Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

Cuadernos de un Viajador. Capítulo 1: BOLIVIA

agosto  2018 / 31 Comentarios desactivados en Cuadernos de un Viajador. Capítulo 1: BOLIVIA

Bolivia

Cochabamba, la guerra del agua

Era una tarde de otoño del 2000 y yo estaba inmerso en mis tareas habituales en la redacción del diario, tratando de buscarle la vuelta para escribir algo con algún contenido social en la sección Política. Casi una quimera. En eso me llamó el prosecretario de redacción a uno de los sum (salones de usos múltiples), como les decían con esa insoportable sumisión a las modas, incluso en el lenguaje. Incluso en un ambiente donde se supone que se trabaja con el lenguaje, como la redacción de un diario. Entonces, el viejo y querido periodista me preguntó si estaba en condiciones de hacer un viaje.

-En principio sí, ¿adónde?- pregunté

-A Bolivia, está muy complicada la situación con las protestas en Cochabamba.

Dentro de la monotonía de la sección y las cada vez menos grietas visibles para hacer algo distinto, la propuesta era como maná caído del cielo. Además, era soltero, sin hijos y ni siquiera tenía novia en ese momento. Libre como los pájaros para volar a un lugar de la América profunda donde la gente estaba peleando por algo, en momentos en que la Argentina se desangraba muy lentamente sin ni siquiera darse cuenta.

-¿Y cuándo me iría?-

-Mañana mismo, a la mañana temprano si conseguimos pasajes para vos y para el fotógrafo-

-¿Y con quién voy?-

-Con el Mono-

El “Mono” Antonio Carrizo, en esa época todavía no era jefe de fotografía, pero ya era hacía tiempo uno de los mejores fotógrafos del diario, y uno de los mejores del país. Además de buen tipo. Así que fue otra buena noticia.

Al día siguiente estábamos en la redacción a las siete de la mañana, para ir en un auto del diario al aeropuerto, de ahí a Aeroparque y luego en un taxi hasta Ezeiza para seguir el periplo, que incluyó una escala en el aeropuerto de Viru Viru en Santa Cruz de la Sierra y luego un nuevo trasbordo para llegar a Cochabamba, en el medio del Chapare, el Amazonas boliviano.

Desde el aeropuerto Jorge Wilstermann de nuevo en taxi hasta el hotel que nos había reservado la secretaria del diario. Ya estaba cayendo la tarde y el taxi tuvo que ir buscando el camino que nos permitiera avanzar, esquivando los bloqueos de los campesinos que protestaban desde hacía meses contra la privatización del servicio de agua.

Cuando llegamos al hotel, nos registramos, dejamos las cosas en la habitación y solamente fuimos al baño y nos lavamos las caras. Teníamos que mandar algo ese primer día y por lo tanto salimos a la calle para buscar alguna primera aproximación a la situación que se estaba dando.

¿Y qué era lo que estaba sucediendo? Que en 1999, siguiendo al pie de la letra los dictados del Consenso de Washington de una década antes, el dictador y por entonces nuevamente presidente (pero esta vez elegido democráticamente) Hugo Bánzer Suárez había firmado un contrato con la multinacional norteamericana Bechtel para privatizar el servicio de agua en Cochabamba. En el consorcio Aguas del Tunari SA participaban además de la Bechtel, la española Abengoa SA y el empresario boliviano Samuel Doria Medina, luego devenido en acérrimo opositor político de Evo Morales.

Inmediatamente después de la privatización, el agua aumentó su precio un 50 por ciento, y muchos campesinos vieron cómo hasta el 20 por ciento de sus ingresos se escurría entre sus manos para pagar el agua, algo que desde la cosmovisión andina es un regalo de la Pachamama (la Madre Tierra). Además se expropiaban las fuentes de agua en las zonas rurales y se estrecharon los controles prohibiendo a los campesinos prácticas ancestrales como recoger el agua de lluvia en cántaros u organizarse para aprovechar los cursos de las vertientes.

Ante estos avasallamientos, estalló la protesta. A partir de enero y febrero, empezaron a bajar de los cerros los campesinos, principalmente quechuas. La tensión fue increscendo, y en el momento más álgido 500 mil personas ocupaban el campo, las carreteras y la ciudad. El gobierno decretó la ley marcial y el 8 de abril, durante la represión, murió bajo las balas policiales el joven Víctor Hugo Daza, de 17 años. Fue el principio del fin, el desenlace.

Nosotros llegamos con el Mono Carrizo a Cochabamba ese martes 11 de abril. Luego de lavarnos la cara salimos del hotel con el Mono a buscar algunas primeras impresiones para mandar.

