chocante. Ellos llegaban al Calvario (o
Gólgota en arameo) y no paraban con sus comentarios en voz
alta, risas, chistes y fotos, sin la más mínima consideración, ni con
el lugar ni con los que estábamos ahí tratando de entender el tiempo.
En la ciudad santa por excelencia, el «Síndrome de Jerusalén»
no es patrimonio de una religión sino de todas. Allí estuvo el Templo
sagrado para los judíos, dos veces destruido; allí mataron a Jesús,
quien a los tres días resucitó, dándole sentido al cristianismo; y allí
también Mahoma subió a los cielos en cuerpo y alma. No hay, por
lo tanto, otra ciudad en el mundo que sea más sagrada.
Yo estuve en diciembre, pleno invierno. En esta época
oscurece muy temprano, a eso de las cinco de la tarde. Por lo tanto,
la noche es muy larga, y estando solo y sin demasiado dinero, no
tenía muchas ganas de salir. Comía algo frugal y regresaba a la
habitación que ocupaba para leer un rato. De este modo, y sumado
al cansancio de haber caminado durante todo el día, ya a las 20 o
21 horas me rendía al sueño. Por consiguiente, me despertaba
también muy temprano, a eso de las cinco o seis de la mañana.
Unas semanas antes ya había estado en Jerusalén, hospedado
en un hostel. Si bien es muy enriquecedor compartir con personas
de distintas partes del mundo, sobre todo cuando uno viaja solo,
esta vez prefería otra cosa, quería tranquilidad y soledad. Por eso
fui al barrio armenio en donde alquilé una habitación a una viejita
armenia, a quien prácticamente nunca veía. Además, como en esa
época había pocos forasteros, prácticamente estaba solo. Mejor así.
Despertándome a las seis de la mañana, o incluso antes, a las
siete ya estaba en misa en el Santo Sepulcro, lugar en el que, para
los cristianos, Jesús fue crucificado y también sepultado, y desde
donde desapareció su cuerpo a los tres días.
Esta iglesia es uno de los lugares sagrados más importantes
del cristianismo, y es un mundo en sí mismo. Afuera, entrando por
un costado del atrio, están los etíopes. Adentro, y a un costado, los
armenios, en el centro los ortodoxos griegos que custodian el
mismísimo sepulcro, a un costadito tienen un rincón los coptos
egipcios y al fondo, los católicos, con una capilla gestionada por
franciscanos. Allí iba yo a la misa a las siete. Después recorría el
sepulcro, el calvario y participaba de una procesión por las
catacumbas.
Entre los jesuitas conocí a un cura argentino, quien me contó
algunos entretelones de la convivencia entre las distintas iglesias.
Los ortodoxos griegos son los que tienen el poder porque gestionan
el lugar central del Santo Sepulcro, y lo hacen valer, en todo sentido.
Sin embargo, por esos días había que hacer un trabajo de plomería
para lo cual se requería levantar el piso del sector controlado por
los franciscanos. «Entonces ellos necesitan nuestro permiso para
hacer los trabajos, y eso lo hicimos valer. A cambio, les sacamos
más espacio en los baños para nosotros» –finalizó diciendo–.
Salía de allí, y ya cerca del mediodía iba hacia el Muro de los
Lamentos, otro mundo en sí mismo. Al lugar se puede entrar sin
problemas, obviamente dejando los bolsos y sometiéndose a una
exhaustiva revisación. Si uno no es judío, hay un canasto lleno de
kipá para cubrirse la cabeza. En el mismísimo muro, se vive de
cerca la diferencia entre sefaradíes, azkenazíes, mizrajíes, jasídicos,
neturei karta y ortodoxos, entre otras vertientes del judaísmo. Cada
uno rezando o leyendo la Torá con sus típicos movimientos
ondulantes, para adelante y atrás o para los costados.
Ya de regreso, iba a la mezquita de Al Aqsa. En este caso,
tenía que ir con un amigo palestino y mentir que yo era musulmán,
porque la entrada está vedada para los que no lo son.
Todo está muy cerquita, mejor dicho en el mismo lugar.
Literalmente, en el mismísimo lugar. El Muro de los Lamentos es
verdaderamente un muro, una pared, la única que quedó del
histórico Templo de Jerusalén, dos veces destruido, una vez por
Nabucodonosor y otra por los romanos. Y donde estaba el Templo
ahora está la explanada de las mezquitas, con Al Aqsa y el domo de
La Roca, desde donde los musulmanes creen que Mahoma subió
al cielo en cuerpo y alma, acompañado por el Arcángel Gabriel.
Un profesor me lo grafícó así: «Mirá Mariano, si vos en
Argentina vivís en un departamento y te llevás mal con el vecino
del departamento de al lado, a lo sumo no lo saludás cuando te lo
cruzás en el ascensor o en la escalera. Pero nosotros somos dos
pueblos que no compartimos el mismo edificio, compartimos el
mismo departamento de un ambiente. Y nos llevamos muy muy
mal».
A la tarde participaba del Vía Crucis por la Vía Dolorosa,
siguiendo los pasos del propio Jesús, aunque los arqueólogos dicen
que hace 2.000 años el nivel de la calle estaba varios metros más
abajo. Sin embargo, la emoción de todos los que llegan para recordar
la pasión de Cristo es contagiosa.
Y terminaba el día con una visita a la catedral armenia de
Santiago, con su decoración recargada y colmada de incienso, muy
cearca de «mi casa».