Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

Las Banderas del Mundial: «BRASIL»

febrero  2018 / 28 Comentarios desactivados en Las Banderas del Mundial: «BRASIL»

Cada cuatro años, nos embanderamos  de celeste y blanco en ocasión de los mundiales de fútbol. Y este año, Rusia 2018,  no será la excepción. Algo similar pasa en cada país del mundo que participará del mayor evento deportivo , junto a los Juegos Olímpicos.

Pero los símbolos siempre son una buena excusa para reflexionar, para conocer más.  En este caso sobre el por qué de los colores y diseños de nuestra banderas, en Sudamérica. Y en definitiva, sobe un período de nuestra historia que coincide con el de nuestra Independencia.

Capítulo 3 del libro Embanderados. La emancipación de Sudamérica y el por qué de los colores y diseños de sus banderas, de Mariano Saravia.

BRASIL
“El amor por principio y el orden por base; el progreso por fin”.
Ese fue el lema por excelencia de Augusto Comte, considerado el
padre de la sociología, quien en la segunda mitad del siglo XIX dio
impulso al positivismo, aquella corriente filosófica y epistemológica
que basaba la ciencia en la comprobación empírica, en contraposición
a la hermenéutica aristotélica.
La frase de Comte se descompone en dos vertientes principales:
una moral, “vivir para los otros” (de la cual deriva el término altruismo,
creado por Comte), o sea: colocar el interés de los otros por encima
del propio; y otra de naturaleza estética, “orden y progreso”, que
significa: cada cosa en su debido lugar para la perfecta orientación
ética de la vida social.
Ese pensamiento, acunado principalmente en Francia, tuvo mucha
influencia en el Brasil a fines del siglo XIX, y en él se basaron los
impulsores de la república y los creadores de la bandera brasileña.
El ministro de Guerra, general Benjamín Constant, durante el
gobierno provisorio de Deodoro da Fonseca, en 1889, se acordó de
Raimundo Teixeira Mendes, presidente del Apostolado Positivista de
Brasil, a quien le encargó la confección de la bandera republicana.
El resultado fue una de las banderas más originales del mundo, con
un rectángulo verde de fondo, un rombo amarillo oro dentro de él, y en
el centro, una esfera armiral celestial que representa al mismo tiempo
al cielo estrellado y al mundo, siendo también símbolo de la unión de
Brasil con Portugal a través del rey Don Manuel, bajo cuyo reinado se
había producido el descubrimiento del nuevo país en el siglo XVI.
Esa esfera celestial está atravesada por una faja blanca dentro de la
cual se lee la inscripción positivista: “Orden y progreso”. Esa faja ha
sido relacionada por algunos con el río Amazonas, por otros con el
Ecuador celeste, que es el círculo máximo de la esfera celeste, y hasta
con el Ecuador terrestre; pero la teoría más verosímil, es que representa
al Zodíaco, es decir el recorrido que hace el sol en su movimiento
anual aparente por encima de la Tierra. Lo cierto es que su valor fundamental
es ser un espacio para que se inscriba el mandato positivista.
Dentro de la esfera celestial, las estrellas están dispuestas tal como
se veían a las “12 siderales” (las 8.37 hs. de Río de Janeiro), el 15 de
noviembre de 1989, cuando se proclamó la república. Sin embargo,
esto no es exactamente así, ya que a las 8.37 hs. en pleno noviembre
en Río de Janeiro, ya es de día y no hay estrellas.
En realidad, las estrellas de la bandera de Brasil reproducen parte
de una esfera celestial como si estuviese en manos de un artista.
Muchos pueblos antiguos pensaban que todas las estrellas estaban
fijas en una esfera cristalina y a la misma distancia de la Tierra. Por
eso, siguiendo la tradición de los globos celestes, las estrellas de la
bandera están representadas como si estuvieran vistas desde el lado
externo, desde atrás de ellas.
Cada una de ellas simboliza a uno de los estados del país, por eso
en 1889 eran 21 y luego fueron aumentándose a medida que se iban
creando nuevos estados. En 1960 se agregó una estrella y sumaron 22,
en 1968 se agregó otra y ya eran 23, y la última ampliación fue en
1992, cuando se llevó el total a 26 estrellas. Los 26 estados actuales y
su correspondencia astronómica son: San Pablo, Río de Janeiro,
Bahía, Minas Gerais y Espíritu Santo (la Cruz del Sur); Piauí, Marañón,
Ceará, Alagoas, Sergipe, Paraíba, Río Grande do Norte y Pernambuco
(Escorpio); Amapá, Mato Grosso, Roraima, Rondonia y
Tocantins (Can Mayor); Amazonas (Can Menor); Paraná, Santa Catarina
y Río Grande do Sul (Triángulo del Sur); Mato Grosso do Sul y
Acre (Hidra); Pará (Espiga, estrella de la constelación de Virgo); Brasilia
(Sigma Octante, es una estrella que está sobre el Polo Sur, por eso
nunca desaparece del firmamento y aparenta ante los ojos de los hombres
que todas las demás estrellas giran en su torno; y Goiás (Carina
o Argus, en memoria de la navegación).
Alternativas republicanas
Con la proclamación de la República el 15 de noviembre de 1889,
surge la primera bandera republicana, que era en realidad una copia
fiel de la norteamericana. Los nuevos Estados Unidos de Brasil
seguían la estética de los Estados Unidos de Norteamérica, con la
diferencia de que la bandera brasileña tenía siete franjas horizontales
verdes y seis amarillas, con un rectángulo azul en el ángulo superior
izquierdo y 21 estrellas pertenecientes a los 20 estados de esa época
más el llamado “municipio neutro”, que es el distrito federal –en esa
época Río de Janeiro.
Esa bandera se usó solamente una vez: un día después de la proclamación
de la república, cuando en el barco mercante Alagoas partió el
emperador destituido, Don Pedro II, junto a su familia, rumbo al exilio.
Ya el 19 de noviembre de ese mismo año, por decreto fue instituida
la bandera definitiva, tal como se describe más arriba.
Pero no todo quedó allí, ya que el nuevo decreto no fue tan bien
recIbído por todos por igual. Había descontentos de todo tipo y gusto,
desde los enemigos del positivismo como corriente política y filosófica,
hasta los nostálgicos de la monarquía. Y algunos fueron más allá
de la protesta y hasta llegaron a proponer otras banderas.
En 1888, Julio Ribeiro, hijo de un norteamericano, volvió a presentar
una bandera que era copia de la estadounidense. Tenía siete
franjas negras y seis blancas, y en el ángulo superior izquierdo un cuadrado
con el mapa de Brasil y cuatro estrellas de cinco puntas que
simbolizaban la Cruz del Sur. Muchos años después, en 1946, esta
bandera fue tomada como oficial por el estado de San Pablo, que la
mantiene hasta la actualidad.
