Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

LAS BANDERAS DEL MUNDIAL «PERÚ»

marzo  2018 / 6 Comentarios desactivados en LAS BANDERAS DEL MUNDIAL «PERÚ»

Capítulo 10 del libro Embanderados. La emancipación de Sudamérica y el por qué de los colores y diseños de sus banderas, de Mariano Saravia. 

PERÚ
Lima ostentó sin lugar a discusión el lugar de capital de las
colonias españolas de Sudamérica, y el Perú fue paradójicamente,
el país que experimentó la primera sublevación seria y organizada
contra ese poder colonial, pero también, una de las últimas naciones
en independizarse, junto con Bolivia. Es más, la batalla que
cierra el círculo de las guerras de independencia hispanoamericanas
es la de Ayacucho, en su cordillera central, el 9 de diciembre
de 1824.
Ya en 1780, José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, había
levantado a unos 60.000 indígenas contra el poder español. Él rescató
el nombre y el espíritu de los incas, bajo cuyo período esta zona
había vivido su época de apogeo. Recién en 1975 el Perú llegó a tener
15.000.000 habitantes, el mismo número que en el siglo XVI, con la
diferencia de que en ese entonces se autoabastecía de alimentos y en
la actualidad necesita importarlos.
Aunque al comienzo Túpac Amaru cosechó algunas victorias, el
levantamiento fue aplastado en 1781 y él terminó preso por los españoles
y descuartizado brutalmente en la plaza del Cuzco.
A principios del siglo XIX, a pesar de que la oposición al poder
imperial español crecía imparablemente en toda América del Sur, el
virrey José Fernando de Abascal hizo de Lima el bastión realista contra-revolucionario.
Este gobernante intransigente, detestaba abierta y
profundamente a todo lo que fuera criollo y americano. No dudaba en
calificar de “país imbécil” a Quito, y de “abogadillos porteños” a los
revolucionarios de Buenos Aires que luego intentarían atacarlo sin
éxito por tierra.
Otra sublevación –similar a la de 1780– fue sofocada en 1814 por
Abascal, y la misma suerte corrieron los ejércitos revolucionarios
criollos que mandaba Buenos Aires y que fracasaban indefectiblemente
en el Alto Perú, como sucedió con Balcarce, Castelli, Belgrano
y Rondeau (“los abogadillos porteños”).
Por otro lado, en todas las capitales donde se habían formado juntas
independentistas, los criollos hijos de españoles encabezaban esos
movimientos, cansados de quedar al margen de la política implementada
desde España. En el caso de Perú era muy distinto: el monopolio
comercial de que gozaba había fotalecido los lazos de la burguesía
local con la metrópoli.
“La élite criolla compartía con la peninsular los cargos públicos
más lucrativos, ejercía el comercio, era propietaria de
haciendas o explotaba yacimientos mineros (…) Su tibieza
revolucionaria se explica por el temor al desenfreno del populacho
de color y a la eventual pérdida de privilegios. El recuerdo
de la rebelión de Túpac Amaru estaba vivo” (1).
Abascal fortaleció la resistencia realista en todos lados: en Guayaquil,
Cuenca y Popayán –al norte–, ayudó económicamente al foco
realista de Montevideo y envió fuerzas de ocupación a Chile en 1813.
El panorama para la emancipación americana no era tan claro como
unos años antes, y se complicó aún más cuando Fernando VII recuperó
el trono de España en 1814. Ya no corría más la “máscara de la
monarquía”, la excusa de muchos movimientos que camuflaban su
espíritu independentista bajo una supuesta lealtad al rey, preso de
Napoleón.
Una fortaleza no tan inexpugnable
A fines de enero y principios de febrero de 1816, el bloqueo marí-
timo al puerto de El Callao fue el antecedente inmediato a la Expedición
Libertadora sanmartiniana. Ese bloqueo fue llevado a cabo por el
irlandés Guillermo Brown y el francés Hipólito Bouchard, al mando
de tres buques de bandera argentina.
A fines del siglo XVII y principios del siglo XVIII, la novedad
en los mares del mundo eran los corsarios, especie de piratas con
patente de distintos Estados. Contaban con el apoyo de la monarquía,
de la burguesía mercantil y hasta de la nobleza. Francis Drake,
John Hawkins y Thomas Cavendish fueron famosos corsarios ingleses,
que incluso incursionaron en el Atlántico sur, hostigando y desmantelando
los barcos españoles que se hacían a la mar. En muchos
casos, para los Estados era más conveniente entregar una patente y
dejar que el corsario se quedase con parte del botín, que ponerse a
financiar la construcción de un barco de guerra y luego a su tripulación.
Pero también, como lógica consecuencia del capitalismo econó-
mico que estaba en auge en el mundo, surgió entonces la conformación
de
“… verdaderas compañías marítimas, empresas comerciales
por acciones dedicadas a la exploración, conquista, dominio
político, transporte y explotación de distintas áreas o colonias,
que contaban con el apoyo irrestricto de los Estados y bajo
cuyo pabellón actuaban (…) Las principales compañías fueron
la de las Indias Occidentales, cuya principal sede se hallaba en
Londres; la Holandesa de las Indias Occidentales, con casa
central en Amsterdam; la de las Islas de América, que tenía por
asiento los puertos de Francia, y la de las Indias Orientales,
ubicada en Dinamarca (…) Nueva York, originariamente propiedad
de la Compañía Holandesa, que le dio a la isla de Manhattan
el nombre de Nueva Amsterdam; Martinica, Dominica,
Saint Thomas, Miquelon y Guadalupe, entre otras en el Caribe;
Surinam y Guayana en la parte septentrional de Sudamérica,
y Guinea y Angola (en África), constituyeron
asentamientos y enclaves desde los cuales cada país llevó adelante
con posterioridad sus campañas y guerras” (2).
