Cuadernos de un viajador 1- Capítulo Honduras-
28 de junio de 2009. Golpe parlamentario en Honduras.
Sacan a Mel Zelaya en piyama y a punta de pistola, los militares lo suben a un avión que hace escala en la base militar yanqui de Palmerola y luego lo llevan secuestrado a Costa Rica.
Estuve con él cuando intentaba volver a su país desde Nicaragua. Con él y con su familia. Allí conocí a Xiomara Castro, su compañera y hoy presidenta electa de Honduras.
Un ejemplo de mujer que enfrentaba cara a cara a los militares golpistas y encabezaba la resistencia popular, aguantando la represión.
Todo eso está contado en el capítulo de Honduras del libro Cuadernos de un Viajador 1.
Aquí se los comparto por si les interesa
Capítulo Honduras. Libro Cuadernos de un viajador 1
Cuando llegué al aeropuerto de Toncontín, no fue muy fácil sortear una oficina de migraciones mucho más celosa que lo esperable. Que para qué venía, que si era turista o venía a trabajar, que si por casualidad yo no era periodista, etcétera, etcétera. Por supuesto que no. ¿Periodista yo? No señor, en realidad vengo a pasear, vengo a conocer. No me creyeron mucho los empleados de migraciones. Con cara seria y casi sin mirarme, sellaron mi pasaporte y pasé. Era el 21 de julio de 2009. Poco antes de un mes atrás, un golpe había desalojado del poder al presidente constitucional José Manuel Zelaya. Luego, ya en el taxi, empecé a darme cuenta de que encontraría una sociedad totalmente dividida, porque el taxista me decía una cosa y las paredes me gritaban otras totalmente distintas. El ambiente que se vivía en la capital de Honduras se parecía a las calmas que anteceden a las tormentas. Después de instalarme en el hotel, salí a la calle a hablar con la gente. En un bar llamado Paradiso, donde se congregaban artistas e intelectuales ligados a la resistencia contra el golpe, su dueña Anarella me contó: «A mi marido se le perdió el documento y a mí se me venció el pasaporte, pero no pienso hacer esos trámites ahora, porque no serían válidos; documentos entregados por un gobierno ilegal, serían ilegales». Luego fui a comer al restaurante «La milonga», cuya dueña, Cristina Taboada, era una argentina de Avellaneda. Para ella, que había sufrido la represión y el exilio de nuestra última dictadura cívico-militar, al cabo de 33 años volvieron los fantasmas: «Llegamos en mayo de 1976. Para la época del golpe militar vivíamos en La Plata, teníamos dos hijos y decidimos venirnos porque la cosa se puso muy fea. Hace 33 años de aquello y parece una locura que ahora esté pasando aquí. El 26 de junio, cuando ya había movimientos y rumores, me preguntaron si podría haber un golpe. Les dije que no, que, de ninguna manera, que era una locura. Por eso todavía no lo puedo creer». Esa tarde recorrí Tegucigalpa, una típica ciudad centroamericana, donde valen más las señas que las calles y los números. ¿Que dónde la sede de la Comisión de Familiares de Desaparecidos? De la plaza, cinco cuadras hacia el norte y media hacia el este. Hablé con mucha gente y a la tardecita fui con René Amador a un comedor para reponer energías. En la entrada me señaló un cartel que decía: «Prohibido entrar con armas». «Es que aquí todo el mundo anda armado, es normal», me explicó mi amigo. Al llegar esa noche al hotel y pedirle al conserje una conexión de Internet para escribir, se me acercó un muchacho de unos treinta y pico. Era el dueño. Se presentó como Ricardo Maniego, abogado, peinado para atrás con gomina. «¿Así que usted es periodista, de Argentina? Qué bien». Se esforzó entonces por explicarme que «se trata de una sucesión constitucional absolutamente legal, porque el único que violó las leyes y la constitución fue Zelaya al querer perpetuarse en el poder. Lo que pasa es que está muy influido por comunistas y narcotraficantes como Chávez o Evo Morales». Demasiado para esa primera jornada. Me fui a dormir pensando en lo dividida que estaba la sociedad hondureña. Al día siguiente me levanté temprano y comí todo lo que me dieron de desayuno, que suele incluir frijoles (porotos), huevos y frutas. Después de eso fui a dos marchas: una a favor del golpista Roberto Micheletti y la otra, del presidente Zelaya. En la movilización golpista, llamada «Marcha por la paz», la mayoría de los concurrentes eran de clases medias y altas. Marchaban por el Boulevard Supaya hasta el Estadio Nacional vestidos de blanco y con banderas de Honduras. Las pancartas eran en apoyo a las Fuerzas Armadas y en contra de Zelaya, pero también un objetivo recurrente era el presidente de Venezuela Hugo Chávez. La más llamativa decía: «Sí somos golpistas, contra la corrupción, el continuismo, la dictadura y el comunismo». Una