Cholas con sus típicos sombreros claros de ala ancha cochabambinos, regantes, hombres cocaleros como lo fue Evo en su vida sindical, niños, ancianos. Todos estaban en las calles. Hicimos fotos y tomamos testimonios, incluso de Óscar Olivero, uno de los líderes de la rebelión.

Volvimos al hotel como a las diez de la noche (once de Argentina) y nos abocamos a escribir yo y a mandar las fotos en forma digital mi compañero. Cerca de las 12 de la noche, pudimos darnos una ducha y cambiarnos de ropa.

Más relajados, nos dimos cuenta entonces del hambre que teníamos. Bajamos a la recepción del hotel y preguntamos como lo más natural del mundo adónde había un restaurant para ir a comer algo. El conserje nos miró con una sonrisa irónica y nos explicó que sería imposible, porque por el estado de sitio y el toque de queda, estaba todo cerrado a esa hora.

¿Pero cómo? Debe haber algo en algún lado- le dije.

-Mire, lo único que le queda es ir hasta la circunvalación y probar ahí, debajo de los puentes.

Para colmo, tampoco había ni taxis, ni ómnibus, ni nada. Nos dispusimos a caminar nomás, y luego de unos 20 minutos de atravesar calles desiertas, llegamos al lugar, donde efectivamente había un par de cholas cocinando en unas ollas enormes al fuego de leña. Y alrededor varios parroquianos comiendo y bebiendo.

-Buenas noches, ¿qué se puede comer?- pregunté

Trancapecho respondió una señora gorda con su sombrero de ala ancha.

-¿Trancapecho? ¿Qué es eso?-

-Pruebe. Es lo único que hay.

Y bueno, pedimos entonces dos trancapecho. En un pan grande, tipo hamburguesa, lleva arroz, papas, carne, huevo, tomate, cebolla, locoto verde (un pimiento ají muy picante), pan rallado, sal y aceite.

Lo comimos con unas ganas que exorcizaron cualquier aprensión o prejuicio que pudiéramos haber tenido. Y ya con la panza llena, y el ánimo un poco más reconfortado, volvimos al hotel para dormir.

Al día siguiente se produjeron los enfrentamientos más fuertes entre los campesinos y obreros por un lado, y la policía y militares por el otro. Unos 28 dirigentes sociales y sindicales fueron llevados detenidos al Beni, en el nordeste del país, y el pueblo de Cochabamba pagó con seis muertos y más de 100 heridos.

Pero finalmente, gobierno tuvo que retroceder. El agua siguió siendo un derecho humano y por lo tanto un bien social y gratuito, no una mercancía como es hoy en Córdoba. Aguas del Tunari se fue de Bolivia y ese fue el inicio del fin del neoliberalismo en Bolivia. Dos años después murió Hugo Bánzer Suárez y fue sucedido por su vicepresidente Jorge “Tuto” Quiroga.

La Paz, la guerra del gas

En las siguientes elecciones ganó Gonzalo Sánchez de Losada, un empresario devenido en político que hablaba mal el castellano. Pero no porque su lengua materna fuera el quechua o el aymara, sino porque era el inglés, ya que se había criado y había estudiado en Estados Unidos.

Sánchez de Losada, desconocedor también de la cultura e idiosincrasia boliviana, cometió un error tan grave como el de Bánzer. Quiso exportar el gas boliviano a Estados Unidos sacándolo por los puertos chilenos, lo cual provocó una furiosa reacción popular en todo el país, pero con foco en la ciudad de El Alto.

En octubre del 2003 explota la llamada “Guerra del Gas”, que culmina el ciclo revolucionario iniciado con la “Guerra del Agua” tres años antes. Durante varios días se suceden las protestas, marchas, bloqueos de carreteras y choques con la policía y el ejército. La revuelta popular se salda con 86 muertos y la renuncia y huida hacia Estados Unidos de Gonzalo Sánchez de Losada.

Lo sucedió su vicepresidente, Carlos Mesa, un historiador proveniente de una de las familias aristocráticas de Bolivia. En 2004, cuando organizó una consulta popular para que el pueblo decidiese sobre la exportación de gas, estuve de nuevo allí en El Alto.

Recuerdo que ese domingo 18 de julio me levanté bien temprano y salí de madrugada de mi hotel en La Paz. A las 7 de la mañana ya estaba en El Alto, con 4.200 metros de altura sobre el nivel del mar y un frío que atravesaba los huesos. Quería estar bien temprano para conversar con los alteños, y si era posible con los más conspicuos militantes por el NO a exportar a través de puertos chilenos.