En 1890 surgió una bandera propuesta por el Barón de Río Branco,
que tenía tres franjas diagonales: roja, blanca y negra, que representaban
a las tres razas predominantes: la india, la blanca y la negra.
En el centro, la bandera tenía el escudo imperial con un sol naciente.
En pleno nacimiento de la república, esta bandera imperial no llegó a
ser propuesta en la Asamblea Constituyente de ese año.
Otros dos años más y apareció una nueva bandera, esta vez con
autoría del diputado Oliveira Valadao, suscrito por otros 14 miembros
de la cámara. En este proyecto quedaba la bandera con su rectángulo
verde y su rombo amarillo, pero en vez de la esfera celestial y la tan
polémica inscripción positivista “Orden y progreso”, ocupaba su
lugar una esfera azul con el escudo republicano.
Por último, en 1908, el diputado Wenceslau Escobar presentó un
proyecto de bandera en que todo quedaba intacto, y sólo desaparecía
la franja blanca con la leyenda positivista de la discordia “Orden y
progreso”. Según Escobar, la eliminación era para que la Nación no
tuviese que guardar “un estandarte con la divisa de una secta”.
Pero a pesar de tantos proyectos, de tantas alternativas y propuestas
de modificaciones, la bandera quedó como en los primeros días de
la República.

Los colores
En realidad los que no cambiaron, y nunca estuvieron en discusión,
fueron los colores de la bandera: el verde de la casa Braganza y
el amarillo de la casa Habsburgo, en honor a los primeros soberanos
de la era independiente: Pedro I y la emperatriz Leopoldina, quienes
gobernaron entre 1822 y 1831.
Habría que remontarse algunas décadas para entender cómo estos
dos jóvenes, uno portugués y la otra austríaca, fueron los únicos europeos
en conducir las riendas de una monarquía en Sudamérica durante
el siglo XIX.
Ya a finales del siglo XVIII, dos revueltas independentistas aplicaron
en Brasil conceptos libertarios y hasta republicanos, productos
de la influencia de la Independencia de los Estados Unidos de América
y de la Revolución Francesa. Esas dos revueltas fueron la Inconfidencia
Mineira, en Ouro Preto, por entonces capital de Minas Gerais,
y la Revolta dos Alfaiates, en Bahía, a principios y a fines de la década
de 1790, respectivamente. Más tarde, en 1817, vino la Revolución
de Pernambuco.
Se podría decir que en esta época –fines del siglo XVIII– ya
empezaba a definirse la conciencia del ser brasileño. El profesor del
Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de San Pablo,
Boris Fausto, dice:
“la conciencia nacional se fue definiendo a medida que sectores
de la sociedad colonial pasaron a tener distintos intereses que la
metrópolis, o a identificar en ella la fuente de sus problemas” (1).
Sin embargo, el de la sociedad colonial era un grupo muy heterogéneo
en el cual convergían grandes propietarios rurales, artesanos,
soldados mal pagos e intelectuales. Las ideas liberales y las de la
Revolución Francesa los inspiraban por igual, pero las clases más
dominantes se ocuparon en limitar esas ideas, siendo extremadamente
cuidadosas con todo lo concerniente a la abolición de la esclavitud,
que iba en contra de sus intereses.
Algunos historiadores evocan las muy escasas revueltas del siglo
XVIII –entre ellas la de Felipe dos Santos en 1720– para asegurar que
ya durante toda esa centuria se fue forjando la “brasilianidad”, pero la
verdad es que hasta la independencia, y aún después de ella, la conciencia
nacional pasó por la conciencia regional.
“Los rebeldes de ese período se afirman como mineiros, bahianos,
pernambucanos y, en algunos casos, como pobres, tanto o
más que como brasileños” (2).
La revolución de Tiradentes y los mineros
Una de las primeras revueltas independentistas fue la Inconfidencia
Mineira. En las últimas décadas del siglo XVIII, la sociedad
mineira había entrado en franco declive, ya que Ouro Preto había sido
prácticamente exterminado por la corona portuguesa. La mayoría de
los inconfidentes era gente importante en la sociedad y en el gobierno
de la Capitanía de Minas. Sin embargo, el líder de la revuelta era
un desconocido: se trataba de José Joaquim da Silva Xavier. Era un
alférez del Ejército sin bienestar económico, que para completar su
renta, en sus ratos libres trabajaba como dentista, y de allí su sobrenombre:
Tiradentes.
Además de algunas injusticias y arbitrariedades en la conformación
del gobierno local, atravesado por la corrupción, el gobierno portugués
impuso un nuevo tributo anual global de 100 arrobas de oro.
Para completar esa cantidad, el gobernador podría apropiarse de todo
el oro existente y si eso no fuera suficiente, podría decretar la “derrama”:
un impuesto que debería ser pagado por cada habitante de la
capitanía.
A fines de 1788 se comenzó a organizar la revuelta entre un
amplio grupo de intelectuales, soldados, curas, poetas, profesionales
y terratenientes, muchos de los cuales habían estudiado en Europa
–algunos en la Universidad de Coimbra– y habían vuelto a Minas
impregnados de los valores de las revoluciones norteamericana y
francesa. La intención no era solamente derrocar al gobierno local de
turno, ya que el problema venía de la metrópoli, que no se resignaba
a llevarse menos oro de la capitanía, aun cuando la producción minera
venía en baja por lo menos desde 1760. La intención era entonces,
declarar una república independiente, tomando como referencia la
Constitución de los Estados Unidos.
Sin embargo, la revuelta no llegó ni siquiera a ver la luz, porque
uno de los conspirados delató a los insurgentes a cambio de la condonación
de una deuda con el fisco. La revolución, obviamente, fue desbaratada,
y sus instigadores, encarcelados y condenados a la horca.
Pero una carta de la propia reina María transformó esa condena a
muerte en el exilio, excepto en el caso de Tiradentes, líder militar de
la sublevación, quien fue ahorcado la mañana del 21 de abril de 1792
en un típico acto del Antiguo Régimen, con discursos y aclamaciones
a la reina por la tropa formada y exhibición de la cabeza de Tiradentes
en la plaza de Ouro Preto.
El caso fue usado por la corona portuguesa como un caso testigo
que debía servir de castigo ejemplificador para que no volviera a suceder.