de las organizadoras, Ernestina Mejía, marchaba de impecable blanco. Pertenecía al Movimiento Unión Cívica (un nombre que me recordó al Comité Cívico de Santa Cruz de la Sierra en el intento de golpe de un año antes contra Evo Morales). Ella me aseguró: «Aquí no hay ningún golpe, hay una sucesión constitucional, sacamos a Zelaya porque nos quería llevar al socialismo del siglo XXI de Chávez, comunistas y narcotraficantes». En un momento, la marcha blanca hizo un alto frente a la oficina del comisionado de los Derechos Humanos de Honduras, Ramón Custodio. El hombre salió a la puerta y los manifestantes lo vitorearon con grandes muestras de afecto. Cuando le consulté en referencia a la terrible represión por parte del gobierno de facto, me dijo: «No sé de qué muertos me habla, no se deje llevar por rumores». -El Sindicato de Telefónicos está denunciando dos muertes entre sus dirigentes. -A mí no me consta, aquí no denunciaron nada. -Pero usted sabe que en estas circunstancias, es muy difícil hacer denuncias oficiales. -No se deje llevar por rumores o por propaganda de ciertos grupos. En eso, los manifestantes empezaron a increparme y se notaba que el horno no estaba para bollos, por lo que me tuve que ir de ahí. En un punto del recorrido, las marchas pasaron cerca. Había un cruce de autopistas a distintos niveles; por arriba pasó la marcha blanca y por abajo había pasado hacía un rato la marcha en favor de Zelaya, en la que predominaba el rojo. Algunos relegados de uno y otro lado se cruzaron en una escaramuza que no pasó a mayores por la intervención de la policía. Entonces me cambié de marcha. Tuve que correr un poco para alcanzar la roja. Era otra cosa, completamente distinta en su conformación social. En ésta había trabajadores, se respiraba pueblo. Finalizaba en el Parque Central (la plaza principal de la ciudad) con la intervención de líderes de distintos movimientos sociales. Allí, el dirigente de Vía Campesina Rafael Alegría me dijo: «El tiempo del diálogo se ha acabado, somos un pueblo pacífico, pero también sabemos luchar». Otro de los líderes de la Coordinadora de Resistencia al Golpe, Juan Barahona, remarcó: «El presidente Zelaya tal vez vuelva el viernes (por el viernes 24 de julio), pero nosotros estaremos en las calles, y lo único que podemos esperar de este gobierno golpista es más represión. Hay un solo muerto oficial, pero varios desaparecidos. Y el pueblo ya no tiene paciencia, hay que tener cuidado porque hay muchas armas en manos de civiles». En ese momento comenzaron las corridas. Era la policía que empezaba la represión. Presencié en directo los abusos, los golpes, los gases. Cerca de mí hicieron caer a Carlos Reyes, uno de los principales políticos independientes, y en el piso lo siguieron golpeando. Terminé en el Hospital Escuela, adonde llegaban los heridos, y adonde también entró la policía a detener gente y tirar gases, sin respetar nada, ni siquiera un lugar tan protegido en estos casos como un hospital. El golpe Honduras ha vivido un largo recorrido de intervenciones estadounidenses. Ya en los años ’30 del siglo pasado, la influencia de la United Fruit Company y la Standard Fruit Company, dio origen a la expresión «república bananera», para representar la idea de lo que fue casi un protectorado de los intereses privados y públicos de Estados Unidos. Más tarde, en los años ’50, Honduras fue la base de operaciones para la injerencia norteamericana contra Guatemala, que terminó en el golpe militar de 1954 contra Jacobo Arbens. Luego vino una dictadura militar de más de dos décadas, hasta que los hondureños votaron en noviembre de 1981 y eligieron como presidente a Roberto Suazo Córdova, del Partido Liberal. Pero a partir de la victoria de la Revolución Sandinista en Nicaragua (el 19 de julio de 1979) Honduras empezó a ser la mimada de Estados Unidos, que acrecentó su presencia y convirtió al país directamente en una plataforma militar yankee. Sirvió de base a los contras en Nicaragua, incluso con el recordado escándalo del Irán Gate, y también a la contrainsurgencia en El Salvador. La Casa Blanca, habitada por el actor Ronald Reagan, envió como embajador a Tegucigalpa a John Negroponte, un ex agente de inteligencia de la Guerra de Vietnam. Paradójicamente, la represión se acrecentó en esos años luego del retorno de la democracia formal. La Doctrina de la Seguridad Nacional seguía más vigente que nunca y durante toda la década de 1980 se aplicó en Honduras un terrorismo de Estado feroz. En ese período, concretamente en 1982, se sancionó la constitución vigente en Honduras, la que Mel Zelaya quería reformar con el proceso de la cuarta urna. Pero la excusa de la oligarquía y los