Los corsarios constituían una verdadera armada paralela para los
países que ya tenían escuadra, como Inglaterra y Holanda.
Por ejemplo, en la guerra de independencia norteamericana, innumerables
corsarios franceses participaron del lado de los americanos.
Luego, en la segunda guerra que enfrentó a Estados Unidos con Inglaterra,
en 1812, las ex colonias ya tenían una armada respetable, pero
también tenían a su servicio unos 500 corsarios que fueron el terror
del comercio marítimo inglés, en plena época de la Revolución Industrial
y del boom del comercio internacional.
Argentina había tenido un buen comienzo con su escuadrilla a
cargo del almirante irlandés Guillermo Brown, cuando venció en
1814 a los realistas en la batalla naval de Montevideo (ver capítulo de
Uruguay). A pesar de eso, los apremios de la guerra en el Alto Perú y
la falta de visión, llevaron al director Carlos María de Alvear a desmantelarla.
En 1815, el nuevo director supremo, Ignacio Álvarez Tho212
mas, accedió a que buques corsarios tomaran para sí la misión de atacar
a los buques españoles, ya fueran de guerra o mercantes.
“Brown había avanzado en su idea de convertirse en capitán
corsario. Llevado por su espíritu corsario y su deseo de hacer
fortuna, en julio de 1815 comenzó a alistar, junto con su hermano
Miguel, la fragata Hércules en la ensenada de Barragán
(…) tres meses después suscribió con el director Álvarez Thomas
y su secretario de Guerra, Marcos Balcarce, un convenio
para realizar una campaña corsaria en el Pacífico” (3).
Según ese acuerdo, el botín de sus incursiones sería para los corsarios,
pero todas las armas y municiones que éstos obtuvieran en su
travesía serían del Estado, que los destinaría a proveer al Ejército de
los Andes que empezaba a prepararse en Mendoza. Los corsarios tení-
an la obligación de izar la bandera argentina antes de entablar combate
y su fin último era el bloqueo de Lima; pero también debían
hostigar los demás puertos de Chile y Perú: Valparaíso, Coquimbo,
Guasco, Atacama, Arica, Arequipa, Pisco y el Callao.
Así fue que en octubre 1815 zarparon rumbo al sur, para luego
pasar al Pacífico los corsarios bajo pabellón argentino: Guillermo
Brown al mando de la fragata Hércules y su hermano Miguel al frente
del bergantín Santísima Trinidad, de origen irlandés; Hipólito Bouchard,
francés, al frente de la corbeta Halcón, y Oliver Russell,
escocés, al mando de la goleta Constitución. Deberían encontrarse los
cuatro en la isla de Mocha, al sur del puerto chileno de Talcahuano.
Pero al doblar el Cabo de Hornos, una tempestad que duró 14 días,
terminó por engullirse a la goleta Constitución.
Se reunieron, como estaba previsto en la isla chilena de Mocha,
pero tres capitanes corsarios en vez de cuatro. Allí, el 31 de diciembre,
Brown y Bouchard suscribieron un acuerdo que establecía las
pautas de operación en los primeros 100 días de 1816. Allí establecieron
obrar en combinación para apresar todos los buques y propiedades
que se pudiera en los mares de Sudamérica y que navegaran con
bandera y patentes de la nación española, cruel enemigo del mencionado
gobierno de Buenos Aires. Todos los botines que se consiguiesen,
ya fuera oro, plata o monedas, debían ser divididos en cinco
partes: dos partes para la fragata Hércules, por ser Brown el comandante
en jefe, una y media para el bergantín Santísima Trinidad y una
y media para la corbeta Halcón.
Brown cuenta en sus memorias que “se hizo aguada, cazaron y
embarcaron cerdos salvajes y siguieron sobre Lima que era el teatro
de acción de su corso” (4).
El 10 de enero de 1816 volvieron a reunirse los tres corsarios
“argentinos” en las islas Las Hormigas, frente a El Callao. Éste era un
verdadero bastión español en América del Sur y tenía las defensas
necesarias como para acabar rápidamente con los tres buques corsarios
a cañonazos si éstos se acercaban demasiado. Sin embargo…
“dotados de valor y de audacia a toda prueba, determinaron
bloquear el puerto y apresar los buques que intentaban burlar
el cerco. No conformes con ello, bombardearon la población,
la fortificación, las naves y las embarcaciones de menor porte,
para concluir asestando golpes de mano y desembarcando en
las playas” (5).
Por espacio de 19 días, cumplieron con su utópico objetivo de bloquear
el puerto y apresaron a cinco barcos enemigos: el bergantín San
Pablo, la fragata Gobernadora –procedente de Guayaquil–, el bergantín
Carmen y otro de nombre desconocido, y finalmente, las fragatas
Candelaria y Consecuencia. Esta última, fue luego rebautizada por
Bouchard como la Argentina para seguir con sus correrías en playas
tan remotas como Hawai y California (ver capítulo de Argentina).
Además, ese mismo enero, las tres naves corsarias temerariamente
penetraron en la bahía y bombardearon la fortaleza, y luego, hasta
se animaron a un breve desembarco. Por último, el 29 de enero decidieron
abandonar El Callao y pusieron proa al norte rumbo a Guayaquil.
Pero éste fue el primer llamado de atención para los realistas y el
anticipo de lo que sería cuatro años más tarde la estrategia sanmartianiana
para liberar el Perú.