Hasta el nombre que se le puso a la revuelta fue un intento del
gobierno colonial de desprestigiarla, ya que “inconfidencia” es una
palabra de alto sentido negativo que significa algo así como infidelidad,
o no observancia de un deber, en especial en relación con la
Patria o el Estado. Pero el efecto fue justamente el contrario y Tiradentes
pasó de ser un líder local a ser un héroe nacional. La actitud de
Tiradentes, asumiendo toda la responsabilidad de la conspiración, y su
martirio final, así como la crueldad de los verdugos que luego de
muerto seccionaron la cabeza del cadáver para exhibirla cual trofeo,
facilitaron la mitificación del caudillo, sobre todo después de la proclamación
de la República en 1889. En la actualidad, el 21 de abril es
feriado en Brasil y el rostro de Tiradentes es reproducido y muy difundido,
con rasgos que lo asemejan a un Cristo abnegado que se entrega
por la patria. Si se le pregunta a cualquier estudiante brasileño
quién es el héroe nacional, luego de dudar un rato, quizá responda
Tiradentes, tal vez junto a Pedro I, quien declaró la Independencia.
La revolución de los negros y los pobres
La otra gran revuelta republicana e independentista de fines del
siglo XVIII tuvo lugar en Bahía en 1798 y fue protagonizada principalmente
por negros, mulatos y algunos blancos pobres. La mayoría,
eran esclavos, artesanos y soldados.
En este sentido tuvo una gran diferencia con la de Minas, ya que
aquí eran las clases más bajas las que se conjuraban, en gran medida
por las condiciones de extrema pobreza y la hambruna a que eran
sometidas por las autoridades coloniales. Defendían entre otras cosas,
la proclamación de una República independiente en Bahía, el fin de la
esclavitud, una mejora en las condiciones de vida en general, el libre
comercio con el exterior y el aumento de salario a los militares.
Sin embargo, una vez más la rebelión no llegó a materializarse por
las delaciones y la rápida reacción de las autoridades, que encarcela65
ron a los cabecillas, ahorcaron a cuatro de ellos y condenaron al exilio
o a la prisión a los demás.
La dureza de las penas se explica por el temor de que esta rebelión
cundiera como ejemplo y las sublevaciones de negros esclavos se
extendieran por todo Brasil. Las autoridades veían con espanto lo que
estaba pasando por esos años en la isla de Santo Domingo, donde los
esclavos luchaban con fiereza contra los colonialistas españoles y
franceses, lucha que concluyó en 1804 con la primera independencia
latinoamericana, la de Haití en la mitad francesa de la isla.
“La Conjura de los Alfaiates fue la primera expresión de una
corriente de raíz popular que combinaba las aspiraciones de
independencia con reivindicaciones sociales” (3).
Sin embargo, la independencia de Brasil no llegaría a través de
una revolución, sino por la suma de circunstancias geopolíticas.
Toda una corte huyendo por el Atlántico
En noviembre de 1807 sucedió algo muy extraño: ante la invasión
de las tropas napoleónicas, la familia real en pleno, emprendió la
huida de Portugal. Ante las noticias del avance de las tropas napoleó-
nicas, el príncipe Don Juan –que regía Portugal desde 1792, año en
que su madre Doña María había sido declarada loca– decidió en pocos
días el traslado de toda la corte para Brasil.
Ese mismo mes, 15.000 personas embarcaron en navíos portugueses
rumbo a Sudamérica, con custodia de la flota del Reino Unido, su
aliado contra franceses y españoles.
El viaje no fue fácil, ocurrió de todo: Primero una tempestad dividió
la flota. Luego, por motivo de la superpoblación en los barcos, escaseó
la ropa y la comida, debiendo ser asistidos por los ingleses. Y por último,
lo peor: una epidemia de piojos atacó la formación en alta mar, por
lo que las mujeres –incluso las de la corte– debieron raparse las cabezas.
Finalmente llegaron a Bahía el 22 de enero, y la primera acción
del gobierno de Don Juan en tierras brasileñas fue la apertura de los
puertos, lo que abolía de hecho la exclusividad del comercio con la ex
metrópoli Portugal y favorecía principalmente a Inglaterra, con quien
se selló luego un tratado de comercio que les otorgaba tarifas aduaneras,
menores incluso que las de los barcos portugueses.
Pero a la larga, esto también benefició a los grandes productores
rurales, sobre todo a los exportadores de algodón y azúcar, ya que los
libraba del monopolio comercial de la metrópolis. Ahora se le podía
vender a cualquiera cualquier producto, sin las restricciones del antiguo
sistema colonial. Esta es una diferencia fundamental con respecto
a las colonias españolas, que sufrían el monopolio de Madrid, un
costoso e inútil intermediario con los países industriales como Inglaterra
y Francia.
Luego de un mes y medio de su llegada a Bahía, la caravana hizo
su desembarco definitivo en Río de Janeiro, que sería de ahí en más
la nueva capital del reino. Brasil ya había dejado –en los hechos– de
ser una colonia, y pasaba a ser metrópoli de un imperio.
Poco a poco, Río comenzó a constituirse en sede de ministerios,
secretarías, tribunales, reparticiones públicas y un Consejo de Estado.
El 16 de diciembre de 1815 Brasil pasó a formar parte del Reino
Unido de Portugal, Brasil y Algarve y, muerta la reina María en 1818,
el hasta entonces príncipe regente Don Juan fue coronado rey con el
nombre de Juan VI.
“Las consecuencias de tamaños cambios políticos no se hicieron
esperar también en otros ámbitos. El primer establecimiento de
enseñanza superior de Brasil fue instalado en 1808 en Bahía: la
Escuela Médico Quirúrgica. Y siguieron otros en Río de Janeiro,
que pasó a ser sede también de la Academia Militar y de la de
Marina y de la Biblioteca Real, núcleo inicial de la Biblioteca
Nacional de Bellas Artes. La presencia de la corte en Brasil animó
la venida de varias misiones exploradoras, científicas y artísticas
europeas, como la misión artística francesa llegada en 1816, entre
cuyos integrantes estaba el pintor Jean-Baptiste Debret” (4).
Por otra parte, la política exterior lusitana en el Brasil fue de
expansión, como la de cualquier imperio. Entre 1809 y 1817 tomó en
su poder a la Guayana Francesa y ya desde 1811 comenzó con sus
incursiones militares en la Banda Oriental, desde siempre anhelada
para participar del comercio en el Río de la Plata. Este objetivo fue
facilitado por las mismas autoridades de Buenos Aires, que consintieron
la actuación de Brasil para combatir a José Gervasio de Artigas,
que luchaba contra el centralismo porteño. Finalmente, tanta insistencia
dio frutos en 1821, cuando Brasil incorporó la Banda Oriental bajo
el nombre de Provincia Cisplatina (ver capítulo de Uruguay).

Las revoluciones de Pernambuco y Porto
Por más que la corte se había instalado en Río de Janeiro y la colonia
se había vestido de metrópolis por un tiempo, las disputas entre la
naciente burguesía colonial y las clases altas portuguesas no se apaciguaron,
más bien todo lo contrario. La corona nunca dejó de ser portuguesa
ni de defender los intereses de los portugueses en Brasil. Por
otro lado, aumentaron los impuestos para soportar los gastos de la
corte y las aventuras militares en el Río de la Plata.