militares era que esa constitución contenía artículos «pétreos» que no pueden ser modificados nunca. Ése fue el argumento central para dar el golpe del 28 de junio. Es decir que las estructuras de poder y de dominación del pueblo estaban garantizadas por la constitución de 1982, hija de la peor época del terrorismo de Estado. En la consulta popular no vinculante del 28 de junio, se iba a auscultar la voluntad del pueblo sobre la posibilidad de que en las elecciones del 29 de noviembre de 2009 se expidiera en torno a la necesidad o no de una Asamblea Constituyente. Ahora bien, ¿eso significaba que Zelaya quisiera perpetuarse en el poder? De ninguna manera. Ésa es la principal mentira de los golpistas y su principal herramienta: los medios de comunicación hegemónicos en todo el mundo. Lo cierto es que en ningún caso Zelaya hubiera podido presentarse a la reelección. De haberse hecho una Asamblea Constituyente, ésta se habría reunido en 2010, y en caso de reformar la constitución para permitir la reelección del presidente, ese cambio hubiera beneficiado a otro, nunca a Zelaya. La propuesta de la consulta popular fue apoyada por la mayoría de los sindicatos y movimientos sociales del país. Pero unos días antes de que se hiciera, la Corte Suprema de Honduras la declaró ilegal a petición del Congreso, dos reservorios de la oligarquía vernácula. Se creó entonces un conflicto de poderes, en medio del cual las Fuerzas Armadas actuaron de árbitro y los hondureños se despertaron el domingo 28 con la noticia de que nuevamente había un golpe de Estado en marcha en su país. De madrugada, los militares hondureños secuestraron al presidente de su casa, lo llevaron a la base militar estadounidense de Palmerola, y de ahí en un avión militar a Costa Rica. De hecho, apareció dando una conferencia de prensa en el aeropuerto de San José, todavía con el pijama puesto. Una imagen surrealista. A la frontera Secuestrado el presidente, los crápulas del Congreso aceptaron una renuncia que nunca existió, y consagraron como primer mandatario de facto al presidente del Congreso, Roberto Micheletti. El domingo cinco de julio, Zelaya intentó volver por primera vez a su país, vía aérea, acompañado por Miguel D’Escoto, un sacerdote tercermundista nicaragüense convertido en presidente de la Asamblea General de la ONU. Ese día, se reunieron en las afueras del aeropuerto de Toncontín miles y miles de ciudadanos esperando por su presidente. Del lado de adentro del alambrado, cientos de militares apostados, dispuestos a actuar contra el pueblo o contra el presidente. Y varias tanquetas en medio de la pista para evitar el aterrizaje. En un momento de confusión, las hienas aprovecharon para iniciar la represión y en medio de los gases y las balas de goma, una bala de plomo impactó contra Isis Obed Murillo, un chico de 19 años que se transformó en el primer mártir de esta historia. Desde ese momento, el pueblo hondureño estuvo en la calle cada día, a pesar del estado de sitio que obligaba a que nadie anduviera por fuera de su casa entre las nueve de la noche y las seis de la mañana, bajo amenaza de cualquier cosa. Así pasaron las primeras semanas. Volvemos a mis días en Tegucigalpa. Ese jueves 23 de julio, la capital del país amaneció paralizada, sin clases ni atención médica en los hospitales, con todas las carreteras cortadas y las distintas organizaciones populares preparando sus viajes para ir a la frontera a esperar a Zelaya, que intentaría por segunda vez volver (el día viernes). Pero ese mismo jueves tuve que tomar una decisión. Una periodista que escribía para el diario Times de Londres me invitó a compartir un taxi especial para ir a la frontera con Nicaragua. La situación de incertidumbre, el estado de sitio y la tensión eran tales que probablemente siguieran creciendo y el viernes fuera difícil hacer el viaje, por lo que decidí ir un día antes con la periodista inglesa. Pagamos el taxi a medias, por anticipado, con la aceptación nuestra de que llegaríamos hasta donde pudiéramos o donde nos permitiera el Ejército. Salimos ese jueves a las 11 de la mañana y luego de atravesar sin mayores problemas un par de piquetes de la resistencia, nos encontramos con el primer retén de la policía. Nos hicieron bajar del auto, mostrar documentos, bolsos y explicar por qué y para qué estábamos ahí, y sobre todo por qué y para qué estábamos camino al sur, hacia la frontera con Nicaragua. Así fue en cada uno de los 13 retenes que tuvimos que sortear para hacer 150 kilómetros, apelando a veces a la mentira, al pedido amable o a la amenaza de escándalo en la prensa internacional. Lo más complicado fue en Danlí y luego en El Paraíso, los últimos pueblos