Si se pudiera hacer un parangón con la actualidad, podría decirse que
tiene alguna relación con los ataques del 11 de setiembre de 2001 contra
las Torres Gemelas de Nueva York. De hecho, los españoles se sentían
total y absolutamente seguros con su fortaleza de El Callao, y no podían
entender cómo estos tres buques corsarios, primero osaban y luego conseguían,
poner cerco al puerto y hasta atacarlo. Desde ese momento se
generalizó un sentimiento de vulnerabilidad antes desconocido. En la
corte virreinal de Lima cundió la intranquilidad mientras que los oficiales
españoles miraban por su catalejo sin poder creer lo que veían.
“Sobre la fragata Hércules, un hombre pelirrojo y con gestos
nerviosos corría de un lado para otro de la cubierta, infundiendo
ánimo a sus hombres, que eran de lo más variado que se
pudiera encontrar: había de todas las razas y colores y la mayoría
estaba mal trazado, con camisetas a rayas y sombreros de
cuero los que tenían, y con el torso desnudos y descalzos casi
todos. En los otros dos buques la escena se repetía y rompía
con los esquemas típicos de una confrontación, había muy
pocos oficiales con uniforme y Bouchard, con su típica estampa
provenzal, sus movimientos grandilocuentes y el centellar
de su sable al abordaje, era una mezcla de león y demonio con
el rostro ennegrecido por la pólvora y el sudor” (6).
La estrategia por el Pacífico
En 1812 llegó al Río de La Plata un soldado que había luchado en
las guerras contra Napoleón, se llamaba José de San Martín; y junto
con Simón Bolívar iba a darle a la lucha emancipadora la inyección
de vitalidad que le hacía falta. Y no sólo eso, sino que concluirían la
liberación del subcontinente y se transformarían en los dos más grandes
libertadores de América.
Hacia 1814, cuando la reacción absolutista estaba en su apogeo,
San Martín se hizo cargo del Ejército del Norte de las Provincias Unidas
del Río de la Plata, que venía de varios fracasos. Pero con su experiencia,
se dio cuenta entonces de que en ese terreno, eran más
eficaces los caudillos y las tropas irregulares, como las de Ignacio
Warnes en Santa Cruz de la Sierra, Manuel Ascencio Padilla y su
esposa Juana Azurduy en Chuquisaca, y Martín Miguel de Güemes en
Salta y Jujuy (ver capítulo de Bolivia). Entonces se decidió por un
plan alternativo que consistía en cruzar la Cordillera de Los Andes,
liberar Chile y luego sí, atacar por mar al Perú. Para eso, como primer
paso, San Martín se hizo designar gobernador intendente de Cuyo, en
el límite con Chile.
Ya como gobernador intendente de Cuyo, San Martín comenzó a
tomar contacto con los patriotas exiliados de Chile, sobre todo con
Bernardo O’Higgins. El Cruce de los Andes se concretó en enero de
1817 y ese 3 de febrero fue la batalla de Chacabuco. Un año después
Bernardo O’Higgins declaró la independencia y en abril de 1818, con
la batalla de Maipú quedó sellada la libertad del Chile central, aunque
siguieron las luchas –sobre todo por mar– contra la flota realista que
mantenía la conexión del sur y norte de Chile con el bastión limeño
(ver capítulo de Chile). Para contrarrestar el poderío naval español, el
director supremo de Chile, O’Higgins, contrató al marino escocés lord
Thomas Cochrane, quien organizó la flota nacional chilena. Sin
embargo, seguía siendo imprescindible retomar el viejo proyecto de
San Martín de atacar por mar a los españoles en el Perú.
Pero esa expedición se demoró, entre otras cosas, por la falta de
fondos. En Buenos Aires, la inestabilidad política hizo dimitir al
director supremo de las Provincias Unidas del Río de La Plata, Juan
Martín de Pueyrredón, reemplazado por José Rondeau, quien prefirió
abocarse a la lucha contra los caudillos artiguistas antes que echar a
los españoles de América.
En realidad, Artigas era más peligroso, tanto para los españoles
como para la burguesía criolla, porque planteaba cambios de fondo en
las estructuras políticas y sociales, planteaba verdaderas revoluciones
como la igualdad de todos los hombres y el abandono de los privilegios
de las clases altas. Estaba pensando en una liberación social que
debería acompañar a la liberación nacional de aquellos años. Y eso sí
que era inadmisible para muchos. En definitiva, con el cambio de
manos del poder, habían cambiado algunas cosas, pero no las que
sugería Artigas.
La falta de apoyo de Buenos Aires fue tal, que en 1820 Rondeau
le ordenó a San Martín volver desde Chile para sumarse a las guerras
civiles, pero el Libertador desoyó la orden y prefirió seguir con su
proyecto continental.
Finalmente, el gobierno chileno lo designó general en jefe de la
expedición, a despecho de lord Cochrane, que ya había hecho dos
incursiones navales exploratorias a las costas peruanas, una a principios
y otra a fines de 1819.
Las noticias que llegaban desde España fueron muy beneficiosas
para los planes de San Martín. Por esos años, Fernando VII estaba
preparando una gran expedición con 20.000 hombres para reconquistar
sus colonias americanas. Pero sobrevino en ese momento la
sublevación de Rafael Riego, un militar antiabsolutista y profundamente
liberal, que se levantó en Cabezas de San Juan, cerca de Sevilla.
Esa rebelión –que obligó a Fernando VII a dejar atrás su
absolutismo y jurar la Constitución– sirvió para abortar la expedición
española de reconquista y potenció indirectamente la sanmartiniana.