Esto se sumaba a la ya existente sensación de marginación geopolítica
y económica del nordeste. En definitiva, al resquemor contra el centralismo
colonial se le sumaba el sentimiento anti lusitano. En el nordeste se
sentía que el centro de todas las decisiones se había trasladado de una ciudad
extraña, Lisboa, a una ciudad igualmente extraña, Río de Janeiro.
Fue así que en marzo de 1817 estalló en Recife la Revolución Pernambucana,
que pronto se extendió al Sertao, Alagoas, Paraíba y Río
Grande do Norte. Y en ella tomaron parte amplias porciones de la
población: militares, terratenientes, artesanos, comerciantes, sacerdotes
y hasta jueces. Fue una gran revuelta de toda el área nordestina.
Esta vez sí llegó a concretarse la sublevación: los alzados en
armas tomaron Recife e implantaron un gobierno provisorio que proclamó
la República y estableció la igualdad de derechos y la tolerancia
religiosa, aunque no llegó a abocarse al tema de la esclavitud.
El movimiento se sostuvo durante más de dos meses, durante los
cuales el gobierno republicano llegó a enviar emisarios a Argentina,
Estados Unidos e Inglaterra para buscar apoyo. Sin embargo no tuvieron
tiempo, las luchas fueron crueles y en mayo de ese mismo 1817,
las tropas portuguesas recuperaron Recife.
En tanto, en la ciudad portuguesa de Porto se expandía un sentimiento
similar al de Pernambuco, y la clase dirigente se sentía relegada
a un segundo plano con la llamada “inversión brasileña”, o sea, el
traslado de la corte a Brasil. Luego de la caída de Napoleón Bonaparte
y la Restauración del Congreso de Viena, Portugal estaba siendo
gobernado por el mariscal inglés Beresford, quien rendía cuentas a Río
de Janeiro, lo que acentuaba el descontento de la población. Fue así
que surgió en 1820 el movimiento revolucionario de la ciudad de
Porto, que tuvo como principal exigencia convocar inmediatamente a
una Asamblea Constituyente, bajo el nombre de Cortes. Este movimiento
tenía una impronta liberal y moderna, y muy pronto instauró un
gobierno de ese tinte en Lisboa, promoviendo la reunión de las Cortes.
“La miseria del país, la tutela británica y la primacía brasileña,
todo eso comparado con el constitucionalismo español, fueron
los elementos fundamentales de la Revolución Constitucionalista
de Porto en 1820” (5).
La reunión de las Cortes en Portugal hacía de esta manera que, en
la práctica, el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve, tuviera dos
centros de poder: el absolutismo del rey en Río de Janeiro y el constitucionalismo
de las Cortes en Lisboa.
Obviamente que la situación era insostenible, sobre todo porque
la lejanía geográfica acrecentaba las intrigas de poder y los conflictos
de todo tipo. A tal punto se había llegado, que incluso muchas provincias
brasileñas adherían a las Cortes de Lisboa dándole la espalda a
Río de Janeiro, como forma de luchar contra el absolutismo monárquico.
Este fue el caso de las provincias de Gran Pará (Amazonia) y
Bahía (la más poblada y rica en ese momento), que adhirieron a las
Cortes como provincias de Portugal.
Era imperioso el retorno del rey Juan VI a Portugal, para unificar
de alguna manera el poder. Pero además, porque desaparecida la
dominación napoleónica en Portugal, ya no tenía sentido la permanencia
del rey en Sudamérica.
La tensión alcanzó un grado extremo, hasta que en febrero de
1821, las tropas portuguesas acuarteladas en Río se sublevaron y obligaron
al propio rey a jurar la Constitución en elaboración y preparar
su retorno a Portugal.
Finalmente, Juan VI embarcó de vuelta para Lisboa, un poco contra
su voluntad y para beneplácito de la burguesía liberal portuguesa
y las clases brasileñas más modernizadas. Emprendió el cruce del
Océano Atlántico en el sentido contrario que 14 años antes, acompañado
por 4.000 portugueses. En Río de Janeiro dejó a su primogénito,
el príncipe Don Pedro, que por entonces tenía 20 años y se había casado
en 1817 con María Leopoldina Josefa Carolina, más conocida
como Leopoldina de Austria, hija del último emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico, Francisco II.
La independencia
A fines de 1821 las Cortes decidieron transferir las principales reparticiones
del gobierno de Brasil nuevamente a Portugal, destacaron nue69
vos contingentes militares para Río de Janeiro y Pernambuco y, lo más
importante, determinaron el retorno a Lisboa del príncipe Don Pedro.
Sin embargo, el llamado “Partido Brasileño” concentró sus
esfuerzos en la permanencia de Don Pedro, algo con lo que el propio
príncipe estuvo de acuerdo. Esa decisión quedó firme el 9 de enero de
1822, día que luego se conoció como “Día do Fico”, que significa “día
de la permanencia”.
Los subsiguientes fueron todos actos de ruptura con Portugal. Don
Pedro comenzó a esbozar un ejército brasileño, al tiempo que, por primera
vez, puso como jefe de ministros a un brasileño, José Bonifacio
de Andrada e Silva.
Ante todos estos gestos de rebeldía de hijo a padre o de colonia a
metrópolis –como se lo quiera mirar–, las Cortes de Lisboa se dispusieron
a enviar una intervención militar a Pernambuco y Río de Janeiro,
y el príncipe regente, seguro del apoyo de Río de Janeiro y San
Pablo, viajó a Minas Gerais para exhaltar el sentimiento de “brasilianidad”
y necesidad de unión. Estas tres provincias proporcionaron una
base de apoyo fuerte para el proyecto de Don Pedro, tanto desde lo
político cuanto desde lo económico, ya que era la zona cafetera más
pujante de todo Brasil.
Sin embargo, la reacción del Partido Portugués no se hizo esperar,
aunque estaba evidentemente en inferioridad de condiciones. De
hecho, los liberales brasileños hacían fuerza por el fortalecimiento del
príncipe regente para evitar movimientos más radicalizados en las
provincias que pudieran llevar a Brasil a la “vía hispanoamericana”,
esto es, a desmembrarse en distintas repúblicas. Por su parte, los portugueses
bien posicionados en los puertos y en el comercio temían que
una eventual partida de Don Pedro los dejara desprotejidos frente al
hostigamiento brasileño.
Así, el movimiento independentista se fue radicalizando cada vez
más: se empezó a negar trabajo a los recién llegados de Portugal, o a exigírseles
adhesión a la unidad e independencia de Brasil. En agosto de
1822, mientras desde Portugal se seguía demandando el regreso del príncipe
regente, y ante la posibilidad de que llegaran las tropas enviadas por
las Cortes de Lisboa, Don Pedro no se anduvo con chiquitas y decretó que
los soldados llegados de la metrópolis serían considerados enemigos.