antes de la frontera. Ahí ya no eran policías sino militares los que cerraban total y absolutamente el paso de cualquier persona. En El Paraíso tuvimos la suerte de que Carlos, el chofer, se animó a meter su taxi Mazda por un camino lateral de tierra que unos pobladores nos habían indicado para poder eludir el cerco del Ejército. Finalmente, a las tres de la tarde ya estábamos en el paso fronterizo de Las Manos, adonde nos tuvo que dejar Carlos. Nosotros, una inglesa y un argentino, sí podíamos salir del país, pero él, que era hondureño, no. Cruzamos caminando. Primero hicimos sellar nuestros pasaportes en la salida, aunque los soldados hondureños se esmeraron en hacernos perder tiempo a propósito. En una frontera totalmente militarizada, pasamos por una «zona de nadie» y una vez del otro lado, un oficial nicaragüense nos dijo en voz alta para que escucharan sus pares hondureños: «Bienvenidos, ahora están en un país donde hay libertad de prensa y se van a respetar todos sus derechos». Los militares hondureños miraron con mala cara, el ambiente se cortaba con un cuchillo. Luego seguimos nuestro camino como pudimos, principalmente en esos colectivos amarillos que se ven en las películas yanquis, que sirven de transporte escolar en Estados Unidos y luego cuando están viejos van a parar al sistema de transporte de cualquier país de Centroamérica. Pero ésa es otra historia, volvamos a lo que pasaba del lado hondureño de la frontera. No todos tenían la suerte de poseer un carnet de prensa internacional, así que cada hondureño que intentaba movilizarse por el país, y mucho más hacia la frontera, debía enfrentarse a los retenes. La mayoría de ellos llegaron sólo hasta El Paraíso, a 10 kilómetros del paso de Las Manos. Entre ese jueves y viernes no dejó de llegar gente a El Paraíso, un pueblito chiquito de frontera que se vio totalmente colapsado. Eran habitantes pobres de todos los rincones del país, en especial campesinos, pero también obreros y estudiantes. Ocuparon los parques y plazas porque, como es lógico, no tenían dinero para pagar hospedaje. Por otro lado, la represión arreciaba. Algunos denunciaron que entre las balas de goma, de vez en cuando aparecía alguna de plomo. (Es muy fácil distinguir un tiro con bala de goma, que hace un estruendo seco, del de bala de plomo, que produce un zumbido). Entre sus consecuencias, la peor fue el caso de Pedro Magdiel Muñoz Salvador. Era un muchacho de 23 años, albañil de un barrio pobre de Tegucigalpa. Ese viernes 24 de julio, mientras Zelaya fracasaba en su intento de entrar caminando a Honduras, Pedro estaba en El Paraíso, hasta donde había podido llegar con su moto. Era ya el atardecer y estaba en primera línea, frente a frente con los soldados y policías apostados y armados hasta los dientes. Dicen algunos testigos que hizo una fogata y comenzó a tirarles el humo a los militares, hasta que lo detuvieron, cerca de las siete de la tarde. A la mañana siguiente apareció su cuerpo, en el mismo lugar, con las muñecas y los dedos de las manos quebrados –signos de haber sido torturado– y 36 puñaladas en la espalda. Un claro mensaje mafioso del terrorismo de Estado desatado por un ejército asesino. «La gente nos fue a buscar al piquete para que vayamos y le tomemos fotografías», me contó Dick Emanuelsson, periodista sueco amigo mío. «Nunca voy a poder olvidar su cara, su expresión, sus ojos abiertos», agregó Miriam Huezo, su compañera. Enmontañados Ante tanta represión, los campesinos empezaron a «enmontañarse». Es decir, la gente empezó a internarse en esas montañas selváticas tan típicas de Centroamérica, para intentar pasar al lado nicaragüense en busca de su presidente. Eran grupos de diez o quince. Casi todos habían dejado a sus familias y se aventuraron con lo puesto. Caminaban entre seis y ocho horas por las montañas, harapientos, con hambre y sed y con los pies deshechos; muchos de ellos empezaron a sufrir enfermedades dermatológicas o respiratorias. En la larga espera del lado nicaragüense, cada tanto alguien daba el alerta, y señalaba hacia las montañas verdes, donde se veían puntitos. Eran los enmontañados. Cuando llegaban por algún sendero, salían a su encuentro los demás, se abrazaban con inmensa emoción y coreaban consignas de resistencia, envalentonados por la proeza conseguida. Era conmovedor. Sin embargo, no todos los intentos terminaban bien. La montaña centroamericana, al ser tan selvática, es más difícil para el que no la conoce, porque no hay ni cañadas ni ningún otro accidente que a uno lo pueda orientar. Muchos grupos se perdían, y cuando bajaba la noche se hacía cada vez más difícil, con las patrullas militares hondureñas pisándoles los talones.