Es que el pueblo boliviano tiene una larga historia de sufrimientos, pero la herida más profunda, que aún hoy sigue abierta, es la de la salida al mar. En la Guerra del Pacífico, a raíz de la explotación del guano y el salitre por parte de empresas británicas radicadas en Santiago, Chile le robó a Bolivia 400 kilómetros de costa y 120 mil kilómetros cuadrados. Y condenó a Bolivia a ser un país mediterráneo. Hasta hoy.

Cuando la jornada electoral empezó se fue calentando también el ambiente y a medida que avanzaba la mañana de ese frío domingo, avanzaban también los piquetes y los bloqueos en El Alto. En un momento, me vi en medio de un grupo de personas que discutían acaloradamente. Uno de ellos me preguntó algo y cuando respondí me identificó como chileno, confundiendo mi acento. Se empezó a arremolinar gente alrededor mío y empezaron a mostrarse agresivos, hasta algunos hablaban de matar. Realmente tuve miedo. Fue uno de los dos momentos que relato en este libro en los que sentí verdadero miedo (el otro fue en Bogotá).

Yo no sabía qué hacer, sacaba documentos que certificaban que era argentino, hasta el carné del club. Pero no había caso, la gente estaba enardecida. Hasta que apareció uno que había estado conmigo conversando bien temprano a la mañana y dio fe de que realmente yo era argentino. Ahí se calmó todo.

Por supuesto que ganó el NO a la exportación de gas, y fue también el golpe de gracia a ese gobierno socialdemócrata, variante engañosa de un mismo sistema de explotación.

Cambio de época

Volví a El Alto cinco años después, cuando ya gobernaba Evo Morales. Estuve en enero del 2009 para cubrir el referéndum constitucional que refundó Bolivia. Entre lo más importante, Bolivia se convirtió en un Estado Plurinacional, reconociendo por primera vez a sus pueblos originarios;  admitió a la Naturaleza como sujeto de derecho; y puso un límite de cinco mil hectáreas al latifundio privado. Ya era otra Bolivia totalmente distinta.

Cuando llegué al aeropuerto de El Alto, me estaba esperando mi amigo César Ajpi, con su flamante esposa Wendy. Con César habíamos estudiado en Israel y lo había acompañado a comprar el vestido de novia en un mercado de Jerusalén. Ahora estaba conociendo a su esposa. Salimos del aeropuerto y de ahí nomás nos fuimos a dar una vuelta por El Alto, en un minibus que se metía por lugares insólitos y no dejaba nunca de tocar bocina.

Casi inmediatamente me empezó a doler mucho la cabeza por la altura, así que entramos a una farmacia y Wendy me compró el “sorojchi pill”, una pastillita para el mal de altura o apunamiento, o sorojchi como le dicen aquí. Además de coquear, el sorojchi pill tiene un efecto más rápido, es recomendable sobre todo para cuando uno recién llega al Altiplano. Es que para el que no está acostumbrado, realmente se sienten los 4.000 metros de altura. Aquí hay un mandato que dice: “En La Paz hay que caminar despacito, comer poquito y… dormir solito”.

Luego insistí en que buscáramos hojitas de coca, así que fuimos al mercado de las Brujas. Cuando llegamos ya estaba oscureciendo, y me quedé maravillado ante semejante espectáculo, era todo un bullicioso mercado típico, pero casi colgado de un precipicio. Un verdadero balcón desde el que se veía allá abajo la ciudad de La Paz. Y a medida que se fue haciendo de noche, la visión era cada vez más hermosa porque se iban prendiendo más y más lucecitas que parecían un reflejo de las estrellas en el cielo.

Estaba lleno de yatiris (personas capacitadas para leer la hoja de coca y hacer ceremonias andinas), una al lado de otra. Había mujeres y algunos hombres también. Wendy le preguntó a una chola si podía leerme la coca y hacerme un altarcito. Así que por unos pocos bolivianos, la mujer me armó un altar en el borde del precipicio, con el Ekeko y varios elementos más entre los que no faltaban cigarrillos, alcohol y por supuesto coca. Me fue diciendo varias cosas, pero lo más impresionante fue que me dijo, sin medias tintas, que ese año me iba a casar. Yo recién estaba saliendo desde hacía un tiempo con la que, efectivamente, en octubre de ese año, se convertiría en mi esposa.

En este viaje encontré otra Bolivia, con otro humor, siempre con la misma fuerza, incluso con los mismos conflictos, pero el gobierno de Evo Morales empezaba a cambiar una ecuación de 500 años. César y Wendy me llevaron hasta Tiwanaku, el lugar sagrado preincaico donde Evo Morales juró cuando asumió como jefe de los pueblos originarios, investido por los amautas (sabios) un día antes de asumir la presidencia del Estado.