Era el momento, el clímax de la tensión entre la metrópolis y la
que había vuelto a ser colonia. En la decisión definitiva tuvieron
mucho que ver Leopoldina de Habsburgo, la esposa de Don Pedro, y
José Bonifacio, el jefe de los ministros.
Finalmente, y mientras estaba de viaje hacia San Pablo para consolidar
su poder, en el mes de setiembre, Don Pedro se paró junto al
arroyo Ipiranga (“rojo” en lengua tupí) y rompió los lazos con las Cortes
de Lisboa, arengando a sus soldados: “Independencia o muerte”.
Luego de eso, se arrancó las cintas azules y blancas (los colores del
Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve) y ordenó a sus huestes
hacer lo mismo. Por último exclamó: “De ahora en adelante, tendremos
todos otra escarapela. El verde y el amarillo serán los colores
nacionales”.
El 18 de setiembre Don Pedro firmó un decreto creando una nueva
escarapela nacional: “La escarapela o distintivo nacional brasileño
será compuesto por los colores emblemáticos: verde de la primavera
y amarillo del oro”.
Días más tarde, con otro decreto, Don Pedro creó la bandera
nacional:
“… He considerado con el parecer de mi Consejo de Estado, determinar
lo siguiente: será, de ahora en adelante, el escudo de armas de
este Reino de Brasil, en campo verde, una esfera de oro, atravesada
por una cruz de la Orden de Cristo, siendo circundada la esfera por 19
estrellas de plata en una orla azul; y firmada la corona real diamantina
sobre el escudo, cuyos lados serán abrazados por dos ramos de
plantas de café y tabaco como emblemas de la riqueza comercial,
representados en su propio color, y ligados en la parte inferior por un
lazo de la nación. La bandera nacional será compuesta de un paralelograma
verde, en el inscripto un cuadrilátero romboidal color de oro,
y en el centro de éste el escudo de armas de Brasil” (6).
Las 19 provincias originales eran en ese momento: Pará, Marañón,
Espíritu Santo, Río de Janeiro, Piauí, Ceará, Río Grande do
Norte, Paraíba, Pernambuco, Alagoas, Sergipe, Bahía, Minas Gerais,
San Pablo, Mato Grosso, Santa Catarina, Río Grande do Sul y la Provincia
Cisplatina.
Si bien puede asociarse el verde con la primavera y el amarillo
con el oro, lo real es que el verde era el color de la casa Braganza y
el amarillo, el de la de Habsburgo. Los diseñadores de esta primera
bandera independiente de Brasil fueron el jefe de ministros José
Bonifácio de Andrada y Silva y el pintor francés Juan-Baptiste
Debret.
El 1° de diciembre de ese mismo año, con 24 años de edad, Don
Pedro fue coronado como emperador de Brasil, con el nombre de
Pedro I.
De esta manera, y muy al contrario de la mayoría de los países de
Sudamérica, Brasil logró su independencia con un mínimo derramamiento
de sangre, prácticamente sin un tiro. La llegada de la corte portuguesa
a Río de Janeiro de seguro contribuyó para que esa transición
de colonia a país independiente, se produjera sin grandes saltos ni
traumas.
Otra diferencia con el resto de los países de Sudamérica, fue que
Brasil no se desmembró como, por ejemplo, el Virreinato de Nueva
Granada (Panamá, Venezuela, Colombia y Ecuador) o el Virreinato
del Río de la Plata (Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay).
Y por último, una diferencia notable es que mientras todas las
naciones nacientes de Sudamérica se organizaron como repúblicas, el
Brasil lo hizo bajo una monarquía hereditaria constitucional.
Pedro I, soberano en las dos orillas
El período independiente se inició con dos conflictos armados de
corte independentista: uno en Bahía y otro en la Banda Oriental,
donde luego la situación derivó hacia la guerra entre el Imperio del
Brasil y las Provincias Unidas del Río de la Plata.
En Bahía, el coronel Madeira de Melo, gobernador militar, con el
apoyo de los portugueses intentó declarar la independencia del Brasil.
Luego de varios meses de lucha, las tropas brasileñas lideradas por
Lord Thomas Cochrane (un comandante inglés contratado por el
imperio, que creó la Armada chilena y peleó junto a San Martín en
Perú), retomaron la situación en julio de 1823. Cochrane luego continuó
su marcha hacia el norte, disciplinando los estados de Marañón y
Pará, que también albergaban intenciones independentistas.
Inglaterra fue, desde un principio, garante de la independencia de
Brasil, celosa de que no se cambiaran las reglas del juego de libre
comercio que favorecían a sus comerciantes. Estados Unidos reconoció
la independencia del nuevo país recién en 1824, y Portugal, en
1825, pero reclamó sin embargo dos condiciones: una indemnización
de dos millones de libras esterlinas y el compromiso de no anexar ninguna
otra colonia portuguesa al Brasil. Esta cláusula se explica por los
intereses de los comerciantes brasileños en el tráfico de esclavos con
la costa oeste de África y, principalmente, con Angola, también colonia
portuguesa. Para pagar la indemnización, el flamante país pidió un
empréstito a Inglaterra, dando por inaugurada así la deuda externa
brasileña. Al respecto, habría que decir que Brasil pasó de una dependencia
política indirecta de Inglaterra, vía Portugal, a una dependencia
económica y financiera directa de Londres, ahora que era
“independiente”.
En 1823, en la inauguración de la Asamblea Constituyente, el
emprerador Don Pedro I juró defender la futura Constitución “si fuera
digna” de Brasil y de él mismo. El modo subjuntivo dejaba en sus
manos la última decisión y demostraba que el absolutismo monárquico
seguía gozando de buena salud. La primera Constitución brasileña
fue promulgada el 25 de marzo de 1824, y nació desde arriba hacia
abajo, desde el gobernante hacia el pueblo, y no al revés. En definitiva,
el soberano no era el pueblo sino que seguía siendo el rey, contrariamente
a lo que divulgaba toda la literatura liberal y progresista
llegada de las revoluciones norteamericana y francesa.
Ese mismo año, en Pernambuco volvieron a encenderse las brasas
de la insurrección, nunca del todo apagadas. Manuel de Carvalho, jefe
de los revolucionarios, proclamó la Confederación del Ecuador, que
reunía en un sistema republicano y federal a las provincias de Paraí-
ba, Río Grande do Norte, Ceará, Piauí y Pará. La resistencia de los
insurrectos duró cuatro meses, hasta que en noviembre las fuerzas
imperiales restablecieron el orden, aunque el nordeste continuó siendo
un núcleo de descontento y ebullición social y política, por lo
menos hasta mitad del siglo XIX.