Desde los helicópteros los atemorizaban con megáfonos, gritándoles: «Paren, vuélvanse o les disparamos», una forma de terror psicológico. Y a veces les disparaban, con balas de salva e incluso, según algunos testimonios, con balas de plomo. Por esos días desaparecieron decenas de campesinos enmontañados. Según la Comisión de Familiares de Desaparecidos de Honduras (COFADEH), no hay un registro certero de las desapariciones, pero se calculan decenas. Según lo que me contaron los hermanos René y Guillermo Amador, líderes juveniles del Frente Nacional de Resistencia contra el Golpe de Estado, los grupos de elite Cobra mataban a campesinos en plena montaña y a puñal. Esto, por dos motivos principales: primero, porque es una forma de dejar dudas sobre la autoría del asesinato, ya que no existe manera de investigar la bala o su calibre (como cuando se usa un arma de fuego); y segundo, porque en el marco de la mente perversa de estos asesinos, tiene más valor matar «a mano» que, con un arma de fuego, más allá de que el que está enfrente sea un indefenso campesino. Ese sábado 26, con un equipo de documentalistas hondureños, militantes internacionalistas y también sandinistas nicaragüenses, me interné en la montaña para buscar a un grupo de enmontañados que sabíamos que tenían que llegar, y en el cual venían los diputados Silvia Ayala y César Ham, del partido de izquierda Unificación Democrática. El piso era arcilloso y cubierto en gran parte por hojas y gramilla, con una tupida vegetación que en muchos lugares dificultaba el paso. Pero lo que más entorpecía el camino era la falta de luna, que hacía que la noche fuera cerrada. No podíamos abusar de las linternas porque era peligroso ante la cercanía de la línea fronteriza y la posibilidad de que hubiera patrullas de militares hondureños por la zona. Después de una hora de dificultosa caminata los encontramos. La alegría contenida se reflejó en comentarios en voz baja: «Bienvenidos compañeros, están en el territorio libre de Nicaragua, ya no se preocupen». Las caras mostraban el abatimiento mezclado con una alegría que infundía más coraje. «Fue terrible –me dijo César Ham– no sólo por lo complicado del camino, sino también por el seguimiento del Ejército. Éramos un grupo grande, pero algunos se lesionaron y fueron quedando en el camino. No hemos comido en todo el día, pero estamos contentos porque aquí nos están recibiendo compatriotas nicaragüenses. Quiero dejar en claro que no venimos huyendo, ni tampoco exiliados, venimos a seguir organizándonos porque la lucha continúa. Vale la pena cualquier sacrificio, cualquier dolor, siete horas de caminata, porque aquí no sólo se juega el futuro de Honduras sino el de toda América Latina». Tenía razón, fue el primer neogolpe exitoso, ya que habían fracasado los de Venezuela (2002) y Bolivia (2008), y luego del «éxito» del golpe en Honduras, también lo tuvieron los de Paraguay y Brasil. Y a su modo, el golpe continuo en Argentina, que terminó en un cambio de modelo decidido en las urnas. Vitalino Álvares era uno de esos tantos campesinos que habían llegado por la montaña y que no sabían cómo volverían, porque Micheletti los había acusado de traidores a la patria. «El único traidor a la patria es él, que usurpó el poder y ahora está asesinando al pueblo. Nosotros estamos con esta gente que son verdaderos patriotas que están arriesgando sus vidas por sus ideales de democracia y justicia», dijo Silvia Ayala. Vitalino, de unos 60 años, era de la zona norte del país, cerca de San Pedro Sula. En su juventud había sido guerrillero del Movimiento Revolucionario Francisco Morazán. Pero en el campamento de refugiados de Ocotal (el primer pueblito del lado nica) ese sábado a la noche miró a sus compañeros de lucha y me dijo en voz baja: «Nos falta organización, y me da pena ver que los que están rodeando al Presidente son burócratas. Sin embargo, sigo creyendo en mi comandante Mel, por ahora». Vitalino recordó sus viejas épocas de lucha armada y con lágrimas en los ojos se descargó: «Acá tendrían que estar todos, pero por ejemplo mi comandante de aquella época, ahora se olvidó de todo. Yo sigo luchando por lo que creo, como tantos hondureños que pueden verse aquí». Era cierto todo lo que decía Vitalino. Se veía una resistencia heroica, pero se notaba la falta de organización, tanto en Tegucigalpa como en El Paraíso y también en Ocotal, del lado nicaragüense. Es que el pasado tiene su correlato en esta hora histórica, en la que se combinan el terrorismo de Estado con una resistencia voluntarista, heroica, pero desorganizada. Mientras tanto, la prensa concentrada jugando para los golpistas, ignorando a los más de 11 mártires que ya había en ese momento. El presidente pisa suelo hondureño En la cara del hombre se mezclaba la extenuación, la emoción, la incertidumbre, la desorientación, la bronca, todo eso. Caminó despacio, abriéndose paso entre la multitud de micrófonos