De este modo, el 20 de agosto de 1820 partió San Martín del puerto
de Valparaíso al mando de unos 4.200 hombres, entre la caballería,
la infantería y la artillería, a bordo de 23 barcos, solamente siete de
ellos de guerra y el resto mercantes. Después de 18 días de navegar,
desembarcó el 8 de setiembre en la bahía de Paracas (actual departamento
Ica) y de inmediato tomó el pueblo de Pisco.
Pocos días después, el virrey Joaquín de Pezuela, consciente de su
débil situación, lo invitó a conferenciar en Miraflores, en las afueras
de Lima (hoy uno de los barrios más elegantes de la ciudad). En esa
reunión, Pezuela le propuso a San Martín que reconociera la Constitución
española (en la metrópoli se iniciaba el llamado Trienio Liberal,
entre 1820 y 1823) y que enviara representantes a las cortes. La
misma propuesta le estaba haciendo en ese momento el comandante
español Pablo Morillo a Simón Bolívar (ver capítulo de Colombia).
Pero la propuesta del virrey Pezuela no fue ni siquiera tenida en
cuenta por San Martín, quien sin embargo no se apresuró en su estrategia.
Temía que sus acciones fueran vistas por parte de la población
como una expedición conquistadora más que libertadora y esperaba
también algún tipo de reacción patriota en la sociedad peruana. Mientras
tanto, el general salteño Juan Antonio Álvarez de Arenales, con la
colaboración de los “montoneros” (fuerzas irregulares porque atacaban
en montón) combatía en la sierra con el propósito de aislar a Lima
del interior.
Un hito en esta lucha de desgaste fue el vuelco del gobernador de
Trujillo, José Bernardo Tagle y Portocarrero, también conocido como
el marqués de Torre Tagle (más tarde primer presidente constitucional
del Perú). Este personaje de película fue el primer político y militar de
importancia que abrazó la causa independentista, otorgando dinero y
armas a San Martín, algo que sin dudas fue determinante.
Así, la provincia de Lambayerque declaró su independencia el 27
de diciembre de ese 1820, y Piura se sumó el 4 de enero del año
siguiente.
Mientras tanto, las luchas políticas de la península se trasladaron a
la colonia y se agudizaron las controversias entre conservadores absolutistas
y liberales constitucionalistas. A pesar de que en España habían
triunfado los liberales, en Lima todavía se mantenía el virrey Pezuela.
Pero el 29 de enero de 1821, en Asnapuquio (al norte de Lima) tomó
forma un verdadero golpe de Estado, y el poder fue tomado por el general
del ejército realista José de la Serna, de orientación liberal y constitucionalista,
quien llamó nuevamente a San Martín a parlamentar.
La nueva conferencia se realizó en junio de 1821 en Punchauca,
también en las afueras de Lima. Esta vez hubo más acercamiento que
con Pezuela. Hablaron de la posibilidad de instaurar una regencia trayendo
de España un príncipe de la casa de los Borbones. En eso se
pusieron de acuerdo, pero no en la metodología: mientras La Serna
quería hacerlo en secreto y con el único apoyo del ejército, San Martín
exigía una vía institucional y sobre todo, que se diera a conocer el
plan a la opinión pública. Finalmente el acuerdo fracasó.
La entrada en Lima y la independencia
Ante la debilidad, producto del desconcierto y la desunión en las
filas realistas, además de la falta de apoyo de la población limeña, La
Serna y su ejército se retiraron a la sierra el 6 de julio de 1821, y el 14
de ese mes San Martín entró con su ejército a Lima, aunque sin ningún
tipo de pompa ni magnificencia, muy diferente a las entradas
bolivarianas en las ciudades de la Gran Colombia.
Su paciencia había sido productiva. Inmediatamente convocó a un
Cabildo Abierto para el día siguiente, donde se redactó el acta de
Independencia que decía: “En la ciudad de los Reyes, el quince de
julio de mil ochocientos veintiuno. Reunidos en este Excelentísimo
Ayuntamiento los señores que lo componen, con el Excelentísimo e
Ilustrísimo Señor Arzobispo de esta santa Iglesia Metropolitana, prelados
de los conventos religiosos, títulos de Castilla y varios vecinos
de esta Capital, con el objeto de dar cumplimiento a lo prevenido en
el oficio del Excelentísimo Señor General en Jefe del Ejército Libertador
del Perú, don José de San Martín, el día de ayer, cuyo tenor se
ha leído, he impuesto de su contenido reducido a que las personas de
conocida probidad, luces y patriotismo que habitan en esta capital,
expresen si la opinión general se halla decidida por la independencia,
cuyo voto le sirviese de norte al expresado señor General para proceder
a la jura de ella. Todos los señores concurrentes, por sí y satisfechos,
de la opinión de los habitantes de la capital, dijeron: Que la
voluntad general está decidida por la Independencia del Perú de la
dominación española y de cualquiera otra extranjera y que para que se
proceda a la sanción por medio del correspondiente juramento, se
conteste con copia certificada de esta acta al mismo Excelentísimo y
firmaron los señores: el Conde de San Isidro, Bartolomé, arzobispo de
Lima, Francisco Javier de Zárate, el Conde de la Vega de Ren, el
Conde de las Lagunas, Toribio Rodríguez, Javier de Luna Pizarro,
José de la Riva Agüero, el Marqués de Villa Fuerte…”.
El 28 de julio se volvió a reunir el Cabildo Abierto y San Martín
proclamó la Independencia con estas palabras: “El Perú desde este
momento es libre e independiente por la voluntad general de los pueblos
y por la justicia de su causa que Dios defiende. ¡Viva la Patria!