Pero Don Pedro I no tenía descanso, y una vez sofocado el fuego
en el norte, tuvo que acudir al sur. En diciembre de 1825 estalla la
guerra contra las Provincias Unidas del Río de la Plata por la posesión
de la Banda Oriental, en manos de Brasil desde antes de la independencia,
bajo el nombre de Provincia Cisplatina.
La guerra fue un desastre militar para el Imperio de Brasil, vencido
en la batalla de Ituzaingó el 20 de febrero de 1827 por un ejército
inferior numéricamente. No obstante, por intermediación de Inglaterra,
la Banda Oriental no quedó para ninguna de las dos potencias sudamericanas,
sino que se organizó como país independiente bajo el
nombre de Uruguay y, lo más importante, se garantizó la libre navegación
del Río de la Plata y sus afluentes, algo que interesaba a los
ingleses pero también mucho a los brasileños, ya que era la manera
más rápida y sencilla de llegar hasta la región del Mato Grosso.
Pero la guerra había ocasionado graves perjuicios económicos al
imperio, que se había endeudado más y había contratado mercenarios
de otras nacionalidades. A esto se sumaba que los precios del
algodón, el cacao, el tabaco y hasta el café empezaron a bajar en el
mercado internacional. Don Pedro I apeló a la tradicional emisión de
grandes cantidades de monedas de cobre, lo que produjo inflación.
El mismo papel moneda emitido en Río de Janeiro era recIbído en
San Pablo a un 57 por ciento de su valor, y el Banco do Brasil –que
había sido fundado por Don Juan cuando llegó a Río en 1808 y casi
fundido en 1821, cuando se fue a Portugal con todo el oro– fue
cerrado en 1829.
La inflación encareció los productos importados que consumía la
clase alta, que empezó a expresar muestras de descontento. Si a eso se
le suma que las clases bajas vivían poco más que en la indigencia, el
descrédito del gobierno era cada vez más preocupante.
Además, a pesar de la pretensión de absolutismo, la Cámara de
Diputados y la prensa se constituyeron en firmes adversarios del
monarca, y comenzaron a criticar la mayoría de sus actos de gobierno,
obstaculizándole cada acción hacia inicios de la década de 1830.
En tanto, el grueso del ejército también comenzó a distanciarse
del emperador: la tropa porque sufría las mismas penurias que el resto
de la población, y la oficialidad porque estaba descontenta con las
derrotas militares y los privilegios de algunos comandantes portugueses.
En marzo de 1831, en medio del enrarecimiento general del clima
político, la élite portuguesa decidió hacer una velada de festejos como
apoyo al emperador, lo que encendió la mecha del incendio final. La
reacción popular no se hizo esperar y hubo enfrentamientos entre los
dos bandos durante varios días, incluida la famosa “Noche de los
botellazos”, porque fue una gresca generalizada en la que se usaron
como proyectiles botellas y pedazos de vidrios. Finalmente tomó
intervención el ejército, y el 7 de abril de 1831, a las tres de la madrugada,
se forzó a Don Pedro I a abdicar a favor de su hijo, futuro Pedro
II, que por entonces tenía sólo cinco años.
Don Pedro partió esa misma mañana con rumbo a Inglaterra, con
la intención de volver a Portugal y reclamar el trono, ya que en 1826
había muerto su padre Don Juan. Aunque parezca mentira, el hombre
que había roto con Portugal declarando la independencia de Brasil,
echado de su país adoptivo, volvió a gobernar su tierra natal con el
nombre de Pedro IV. Pero esa es otra historia.
Más allá de todo, Don Pedro I es también hoy uno de los héroes
de Brasil, junto con Tiradentes, aquel revolucionario republicano de
Minas Gerais.

La regencia
Con la abdicación de Don Pedro I se cierra el proceso de independencia,
ya que al poder lo toma en su totalidad la burguesía brasileña,
controlando todo el aparato del Estado y desplazando de todos los
puestos de jerarquía a los últimos nativos portugueses.
Si bien es cierto que había distintos grupos en pugna, prevalecieron
los liberales moderados, que fueron los que ejercieron la regencia
del imperio hasta 1840, cuando Don Pedro II obtuvo su mayoría de
edad anticipadamente.
Hubo algunas reformas, como la creación de asambleas provinciales
y la potestad de que se administrasen con mayor autonomía los
recursos locales, pero eso no impidió que se encendieran nuevamente
focos de conflicto en el norte y en el sur.
En Pernambuco volvió a encenderse la chispa de la rebeldía con
la Guerra de los Cabanos, en la que se agruparon pequeños productores,
campesinos, indios, esclavos y trabajadores de los ingenios azucareros.
Irónicamente, fueron reprimidos por Manuel Carvalho, aquel
que había proclamado la Confederación del Ecuador y que ahora era
gobernador de Pernambuco.
Pero a esa insurrección le siguieron otras en el nordeste: la
Cabanagem en Pará, entre 1835 y 1840; la Sabinada (por su líder
Sabino Barroso) en Bahía, entre 1837 y 1838; y la Balaiada en
Marañón, entre 1838 y 1840, que luego se extendió hacia Piauí con
un líder negro de nombre Cosme, quien fue el primero en organizar
una fuerza de 3.000 esclavos sublevados. Todas estas revueltas contra
el centralismo monárquico de la regencia, fueron finalmente
derrotadas por las tropas del imperio. Pero hubo una que causó especial
preocupación: fue en el Río Grande do Sul, la Revolución
Farroupilha, que estableció un gobierno republicano independiente
entre 1835 y 1845.
La palabra “farroupilha” viene de “farrapos” que significa “harapos”,
y está relacionada con un modo despectivo de referirse a los
insurrectos por parte de las autoridades imperiales. Sin embargo, eso
dista mucho de la realidad, ya que los impulsores de la revuelta no
eran ningunos harapientos sino los principales terratenientes y hacendados
del Río Grande do Sul, dedicados a la cría de ganado y a su
comercialización con Uruguay y Argentina.
La economía riograndense estaba principalmente ligada al mercado
interno brasileño, ya que proveía por un lado el charqui, que cons75
tituía la base de la alimentación de los esclavos, y por otro lado, mulas
para el transporte terrestre. Además, grandes colonias de azorianos
plantaban el trigo que se consumía en el resto del país.
Sin embargo, las quejas de los gaúchos (gentilicio de los habitantes
del sur brasileño) contra el gobierno central venían desde muy
atrás y se referían principalmente a que sufrían una carga impositiva
excesiva y que no se sentían correspondidos por el gobierno nacional.
En esto coincidían tanto conservadores como liberales y el sentimiento
segregacionista estaba bastante difundido en la población. Incluso
en la actualidad, quedan todavía bolsones de separatismo en el Río
Grande do Sul.