y cámaras y entró en territorio de su país. Fue hasta un cartel que dice «Bienvenidos a Honduras»; lo tocó y lo acribillaron a flashes. Los militares y policías hondureños, en verdad sus subalternos, habían retrocedido y miraban entre ingenuos y desconfiados desde unos 50 metros. Fue cerca del mediodía, cuando el presidente constitucional de Honduras, Manuel Zelaya, entró unos cinco metros en territorio de su país después de 26 días de haber sido secuestrado de su cama a las cinco de la mañana. Lo había dicho la noche anterior en un hotel de las afueras de la heroica ciudad de Estelí, baluarte sandinista en la guerra de los contra, en el norte de Nicaragua: «Estoy caminando despacio desde Managua hasta Tegucigalpa». Hasta ese momento, nadie sabía por dónde intentaría «Mel» Zelaya atravesar la frontera, si por alguno de los tres pasos fronterizos o por los innumerables puntos por donde se puede permear esta frontera de 922 kilómetros que divide a Nicaragua de Honduras. Finalmente, ese viernes comenzó a dilucidarse el misterio cuando arrancó la caravana de unos 50 vehículos desde Estelí con dirección al norte. Antes de la localidad fronteriza de Ocotal, en el cruce de Yalagüina, Zelaya frenó el Jeep blanco que conducía él personalmente, con el canciller de Venezuela, Nicolás Maduro, como copiloto. En medio de la ruta, se instaló una mesa con una silla. Ni siquiera un vaso de agua le acercaron. Y se sentó el presidente hondureño destituido, dispuesto a responder las preguntas de los periodistas. «El pueblo está apoyándonos y la comunidad internacional ha condenado esta forma de tomar el poder. El Mercosur fue categórico en declarar que no dejará que se consolide el golpismo, y les agradezco a todos los presidentes, especialmente a la presidenta Cristina Kirchner que pidió la unidad de los países de América del Sur para tomar acciones contra este régimen represivo», dijo Zelaya. Mientras el presidente atendía su teléfono celular, conversé con el entonces canciller de Venezuela, Nicolás Maduro, quien me dijo: «Éste es un plan de los sectores más reaccionarios de Estados Unidos. Están involucrados la CIA, el Departamento de Estado y la derecha republicana, que se han complotado para hacer este golpe de Estado. Pero vamos a tener la capacidad de dilucidarlo y demostrar la verdad al mundo».
-¿Ha sido sólo un golpe a Zelaya y a Honduras, o al Alba? -Esto va incluso más allá del Alba, ha sido un golpe contra todos los pueblos de Sudamérica, de Centroamérica y del Caribe, y por eso es tan importante no dejarlo pasar. -Si el presidente Zelaya logra revertir la situación, ¿será también un gran espaldarazo al proceso del Alba, así como lo fue el fracaso del golpe de 2002 en Venezuela?
-Mire, acá juegan los golpes y los contragolpes. Nosotros estamos en un contragolpe democrático, pacífico, constitucional contra los golpistas. En eso, Zelaya llamó a Maduro y raudamente volvieron a subir al Jeep blanco para retomar el camino al norte, rumbo a la frontera con Honduras. En medio del tumulto, por un momento perdí a mis compañeros y me tiré literalmente adentro de la caja de una camioneta. Así conocí a Mariano Vázquez, un cineasta argentino, que me imitó y también se zambulló en la camioneta. A partir de ahí compartimos el viaje hasta Tegucigalpa de nuevo. Los dueños del vehículo eran de una productora y estaban grabando un documental: Katia Lara, la directora, y Carlos Del Valle, el camarógrafo y productor. Luego de meses, el documental ¿Quién dijo miedo? recorrió el mundo denunciando el golpe. También vino a la Argentina. La caravana pasó por la localidad de Ocotal, donde hombres, ancianos y sobre todo niños salían a su encuentro y saludaban, muchos de ellos agitando banderas rojinegras del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Una media hora después, estaba llegando al paso fronterizo de Las Manos. En ese momento se desató una típica tormenta tropical que obligó a Zelaya y a los periodistas a buscar refugio bajo el techito de hojas de plátano de un típico quiosquito de frontera, que vendía frutas, helados y café. Cuando amainó, caminó hasta el puesto de migraciones del lado nicaragüense y saludó a los empleados. Entre ellos estaba Ángela Martínez, empleada de migraciones de Honduras, que no podía disimular su alegría de conocer y saludar a «su» presidente, aunque en ese momento estuviera corriendo serio peligro su trabajo… y su vida. Y así, de a poco, Zelaya se fue acercando a la «tierra de nadie», esos 10 metros que están entre la cadena que delimita el territorio nicaragüense y la que marca el de Honduras. Los mismos 10 metros que habíamos cruzado el día anterior con la periodista inglesa. Del otro lado de la cadena, un nutrido grupo de militares y policías hondureños miraban todo con cara de nada. Hasta que Hollman Morris, un corresponsal colombiano, y yo entablamos un diálogo con el jefe del escuadrón, el teniente coronel Luis Recarte.