Ahí mismo, un sábado lluvioso de enero de 2006, Evo dijo: “… La refundación de Bolivia va a acabar con el Estado colonial. Basta de humillación, de discriminación.

Llegó la hora de cambiar esa mala historia de saquear nuestros recursos naturales. Las privatizaciones se tienen que terminar (…) Hoy día empieza el nuevo año para los pueblos originarios del mundo. Buscamos igualdad, justicia, una nueva era, un nuevo milenio para todos los pueblos del mundo”.

Al día siguiente, según las leyes del Estado boliviano, Evo Morales era proclamado como el primer presidente indígena de la historia constitucional de Bolivia.

En su primer discurso como presidente de Bolivia, en la plaza de San Francisco, donde hasta hace sólo 50 años no se permitía ingresar a los indígenas, Evo Morales dijo: “Anoche no pude dormir, pensando en qué diría hoy, pero a la madrugada me entredormí y soñé que caminaba a orillas del lago Poopó, mientras en el horizonte salía el sol. Yo estoy seguro de que el sol va a salir para toda Bolivia”.

Así, nuestros pueblos vuelven la mirada casi 200 años atrás, cuando en 1809, bajo el liderazgo de Pedro Murillo, se produjo la primera sublevación y la Junta Tuitiva emitió un documento que decía: “Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria; hemos visto con indiferencia por más de tres siglos (hoy son cinco siglos) sometida nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto que, degradándonos de la especie humana nos ha reputado por salvajes (…) Ya es tiempo, en fin, de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía. ¡Valerosos habitantes de La Paz y de todo el Imperio del Perú, revelad vuestros proyectos para la ejecución; aprovechaos de las circunstancias en que estamos; no miréis con desdén la felicidad de nuestro suelo, ni perdáis jamás de vista la unión que debe reinar entre todos para ser en adelante tan felices como desgraciados hasta el presente!”.

Como explica Eduardo Galeano en Las Venas Abiertas de América Latina, nuestra riqueza fue nuestra condena. Y eso se ve más dramáticamente en Bolivia. Primero fue la plata de Potosí, con un saqueo total. El Servicio Geológico y Técnico de Minas estimó que el Cerro Rico produjo desde la colonia hasta hoy más de 60.000 toneladas finas de plata que, con la cotización actual, superaría los 40.000 millones de dólares. Luego fue el guano y el salitre, motivo de la Guerra del Pacífico y de la pérdida de 400 kilómetros de costa y 120.000 kilómetros cuadrados. Más adelante el petróleo y la Guerra del Chaco con la pérdida en manos del Paraguay del Chaco Boreal. Más entrado el siglo XX el estaño, y luego el gas. En el futuro que ya es presente, aparece el litio como la gran riqueza de Bolivia, la mayor reserva del mundo de este mineral fundamental para aparatos electrónicos y baterías.

En una charla con el ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, me contó una anécdota. Llegó al Palacio del Quemado una delegación de ejecutivos de una marca francesa de autos. Venían a conversar con el presidente sobre el litio, previendo ya que el auto del futuro será eléctrico. Después de escucharlos durante una hora, Evo les dijo: “Me parece muy bien todo lo que dicen, todos sus proyectos y planes. Si quieren ser socios del pueblo boliviano, podemos discutirlo, pero ya no patrones. Eso nunca más”.

Al final de mi último viaje a Bolivia, fuimos con César y Wendy a la Feria de las Alasitas, que se hace en un predio cerca del estadio Hernando Siles, a fines de enero. Tiene sus inicios en 1782 cuando el gobernador de La Paz ordenó una celebración en homenaje del Ekeko (dios aymara) para agradecer haber aguantado el cerco de Tupac Katari y su compañera, Bartolina Sisa, que duró en total 109 días y fracasó principalmente por culpa de las divisiones y traiciones en el lado aymara y quechua.

Esa celebración en principio blanca y colonialista, tenía algo de sincretismo, y con el tiempo fue siendo adoptada por el pueblo, hasta convertirse en una de las principales fiestas en La Paz. El pueblo acude a Las Alasitas a comprar todo tipo de miniaturas: casas, autos, ropa, electrodomésticos, materiales de construcción, hasta dinero. Luego lo hacen bendecir por algún amauta con alcohol, sahumerios y pétalos de flores, con la esperanza de que el Ekeko transforme aquellas miniaturas en realidades.

Recuerdo que el enorme cartel que daba la bienvenida a la Feria de las alasitas en enero de 2009 decía así en aymara: Machaq Pachax kutt’ anxiwa. Y en castellano: El nuevo tiempo ya está retornando.

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