En ese momento reclamaban principalmente contra la clase dominante
de Río de Janeiro y San Pablo, que beneficiaba a los productores
cafeteros y siempre dejaba de lado las reivindicaciones de los
ganaderos del sur. La política de libre comercio, por ejemplo, que
beneficiaba a las élites comerciales del resto del país ligadas al cacao,
el café y el azúcar, perjudicaba a los estancieros, que debían pagar
más cara la sal que les vendían los ingleses, pero no podían aumentar
el precio del charqui porque si lo hacían, los esclavistas de Río de
Janeiro compraban ese charqui en Uruguay o Argentina.
El líder de los estancieros y jefe de todos los caudillos gaúchos fue
Bentos Gonçalves, quien peleó codo a codo con Giuseppe Garibaldi,
futuro hacedor de la unidad de Italia en la segunda mitad del siglo XIX.
La lucha fue larga y basada principalmente en las caballerías; los
rebeldes llegaron a tomar en su poder gran parte de Santa Catarina,
además de todo Río Grande do Sul.
En 1838, en la ciudad de Piratini, se proclamó la República y se
designó a Bento Gonçalves como presidente.
La guerra continuó pero la solución definitiva llegó de la mano de
las negociaciones. Finalmente el gobierno central accedió a poner un
25 por ciento de arancel de importación al charqui que entrara de Uruguay
o Argentina, los principales jefes farroupilhas fueron amnistiados
e incluso incorporados al ejército, y el gobierno imperial asumió
todas las deudas que había contraído la República de Piratini en sus
10 años de existencia.
Esta experiencia llevó a Brasil a prestar nuevamente atención al
Plata y sobre todo, a entrometerse en la política interna del Uruguay,
donde se alió con el Partido Colorado, tradicional adversario del Partido
Blanco, que a su vez tenía una alianza con Juan Manuel de Rosas,
caudillo y gobernador de la provincia argentina de Buenos Aires.
Durante los nueve años que duró la regencia se fueron delineando
los dos grandes partidos de la época imperial: el Partido Conservador,
que agrupaba a magistrados, burócratas, terratenientes (en especial de
Río de Janeiro, Bahía y Pernambuco) y grandes comerciantes; y el
Partido Liberal, que reunía a la clase media urbana y algunos productores
agrícolas sobre todo de San Pablo, Minas Gerais y Río Grande
do Sul.
Por una de esas paradojas que tiene la política, no fueron los conservadores
sino los liberales los que apresuraron el ascenso de Don
Pedro II al trono, poniendo fin a la regencia. Así fue que en julio de
1840, Don Pedro II asumió el poder real con sólo 14 años de edad.
El segundo reinado y la Triple Alianza
La última revolución provincial fue, como no podía ser de otra
manera, en Pernambuco en 1848, y se la llamó Revolución Praieira
porque estaba fogoneada por un periódico liberal llamado Diario
Novo que tenía su sede sobre la Rua da Praia (la calle de la playa). La
revuelta fue de tinte eminentemente liberal y tenía como una de las
principales reivindicaciones el voto universal. Luego de la represión
inicial, continuó en forma de guerrillas esporádicas hasta 1850, cuando
se diluyó definitivamente.
Pero más allá de estas revoluciones provinciales con reinvindicaciones
concretas y puntuales, no hubo una violencia política generalizada
durante el segundo reinado, ya que Don Pedro II, en sus 50 años de
gobierno, cambió 36 veces su gabinete de ministros, con un promedio
de un año y tres meses de duración para cada uno. Además, el emperador
iba llamando alternadamente y según su criterio, a dirigentes del
Partido Conservador y del Partido Liberal. Todo esto, que aparentemente
podría haber contribuido a la inestabilidad del sistema, en realidad lo
que hizo fue implementar un sistema de alternancia en el poder de los
dos principales partidos. Así, cuando uno estaba en el gobierno, el que
estaba en la oposición mantenía las esperanzas de ser llamado a gobernar.
De esta manera, el recurso de las armas se tornó innecesario.
Sin embargo, mientras las armas se usaban poco y nada en la polí-
tica interna, el imperio empezó a usarlas cada vez más en su política
externa. En setiembre de 1864, el ejército del imperio invadió Uruguay,
gobernado por entonces por el Partido Blanco, y ayudó a colocar
en el poder al caudillo colorado Venancio Aires.
En Argentina estaba Bartolomé Mitre, que había ascendido al
poder en 1862, luego de derrotar a Justo José de Urquiza en la batalla
de Pavón.
El 1° de mayo de 1865 los tres gobiernos –brasileño, uruguayo y
argentino– firmaron el Tratado de la Triple Alianza, para enfrentar al
Paraguay, gobernado por Francisco Solano López.
Para esa época, Solano López había hecho de Paraguay un país
desarrollado en el corazón de Sudamérica (ver capítulo de Paraguay).
Competía con la Argentina en la producción de yerba mate,
no permitía a Brasil el uso del río Paraguay para acceder al Mato
Grosso y, principalmente, había generado que Inglaterra perdiera el
control sobre el comercio del algodón paraguayo. Por eso, por motivos
propios pero sin dudas también fogoneados por Inglaterra,
Aires, Mitre y Don Pedro II emprendieron la guerra contra el Paraguay,
que duró cinco años y tuvo consecuencias desastrosas para ese
país: Perdió gran parte de su territorio, que se repartieron las potencias
vencedoras: Brasil y Argentina; el proceso de desarrollo y
modernización pasó a ser historia y el Paraguay tuvo que incorporarse
al comercio mundial como proveedor de materias primas de
poco valor; pero lo peor fue que casi la mitad de su población murió
en la guerra, pasando de 406.000 habitantes en 1864, a 231.000 en
1872. La mayoría de los sobrevivientes fueron mujeres, niños, viejos
y enfermos.
Pero esta guerra también trajo consecuencias para Brasil, que
quedó aun más endeudado con Inglaterra. Se empezaron a ver así los
primeros síntomas de crisis en el segundo reinado y se comenzó a vislumbrar
un incipiente movimiento republicano.
El republicanismo y el positivismo
En 1870, en Río de Janeiro, hombres como Lopes Trovao y Silva
Jardim firmaron el primer manifiesto republicano, estableciendo que
el camino para llegar a la república era una gran revolución popular.
Pero surgió otro líder republicano, Quintino Bocaiúva, quien era partidario
de una transición pacífica, y si se podía, esperar hasta la muerte
del emperador.
Fuera como fuese, las ideas republicanas se extendían en la población,
sobre todo entre los profesionales liberales, los periodistas y
también entre muchos militares. En Río de Janeiro se asociaba a la
República a la mayor representación política, al fin de la esclavitud, a
un mayor federalismo en la relación con las provincias y a una mayor
defensa de los derechos y las garantías individuales.