-¿Tienen orden de captura contra el presidente? -No, nosotros no podemos arrestar a nadie, para eso está la policía. -¿Y entonces cómo se explica que a Zelaya lo arrestaran militares durante el golpe de Estado? Silencio del otro lado.
-¿Si no lo va a arrestar, qué órdenes tiene? -Hablar con el señor Zelaya.
-¿Hablar de qué? -Simplemente hablar, como caballeros. En ese momento, Hollman le pidió el número de celular al oficial, quien ante el asombro de todos los presentes, se lo dio y le dijo a mi compañero que Zelaya lo llamara, cosa que ocurrió minutos después. Cuando le dieron las novedades a Mel, éste pidió un celular y marcó el número del teniente coronel. «Sí señor, aquí lo espero para que hablemos, le doy mi palabra que no le va a pasar nada y hasta si quiere me desarmo», le dijo el teniente coronel Recarte a quien en realidad era su verdadero comandante en jefe. A los 10 minutos llegó Zelaya en medio de la nube de luces y micrófonos que lo acompañó durante todo el día. Llegó hasta la cadena y le estrechó la mano al oficial del ejército.
-Mucho gusto, teniente coronel, vengo a ver si puedo pasar la frontera.
-Por supuesto señor, si éste es su país.
-Bueno, pero quiero garantías, por favor comuníqueme con el comandante de la región. El militar se retiró con esa misión, pero nunca más volvió. El campamento de Ocotal Zelaya estuvo una hora más o menos en territorio hondureño, y luego emprendió la vuelta hacia Ocotal, el primer pueblito del lado nicaragüense. Los campesinos llegados desde el otro lado, atravesando a duras penas las verdísimas montañas, eran más de 500. Ya al anochecer comenzamos a colaborar en la organización de los grupos para ver qué comerían y dónde dormirían. Para esto, contábamos con la solidaridad del gobierno de Nicaragua, que puso a disposición un galpón de un polideportivo, alimentos y agua. Allí conocí a Adac Mendoza, un joven sandinista que había estudiado medicina en la ELAM (Escuela Latinoamericana de Medicina, de Cuba). Él y otros médicos voluntarios, de distintos países, se pusieron a atender por su cuenta a los enfermos, la mayoría con escoriaciones en los pies por las larguísimas caminatas, o afecciones estomacales por la mala comida o la carencia de ella. La noche del domingo, Zelaya juntó a los periodistas que estábamos con él desde hacía tres días e improvisó una conferencia de prensa.
Allí, en el galpón, tan ojeroso como estábamos todos, dijo: «Quiero dar un especial reconocimiento y agradecimiento al pueblo de Nicaragua, al pueblo de Sandino, al presidente Daniel Ortega, a todos los nicaragüenses, por esta hospitalidad y esta solidaridad, lo digo como patriota centroamericano, hijo de Morazán, me siento muy emocionado de estar en Ocotal, la tierra donde Sandino ganó su primera batalla contra los invasores. Quiero agradecer a todos los compañeros que están llegando hasta aquí, qué gran esfuerzo han hecho ustedes compañeros. A quienes han venido de todas las profundidades de Honduras. Acá hay campesinos, maestros, gente que ha caminado tres, cuatro, siete horas escapando a los retenes. En este momento siento que tengo que estar con ellos, con este pueblo hondureño que canta, que llora, pero sobre todo que lucha. Entonces, ¿cuánto tiempo voy a estar aquí en el Ocotal? El tiempo que sea necesario y el tiempo que el pueblo hondureño me lo exija. A mí me gustaría tomar el nombre de todos los que están luchando en Honduras y aquí en Nicaragua, tomar los nombres de todos los mártires que están cayendo bajo las balas del tirano. Sepan que sus nombres van a estar escritos con letras de bronce en la historia por su heroísmo y patriotismo. Aquí nos vamos a organizar en columnas de ciudadanos para apoyar al Frente Nacional de Resistencia contra el Golpe. No sé por qué me apuntan con los rifles, si lo único que queremos es justicia. A mi familia, mi esposa, mis hijos y mi madre, que están detenidos en este momento cerca de la frontera y no los dejan que lleguen aquí a abrazarme». Al día siguiente regresé a Tegucigalpa. Pasado el poblado de El Paraíso, donde todavía había pueblo esperando poder cruzar a Nicaragua para abrazar a su presidente, llegué a Jacaleapa, a 40 kilómetros de la frontera, donde estaban acampadas al costado de la ruta Hortensia, Xiomara y la Pichu, madre, esposa e hija de Zelaya. A veces se dice como al pasar que las mujeres son la resistencia en momentos duros. Pero en este caso, era una realidad palpable.