¡Viva la libertad! ¡Viva la independencia!”.
Según el historiador peruano Jorge Basadre:
“estas palabras de San Martín están simbolizando un cambio
histórico, ya que había surgido el principio de la voluntad de
los pueblos”.
Pero como en todo fenómeno social, hay varios costados desde los
cuales se puede analizar. Según el historiador estadounidense
Timothy Anna, muchos de los que firmaron el acta de la Independencia
lo hicieron no convencidos sino bajo presión de San Martín. Uno
de ellos fue el arzobispo de Lima, Bartolomé María de las Heras,
quien a los pocos meses se embarcó hacia España. Otros, dice Anna,
firmaron la Independencia por interés de obtener luego una recompensa
o cargos públicos.
En lo que no hay dudas, porque los hechos lo demuestran, es en
que se produjo una ruptura social en la comunidad limeña, sobre todo
entre aristócratas, comerciantes y burócratas de origen español. Los
números lo demuestran: para agosto de 1821 habían abandonado el
país 43 europeos, y para mediados de 1822 ya eran unos 300.
Pero si había malestar en un grupo que temía perder sus prerrogativas,
eso no obstó a que los festejos por la Independencia fueran
generales, según una carta que le escribiera Tomás Guido (amigo de
San Martín) a su esposa Pilar Spano en agosto de 1821: “No he visto
en América un concurso ni más lucido ni más numeroso. Las aclamaciones
eran un eco continuado de todo el pueblo (…) Yo fui uno de los
que pasearon ese día el estandarte del Perú independiente (…) Jamás
podría premio alguno ser más lisonjero para mí, que ver enarbolado el
estandarte de la libertad en el centro de la ciudad más importante de
esta parte de América, cumpliendo el objeto de nuestros trabajos en la
campaña (…) En esa misma noche se dio refresco y baile en el cabildo.
Ninguna tropa logró contener la aglomeración de gente y no pudo
lucir el ambiguo que se preparó para los convidados (…) En la noche
siguiente se dio en el palacio del general un baile, al que asistieron
todas las señoras, esto requeriría una descripción particular para lo
que no tengo tiempo. La compostura con que se presentaron aquellas
era elegante (…) Yo bailé mi contradanza de etiqueta con una señora
y me separé con mis amigos a analizar los efectos de la política del
gobierno antiguo”.
Luego de la declaración de la Independencia, San Martín fue
designado Protector del Perú, pero el Libertador lo tomó como un
gobierno provisorio, y nunca escondió su pensamiento monárquico.
En realidad, San Martín, era partidario de un gobierno fuerte para
garantizar la gobernabilidad y alejar el riesgo de anarquía en un Estado
que estaba recién naciendo. En este afán, algunos historiadores le
endilgan haber sido autoritario y hasta haber descuidado la guerra en
la sierra contra los españoles.
“Por medio de un gobierno vigoroso pero transitorio, San Martín
garantizó la independencia del Poder Judicial. Singular en
su estructura, la nuestra no fue una república ni una monarquía:
San Martín se convirtió, desde ese momento, en protector
de la libertad del Perú” (7).
Durante su protectorado, San Martín envió a Europa a dos de sus
hombres de mayor confianza: Diego Paroissien y Juan García del Río,
para sondear a algún príncipe de las familias reales sobre la posibilidad
de que se hiciese cargo del reino del Perú. Sin embargo, también
abrió el debate sobre la futura forma de gobierno del naciente Estado.
En 1822 creó la Sociedad Patriótica –que debía servir de “escenario
de las discusiones”– ; en ella sus mayores oponentes republicanos
fueron Francisco Javier Mariátegui y José Faustino Sánchez Carrión.
A todo esto, el general español La Serna se hizo fuerte en el Cusco
y hábilmente le dio una impronta localista a su gobierno, aprovechando
el resentimiento que tenían los habitantes del interior para con
Lima.
La bandera
En realidad, antes de la bandera sanmartiniana, hubo una bandera
del Perú que muchos no toman en cuenta, fue la bandera levantada por
el almirante William Miller, un marino inglés que ya había peleado
antes a favor de la independencia americana en Chile. Esa bandera era
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azul marino con el sol de los incas (inti) como escudo en el centro.
Fue enarbolada el 14 de mayo de 1820, pero luego se perdió en el
tiempo.
La que es considerada oficialmente como la primera bandera oficial
del Perú es la del Libertador.
Dice la leyenda que cuando San Martín desembarcó en las costas
de Paracas, cerca de Pisco, lo primero que vio fue una bandada de flamencos
rosados, también llamados parihuanas, que en realidad son
rojos y blancos. Esa imagen le quedó grabada a punto tal, que inspiró
la bandera peruana. Por eso, creó una bandera cuartelada en aspa
(dividida por dos líneas transversales), con los campos superior e inferior
de color blanco y los dos de los costados, encarnados (rojos). En
el centro, tenía una corona ovalada de laurel y dentro de ella, un sol
surgiendo por detrás de las montañas nevadas y un mar tranquilo en
primer plano. Muchos textos dicen que esa bandera fue creada el 21
de octubre de 1821, tres meses después de la proclamación de la independencia.
La verdad es que en esa fecha se oficializó la bandera
como símbolo patrio, pero había sido creada por San Martín antes, y
la prueba es que todos los óleos de la época que grafican el 28 de julio
de 1821, lo muestran al Libertador con esa bandera en la mano.