También surgió en las provincias un movimiento republicano de
tinte conservador, teniendo como mayor expresión al Partido Republicano
Paulista (PRP), fundado en 1873, cuyos cuadros provenían en su
mayoría de la burguesía cafetera. El punto básico que defendía el PRP
era el federalismo, con mayor autonomía para las provincias. En San
Pablo sobre todo, cada vez se propagaba más la idea de que la monarquía
y el federalismo eran incompatibles, sobre todo en un régimen
tan centralizado como el de Don Pedro II. Pedían principalmente el
manejo de la política bancaria, de la inmigración y de las rentas provinciales.
Como se ve, en cada lugar, el republicanismo tenía su impronta y
hacía énfasis en distintas reivindicaciones y aspiraciones. A esto se
sumaban los planteamientos de la oficialidad joven del ejército, que
empezó a criticar la política imperial y a reclamar por el fin de la
esclavitud, una mayor atención a la educación, a la industria y a la
construcción de vías de ferrocarril, la novedad tecnológica de esos
tiempos.
En amplias capas del ejército anidó también la idea de “dictadura
republicana” de Augusto Comte, el padre del positivismo. Esta idea se
contraponía a la república liberal, en la cual la soberanía reside en el
pueblo que delega mediante un mandato el ejercicio del poder en un
congreso y en un ejecutivo.
“La dictadura republicana implicaba la idea de un gobierno de
salvación en nombre del pueblo. El dictador republicano debía
ser representativo, pero podría apartarse del pueblo en nombre
del bien de la república. Él sería electo por toda la vida y hasta
podría influir en la elección de su sucesor”, (7).
Estas ideas positivistas anidaron en muchos oficiales jóvenes del
ejército y en algunos intelectuales y profesionales, que veían en un
ejecutivo fuerte y ordenado la posibilidad de organizar y modernizar
el país.
Los otros postulados generales del positivismo eran la separación
de la Iglesia y el Estado, el desarrollo industrial, y un amplio impulso
a la ciencia y a la enseñanza técnica.
“En los medios militares brasileños, la influencia del positivismo
sólo raramente se dio por la aceptación ortodoxa de sus
principios. En general, los oficiales del ejército, así como
muchos estudiantes y profesores, absorvieron aquellos aspectos
más afines a sus percepciones. La dictadura republicana
asumió la forma de la defensa de un ejecutivo fuerte e intervencionista,
capaz de modernizar el país, o simplemente la
forma de una dictadura militar” (8).
“En resumen, el positivismo, con su énfasis en la acción del
Estado y en la neutralización de los políticos tradicionales,
contenía una fórmula de modernización conservadora del país,
que era muy atractiva para los militares” (9).
En 1884, el ministro de Guerra firmó un decreto por el cual prohibía
a los militares discutir públicamente de política o de cuestiones
castrenses. Entonces, los militares establecidos en Río Grande do Sul
hicieron una gran reunión en Porto Alegre para discutir la prohibición.
Ante las órdenes de Río de Janeiro, Deodoro Fonseca –en la presidencia
de la provincia– se negó a castigar a los militares que habían participado
de la reunión y la situación se tensó. Finalmente, los militares
salieron airosos, se revocó la prohibición, y el Congreso dio un voto
de censura al gabinete de ministros.
En junio de 1887, se creó el Club Militar para defender los intereses
de los uniformados. Deodoro fue elegido presidente del mismo y
en ese mes reclamó al ministro de Guerra que el ejército dejara de ser
obligado a perseguir esclavos escapados, lo que en la práctica se hizo
realidad.
La insatisfacción militar y la propaganda republicana crecían a
pasos agigantados, al tiempo que se veía cómo el sistema imperial
hacía agua por todos lados, cuando en 1887 comenzaron con más asiduidad
los contactos entre republicanos paulistas, gaúchos y militares.
En noviembre de 1889 se reunió un grupo de notables figuras civiles
y militares, que intentó convencer a Deodoro de que encabezara un
movimiento contra el régimen.
Éste, al principio dudaba porque era amigo personal del emperador,
pero luego se convenció de marchar hacia Río de Janeiro, al
menos para derrocar al entorno de Don Pedro II.
Por consiguiente, en las primeras horas del 15 de ese mes, Deodoro
asumió el comando de la tropa y marchó para ocupar el Ministerio
de Guerra. Aquí se produjo un episodio confuso que habría de librar
al Brasil de grandes tragedias y derramamientos de sangre en sus
grandes cambios históricos. No se sabe a ciencia cierta si Deodoro
efectivamente proclamó la República o simplemente derrocó al ministro
de Guerra, pero se produjo el enfrentamiento directo de los republicanos,
apoyados por la burguesía cafetera paulista, y la élite
imperial, desorientada por la ausencia del emperador, que estaba atravesando
una crisis diabética.
Lo cierto es que al día siguiente la monarquía era un buque a la
deriva, no tenía ningún poder, y a los pocos días la familia real partió
al exilio. Asumió entonces de hecho Deodoro da Fonseca, al frente de
un gobierno provisorio y como presidente de la República.
Una de sus primeras medidas de gobierno fue modificar la bandera
nacional. De ello se encargó (a pedido del nuevo ministro de Guerra,
Benjamin Constant) Raimundo Teixeira Mendes, presidente del
Apostolado Positivista de Brasil.
En principio se dejó el rectángulo verde con el rombo amarillo
(colores nacionales), se cambió el escudo de la familia Braganza por
la esfera celestial, atravesada por una franja blanca con la inscripción
positivista “Orden y progreso”, y quedaron las 21 estrellas que representaban
a los estados de Brasil de la época, que eran los mismos 19
de 1822 –menos la Provincia Cisplatina, pero más los de Amazonas y
Paraná y el municipio neutro, o sea, la capital, que en ese momento
correspondía a Río de Janeiro. Esas 21 estrellas estaban dispuestas,
como contamos al comienzo de este capítulo, tal como se veía el cielo
de Río de Janeiro el 15 de setiembre de 1889, cuando Deodoro da
Fonseca marchó hacia el Ministerio de Guerra y, consciente o no, dio
por finalizada la época imperial en el Brasil.
Bibliografía
1- Fausto Boris, Historia do Brasil, Editora da Universidade de
Sao Paulo, Sao Paulo, 1995, p. 113.
2- Op. cit., p. 114.
3- Op. cit., p. 120.
4- Santana Cardoso y Ciro Flamarion, “La crisis del colonialismo
luso en la América portuguesa, 1750-1822”, en Historia General de
Brasil, compilado por María Yedda Linhares, Editora Campus, Río de
Janeiro, 1990, p. 105.
81
5- Mattos Monteiro Hamilton de, De la independencia a la victoria
del orden, en Historia General de Brasil, Editorial Campus, Rio de
Janeiro,1990, p. 112.
6- www.novomilenio.inf.br
7- Ibíd., Fausto, 1995, p. 232.
8- Op. cit., p. 232.
9- Op. cit., pp. 232 y 233.
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