Le pregunté a Xiomara por el futuro, más allá de la resistencia y la lucha. -Lo que hace falta para construir una alternativa a los partidos tradicionales es darle más participación al pueblo. Bueno, eso era lo que se estaba haciendo y por eso nos dieron el golpe de Estado. Se le ha dado más poder al pueblo y se les han dado razones para luchar y exigir por sus derechos y vamos para allá independientemente de lo que suceda. Independientemente de si el Presidente regresa o no, ésa ya es una lucha que trasciende al Presidente, es una lucha de la gente, una lucha del pueblo. Y a través de esa lucha, ya podemos decir: misión cumplida, podemos regresar a la casa con el orgullo de decir que no sólo dejamos obras físicas, sino también una nueva mentalidad en el pueblo. -Ustedes tenían una vida tranquila, eran parte del establishment. ¿Se arrepiente de haber tomado este camino que hoy por hoy la tiene acampando en una ruta con su esposo del otro lado de la frontera? -Yo no me arrepiento de acompañar al Presidente en todo el esfuerzo que ha hecho. Tampoco de la lucha que se ha logrado. Honduras tiene siete millones de habitantes y sólo uno es Presidente. Cuando uno llega a estas posiciones, tiene la oportunidad de cambiar la historia del país. Entonces no debe haber arrepentimiento, y menos cuando uno ve la respuesta del pueblo (se le llenan los ojos de lágrimas y señala a los cientos de campesinos que la acompañan en el campamento). Hoy más que nunca me siento orgullosa de ser hondureña, te lo digo de todo corazón, de vivir en esta tierra, con esta gente. Me corrí y la busqué a Hortensia Esmeralda, la mamá de Zelaya. Al principio no pudo hablar, se quebró en llanto. Y luego de reponerse me confió: «Mire, nosotros venimos de una familia de agricultura y ganadería a gran escala. Somos dueños de muchas propiedades. Somos gente poderosa, tenemos 35 años de poner presidentes de Honduras, sufriendo algunas decepciones y viendo que no salíamos del atraso. Pero siempre estuvimos al lado del pueblo, por eso apoyamos las políticas que ha llevado adelante mi hijo». Por último, me acerqué hasta la caja de una camioneta donde estaba la Pichu –hija de Zelaya–, de 24 años, estudiante de comunicación social, ojos negros penetrantes. Ante un puñado de seguidores, empezó a cantar la canción de la cordobesa Liliana Felipe: «Están atrás, van para atrás, piensan atrás, son el atrás, están detrás de su armadura militar. Nos tienen miedo porque no tenemos miedo…»
-¿Realmente no tenés miedo? – Después del golpe, estuve unos días refugiada en una embajada. Pero a los tres días le dije a mi papá que no quería seguir así, y menos irme del país. Yo voy a seguir peleando con el pueblo, quiero estar con ellos, y a mi padre, para liberarlo de la carga, le dije que él ya no es mi padre, él es el líder al que sigo, me desligué de él y lo desligué de mí para que pueda actuar libremente.
-Sos la única de la familia que estaba con tu padre el día del golpe. ¿Cómo fue? -Sólo mi papá y yo estábamos en la casa el día del asalto. Fue a las 5.30 de la mañana. Yo estaba en el baño y ahí escuché el primer disparo, luego otro y tres más y mi papá grita «Pichu, Pichu, Pichu nos están dando el golpe». Yo me encerré en el cuarto, debajo de la cama y empecé a hacer llamadas: a mi hermano, que hizo el anuncio a la OEA; a un amigo del Bloque Popular; y a otros alertando la situación. Ellos (los militares) llegaron disparando, gritando «arriba las manos», y mi papá les dijo que si la orden era matarlo que lo hicieran. Mi edecán saltó las verjas y cerró todas las puertas, por eso no pudieron encontrarme, allí me quedé más de media hora. En el taxi hacia el aeropuerto veía más y más pintadas contra los golpistas que las que había 10 días antes cuando llegué. Sin embargo, el taxista me dijo que todo estaba tranquilo, que no había golpe ni represión. Volví a pasar Migraciones, esta vez sin problemas. Y ya en mi asiento al lado de la ventanilla, miré la bandera de Honduras ondear. La vi herida, llorando. Sus cinco estrellas simbolizan a los cinco países de lo que fue en el siglo XIX la Federación Centroamericana: Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Esas estrellas representan el destino cruzado de los pueblos de Centroamérica. Pero más allá de eso, pensé en ese momento que no sólo Centroamérica, sino toda América Latina está ligada al destino de Honduras. Lamentablemente, el golpe fue un anuncio del cambio de aires políticos que luego se extendió por toda la Patria Grande.