El sol –presente en esa y en todas las banderas de Perú, menos en
la definitiva y actual– representaba al inti inca, las montañas a la cultura
andina, y el mar siempre estuvo presente en las antiguas civilizaciones
preincaicas. De hecho, el primer asentamiento sedentario de
toda América fue de la cultura Paracas, hace 10.000 años, justamente
en la zona donde San Martín desembarcó y creó la bandera. Pero el
mar fue también muy importante para la cultura Chincha, y de ella
aprendieron luego los incas a comer pescado.
Luego de un año y medio, con la independencia ya declarada, el 15
de marzo de 1822 se modificó la bandera debido a la dificultad que
ofrecía para su confección. Fue suplantada por una bandera diseñada
por el marqués de Torre y Tagle, aquel gobernador de Trujillo que fue
el primero en pasarse para el bando de los independentistas. Esta tercera
bandera (la segunda según la historiografía oficial) tenía tres franjas
horizontales, la superior e inferior rojas y la del medio blanca, con
el sol en el centro. Igual que la bandera argentina, pero con franjas
rojas en vez de azul-celestes. Como se confundía con la española, el 31
de mayo de ese mismo año, el propio marqués de Torre y Tagle volvió
a cambiar la bandera nacional por una igual pero vertical, con sus dos
franjas de los costados rojas, la del medio blanca, y el sol en el centro.
La definitiva bandera del Perú fue adoptada en 1825. Es igual a la
anterior pero en lugar del sol, aparece el escudo coronado de laureles
y abrazado desde su parte inferior por una palma a la izquierda y una
rama de laurel a la derecha.
En el escudo están presentes los tres reinos de la naturaleza: el
reino animal representado por una vicuña (camélido característico de
la zona andina) en su extremo superior izquierdo, con fondo celeste;
el reino vegetal representado por un árbol de quina (cuya corteza se
usaba contra la malaria) en su extremo superior derecho, con fondo
blanco; y el reino mineral en la parte inferior, representado por un
corno de la abundancia, del que salen monedas de oro y plata.
Esa fue de ahí en más la bandera del Perú, con la excepción del
período de la Confederación Peruano-Boliviana, entre 1836 y 1839
(ver en el capítulo de Bolivia).

Bolívar a escena
Cuando San Martín declaraba la independencia del Perú, contemporáneamente
Bolívar estaba haciendo lo suyo en el norte de Sudamé-
rica. El 24 de junio de ese 1821, con la batalla de Carabobo había
garantizado la independencia de Venezuela, y para ese entonces también
Panamá se había unido a la Gran Colombia.
Quito era la próxima estación en el tren libertario bolivariano, y la
decisión de marchar hacia el sur también estuvo motivada…
“… en el temor de que San Martín pudiera llegar antes a Guayaquil
y lo reclamara para el Perú. A fin de prevenir tales
hechos, desde principios de 1821, el general Antonio José Sucre,
enviado por Bolívar, apoyaba a los rebeldes quiteños” (8).
El 24 de mayo de 1822 sobrevino la victoria patriota en la batalla
de Pichincha, y luego la incorporación de Quito –con el puerto de
Guayaquil incluido– a la Gran Colombia (ver capítulo de Ecuador).
Por todo esto, cuando en julio de ese año se produjo la famosa
Entrevista de Guayaquil, Bolívar llegó con una posición mucho más
fuerte y sólida que la de San Martín. La popularidad de este último en
Lima estaba en baja porque había fracasado en una expedición destinada
a liberar Tacna y Arica, pero sobre todo por la agitación pública
producto de los debates entre republicanos y monárquicos, y porque
muchos lo tildaban de autoritario. Algunos, con mala intención y
aprovechando su orientación monárquica, hicieron correr la voz de
que él mismo quería coronarse rey.
Durante su viaje a Guayaquil, San Martín dejó el mando a Bernardo
de Monteagudo, un militar y periodista tucumano que había tomado
parte de las campañas del Alto Perú, Chile y Perú. Había sido
ministro de Guerra y Marina de la nueva república, fundador de la
Sociedad Patriótica (aquel ámbito de discusión sobre la futura forma
de gobierno) y de la Biblioteca Nacional, pero también se ganó la
inquina de la nobleza limeña, que aborrecía desde su autoritarismo y
extremismo ideológico hasta su color de piel. La verdad es que Monteagudo
acosaba permanentemente a la élite nobiliaria limeña, sobre
todo a los nacidos en España. Finalmente fue destituido y asesinado
mientras San Martín estaba ausente.

El retiro de San Martín
Lo conversado el 26 y 27 de julio de 1822 entre los dos libertadores
en Guayaquil quedó en el más hermético de los secretos (ver capí-
tulo de Ecuador), pero lo cierto es que San Martín volvió a Lima
dispuesto a retirarse de la guerra libertadora y renunció a su cargo de
Protector ante el Congreso reunido en setiembre de 1822.
“Ya estoy cansado de que me llamen tirano, que en todas partes
quiero ser rey, emperador y hasta demonio”, le escribió a su amigo
Bernardo O’Higgins, quien lo llamó de inmediato y recibió fraternalmente
en Valparaíso. Luego, San Martín se radicó otra vez en Mendoza,
Argentina.
Al protector lo sucedió una Junta Gubernativa integrada por el
general José de la Mar, el comerciante Felipe Antonio Alvarado y el
conde Manuel Salazar y Baquijano.
El 17 de diciembre de ese año se promulgaron las bases de la
Constitución, pero se carecía de una conducción fuerte y muchos
empezaron a extrañar a San Martín. Por último, el 27 de febrero de
1823, esa Junta fue depuesta por el Ejército en el denominado “Motín
de Balconcillo”, y al día siguiente asumió José Mariano de la Riva
Agüero, primer presidente del Perú.
Eran épocas de caos político y derrotas militares, como las de
Torata y Maquegua, en junio de 1823, tras las cuales los españoles
recuperaron fugazmente Lima.
Pero el 1° de setiembre de ese año, ancló en el puerto del Callao
el Chimborazo, a bordo del cual venía Bolívar, quien entró con toda
pompa en Lima y dijo: “Solamente un ejército magnífico, con un
gobierno muy fuerte y un hombre cesáreo, puede arrancarles el Potosí
y el Cusco a los españoles”.
Relación difícil
Era la autoridad que estaba haciendo falta y el impulso que requería
la lucha contra la resistencia realista. Sin embargo, no fue nada
fácil la convivencia de Bolívar con los peruanos.
“La figura del Libertador provocó diferentes reacciones y alimentó
desacuerdos. Hombre que nació y vivió en un medio
distinto dentro de la comunidad hispanoamericana, su estilo
intenso y siempre comunicativo no se adaptó con facilidad a
cierta reserva y sobriedad de nuestro temperamento. Esto también
contribuyó a que la convivencia con Bolívar, necesaria,
no fuese fácil. Buena parte de las contradicciones posteriores
tuvieron su origen en esta consideración de orden social” (9).
En noviembe de 1823 se convocó el primer Congreso constituyente,
que nombró al marqués de Torre Tagle, de orientación sanmartiniana,
como primer presidente constitucional del país.
Pero sólo tres meses después, en febrero, fue reemplazado por el
propio Bolívar, quien luego de asumir la totalidad del poder político
cruzó la Cordillera Central y el 6 de agosto de 1824 venció en la batalla
de Junín a las tropas españolas al mando del general José Canterac.
En esa batalla decisiva…
“… la caballería patriota, de la que formaban parte oficiales
rioplatenses como Mariano Necochea o Isidro Suárez, tuvo un
desempeño formidable” (10).
El 9 de diciembre de ese mismo 1824, Antonio José Sucre –lugarteniente
de Bolívar– venció al propio virrey José de La Serna en Ayacucho,
la última y definitoria batalla en el proceso de emancipación
americana. Quedó por un tiempo el puerto de El Callao en manos
españolas, pero el grueso de la tarea libertadora estaba cumplido.
Dos días antes de la batalla de Ayacucho, desde Lima, Bolívar
convocó al Congreso de Panamá (parte integrante de Colombia en
esa época). Ese congreso, conocido como Congreso Anfictriónico,
se realizó entre el 22 de junio y el 15 de julio de 1826, y allí se
trató –sin demasiado éxito– el sueño bolivariano de la unidad americana.
Otro ambicioso proyecto de Bolívar fue la Confederación de los
Andes, que incluiría a Venezuela, Colombia, Quito, Perú y Bolivia.
Cada país conservaría su independencia y autogobierno, pero el
manejo de las relaciones exteriores, la guerra y la hacienda pública
serían competencia de la confederación.
Luego del fracaso de este ambicioso proyecto, el intento más concreto
de unidad regional fue la Confederación Peruano-Boliviana,
entre 1836 y 1839 (ver capítulo de Bolivia).

El mito de la Independencia concedida
A pesar de que hayan sido dos extranjeros (San Martín, argentino,
y Bolívar, venezolano) los libertadores de Perú, no se puede decir que
los peruanos no hayan luchado por su propia independencia. Quizá lo
que sí se pueda decir es que esa lucha fue distinta y tuvo actores distintos
que en los otros países de Sudamérica.
En la mayoría de ellos, hubo una clase alta, compuesta por criollos
cultos, comerciantes, y hasta burócratas y nobles, que acompañaron
los movimientos revolucionarios. En Lima fue distinto, entre
otras cosas porque allí se asentaba el mayor poderío político y militar
de España. Por eso, si bien en el Río de la Plata, Chile y Venezuela
los movimientos emancipadores partieron de las capitales, en
Perú los brotes independentistas surgieron en el interior y no en la
capital.
“En 1811 y 1813 se constituyeron en Tacna juntas locales cuyo
ámbito de contacto era Castelli, en Buenos Aires, ya que para
esa fecha la junta (Tuitiva) de La Paz había quedado destituida.
Igualmente, en 1812, a la junta que se formó en Huánuco
llegaron rumores del ejército de Castelli, aunque el carácter de
la junta fue de orden local…” (11).
Además, para cada clase social el movimiento emancipador significaba
una realidad totalmente distinta. Por eso, si se quiere, la lucha
patriótica fue más popular que en los otros países, donde había sido
encarnada por una élite inspirada.
En el Perú fue diferente:
“para los criollos la independencia implicaba librarse de los
peninsulares, como desde un inicio lo estableció San Martín.
Para los mestizos significaba, por otro lado, entrar en el ejército
patriota y de esa manera escalar socialmente. Para los indios
la independencia significó la abolición del tributo, mientras
que para los negros se abría la posibilidad de verse libres de la
esclavitud. Ni la sociedad colonial era homogénea ni lo eran
los intereses de los distintos sectores sociales. Lo cierto es que
la independencia fue una válvula de escape para los mestizos:
profesionales, mineros, comerciantes, clérigos, artesanos y
militares, que encontrarían un canal de representatividad en la
temprana república” (12).
Un ejemplo de la participación popular en las luchas emancipadoras
fue la conducta de María Parado de Bellido, una mujer ayacuchana
que vivía en Huamanga, donde se habían hecho fuertes los realistas
hacia el 1820. Al mismo tiempo, el caudillo Cayetano Quiroz organizaba
una fuerza guerrillera en el pueblo de Parás. María, madre de
siete hijos, quizo avisar a través de un mensajero a Quiroz de las actividades
realistas, pero el mensajero fue capturado y obligado a confesar
y a delatarla. Sin embargo, cuando ella fue tomada prisionera, fue
imposible sacarle palabra, ni siquiera mediante las torturas los españoles
lograron que les dijera dónde encontrar a Quiroz, hasta, que la
fusilaron el 27 de marzo de 1822.
La otra historia que está grabada en el corazón de los peruanos es
la de José Olaya Balandra, un pescador negro que se había unido a la
resistencia cuando en 1823, los españoles habían recuperado temporalmente
Lima. Un día, este pescador chorrillano fue apresado mientras
llevaba un mensaje por la bahía de Lima a Antonio José Sucre,
que estaba apostado en El Callao. El final de la historia es el mismo:
ni siquiera a través de las torturas lograron que hablara, y fue ejecutado
el mediodía del 29 de junio de 1823, en el callejón de Petateros, un
pasaje colonial del centro de Lima que hoy lleva su nombre.

El Perú del pueblo y el de Vargas Llosa
Así estaba planteada abiertamente una lucha eterna: la lucha entre
un Perú colonial, aristocrático, elitista y blanco, y un Perú popular,
inclusivo, más igualitario y pluriétnico. Una lucha que había comenzado
como comienza este capítulo, con la rebelión indígena y popular
de 1780 encabezada por José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru, y
que se continúa hasta los últimos años, con el ascenso a los primeros
planos políticos de un japonés como Alberto Fujimori, un indio como
Alejandro Toledo y un nacionalista populista como Ollanta Humala.
En ninguno de los dos primeros casos las expectativas de alcanzar
ese Perú popular, inclusivo, más igualitario y pluriétnico se concretaron;
en el último caso, habrá que ver.
Pero más allá de eso, la irrupción de estos políticos sigue marcando
que la contradicción permanece. Fujimori, Toledo y Humala son
–cada uno a su manera y con sus diferencias ideológicas– la contracara
de los políticos referentes del otro Perú, el blanco y aristocrático,
representado por Javier Pérez de Cuellar, Mario Vargas Llosa o Lourdes
Flores –también con sus enormes diferencias ideológicas.
Por supuesto que no se hace esperar la reacción aterrada de las
clases privilegiadas ante la posibilidad de perder el poder que han
detentado durante siglos.
Ese terror se hace manifiesto cada vez que habla ese gran escritor,
pero también gran representante de la aristocracia más rancia, obsecuente
y cipaya de Perú: Mario Vargas Llosa. El 20 de enero de 2006,
sangrando por la herida y destilando todo el odio que deriva de su
complejo de superioridad hecho añicos, Vargas Llosa escribió en un
artículo periodístico:
“… De un tiempo a esta parte y gracias a personajes –anacronismos
vivientes– como el venezolano Hugo Chávez, el boliviano
Evo Morales y la familia Humala en Perú, el racismo
cobra de pronto protagonismo y respetabilidad y, fomentado y
bendecido por un sector irresponsable de la izquierda, se convierte
en un valor, en un factor que sirve para determinar la
bondad y la maldad de las personas…” (13).
Quizás Vargas Llosa quiera seguir engañando a los peruanos, a
todos los sudamericanos, y autoengañarse él mismo de que está del
lado de los buenos. Si bien la historia no se analiza en términos de
buenos y malos, está claro que en algunos procesos bien definidos hay
víctimas y victimarios. Y entre los de su clase y la inmensa mayoría
de los peruanos, también está claro quién cumplió cada rol. Es interesante
ver la capacidad que tiene Vargas Llosa para ocultar lo inocultable,
para defender lo indefendible, y hasta mentir descaradamente,
echando mano de su prestigio y capacidad como escritor, llegando
incluso a acusar ahora de racistas a los pueblos que se levantan dignamente
para decir basta a la expoliación, buscando la segunda y definitiva
independencia. De hecho, más allá de los defectos de Chávez,
Evo Morales o Humala, ellos reflejan algo que los trasciende históricamente:
la voluntad de cambio de muchos sudamericanos. Si luego
cumplen o no con ese mandato es otra cosa.
Bibliografía
1- Luna Félix, La emancipación argentina y americana, Editorial
Planeta, Buenos Aires, 1999, p. 98.
2- De Marco Miguel Ángel, Corsarios argentinos, Editorial
Emecé, Buenos Aires, 2005, pp. 22 y 23.
3- Op. cit., p. 96.
4- Memorias del Almirante Brown, Buenos Aires. Comisión
Nacional de Homenaje al almirante Guillermo Brown en el centenario
de su muerte. Academia Nacional de Historia, 1957.
5- Ibíd., De Marco, 2005, p. 112.
6- Op. cit., página 113.
7- Sin autor consignado, Gran Historia del Perú, El Comercio,
Grupo Carsa, 1998, p. 150.
8- Lynch John, Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826,
Editorial Ariel, Barcelona, 1983, (citado en Luna, 1999, p. 123.)
9- Gran Historia del Perú, p. 152.
10- Luna Felix, La emancipación argentina y americana, Editorial
Planeta, 1999, p. 126.
11- Ibíd., Luna felix, 1999, p. 156.
12- Op. cit., p. 156.
13- Vargas Llosa Mario, diario “La Nación”, Buenos Aires, 20 de
enero de 2006, www.lanacion.com.ar/773706

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