Mariano Saravia
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Especialista en Política Internacional

CUADERNO DE UN VIAJADOR. CAPÍTULO 7: ARMENIA

septiembre  2018 / 13 Comentarios desactivados en CUADERNO DE UN VIAJADOR. CAPÍTULO 7: ARMENIA

ARMENIA
El aeropuerto Charles De Gaulle de París no era tan
complicado como lo fue después. En ese momento, julio de 2006,
no tenía tantas medidas de seguridad contra atentados terroristas.
Sin embargo, no era tan fácil descubrir el camino que llevaba a la
conexión con el vuelo para Yerevan. Me sorprendió, además, que
otro pasajero –que venía en el mismo avión desde Buenos Aires–
estaba recorriendo un itinerario idéntico. Pensé que quizás íbamos
a igual destino, pero no le hablo. Ya en el avión, confirmo mis
conjeturas y finalmente me decido a entablar un diálogo, pensando
que puede ser alguien de la diáspora que viaja a la madre patria.
-Hola, ¿vos sos argentino, no?
-Sí, ¿vos también?
-Sí, soy de Córdoba, me llamo Mariano.
-Yo soy de Buenos Aires. Jorge. ¿Vas al aeropuerto?
Lo miro algo sorprendido y le digo que sí, mientras pienso:
«Estamos en un avión, a 10 mil metros de altura, ¿adónde voy a ir
sino a un aeropuerto, igual que vos y que todos los que estamos
aquí arriba?».
Con la charla, me doy cuenta de cuál era el verdadero sentido
de la pregunta: si yo iba (como él) a trabajar al aeropuerto de
Yerevan, que está operado por Ernesto Eurnekian, un empresario
argentino de origen armenio. Y por eso hay muchos argentinos
trabajando allí.
Luego, cuando llegamos, entre los saludos y abrazos de los
pasajeros (casi todos de la diáspora provenientes de Francia y
Estados Unidos) que se reencuentran con sus amigos y familiares,
empiezo a ver las grandes similitudes con el aeropuerto de Ezeiza y
hasta con el de Córdoba, que son del mismo grupo empresario.
Es que en la década del ’90, Armenia fue atravesada
por la misma ola neoliberal que la Argentina y que gran
parte del mundo, y su presidente de entonces llamado
Petrosyan –un equivalente a nuestro Carlos Menem–
privatizó todo lo que pudo, no siempre de la forma más
prolija y conveniente para el país.
Estaba todavía en el aeropuerto, cuando llegaron los 16
jóvenes cordobeses del grupo scout Aragats, se sentaron en círculo
en el suelo, en medio de la sala de arribos y empezaron a llorar
como criaturas. La gente se les acercaba y les preguntaba si les
ocurría algo. Pero ellos no podían contener la emoción del
desembarco en esa tierra, tantas veces soñada e imaginada.
En migraciones, sin mucho trámite, me selló el pasaporte un
policía con una enorme gorra, mucho más grande que su cabeza,
que remitía a las imágenes de la ex Unión Soviética, como así
también la torre de control y la parte vieja del aeropuerto.
Más allá, una mujer armenia de Estados Unidos hacía un
escándalo porque se demoraba mucho el funcionario que la tenía
que atender, y gritaba mitad en inglés y mitad en armenio: «En
este país todo funciona mal, es un atraso total». Fue el primer
episodio que me llamó la atención sobre algunos roces entre
armenios de la diáspora y armenios de la «Madre Patria».
Mientras pensaba qué haría y cómo llegaría hasta el hotel
que tenía apuntado en un papel, se me acercó un hombre gordo y
de barba negra tupida. Era Giro Manoyan, el responsable de
Relaciones Internacionales de la Federación Revolucionaria
Armenia, el Partido Tashnatzutiun. Subimos a un jeep viejo y me
sumergí en ese mundo fascinante, que mezcla una historia
milenaria, con restos de la arquitectura colectivista de la era soviética
y nuevas construcciones futuristas.
A veces en francés y de a ratos en inglés, Giro fue contándome
que hasta 1992 era un típico dirigente comunitario de la diáspora
armenia en Montreal, con una vida relativamente tranquila y
organizada. Pero luego de la caída de la Unión Soviética, decidió
que había llegado la hora de dedicar su vida, literalmente, a la
construcción de la nueva Armenia.
Esa noche, luego de dejar los bolsos en el hotel Aní, fuimos a
tomar una cerveza a su bar de la plaza Charles Aznavour (cuyo
verdadero apellido es Aznavourian).
Era una noche cálida de agosto y la gente iba y venía muy
animada, en grupos de amigos o en parejas, algunos vestidos con
ropas un poco anticuadas mientras otros con modelos nuevos, como
los que se pueden ver en cualquier lugar del mundo. Me llamaron
la atención los zapatos puntiagudos de los hombres –igual que sus
narices– y la belleza de las mujeres, casi todas de pelo oscuro y tez
trigueña.
Cerca de la medianoche, y con más de un día de viaje desde
una punta a la otra del mundo, a lo que se sumaba el efecto del
cambio horario, fui a descansar a la habitación del hotel.
Yerevan es una ciudad anaranjada, porque está
construida principalmente con piedra duff, un tipo de
piedra volcánica de ese color muy abundante en esta
zona del Cáucaso.
Es una gran miscelánea, una mezcla de estilos y
sensaciones. Por un lado, hay edificios muy antiguos y
de una enorme belleza arquitectónica, como los que
rodean la plaza de la República, en pleno centro. Por el
otro, inevitablemente queda un importante legado de
arquitectura colectivista, típica de la época soviética. Y
por último, hay una cantidad cada vez mayor de nuevos
y modernos edificios que satisfacen sobre todo la
demanda de armenios de la diáspora que quieren tener
su departamento con vista al Ararat, ya sea para ir de
vez en cuando de vacaciones, como para pasar sus
últimos años de vida en la Madre Patria.
En esta mezcla de modernidad y antigüedad, surgen
de golpe enormes moles fatuas, grandes estructuras
huecas. Son las fábricas abandonadas, que después de
tantos años de la caída de la Unión Soviética, aún no han
podido ser reactivadas. Todo aquello que en otros
tiempos fue el orgullo del proletariado, hoy es un esqueleto
de hierro y cemento, como un Pinocho que está ahí
postrado a la espera de que el hada madrina le insufle
vida.
La cruz y la espada
Entrar al monasterio de Geghard es como meterse en el seno
de la tierra y en el túnel del tiempo. Tiene la estructura
inconfundible de los monasterios ortodoxos, con una base circular
y una cúpula cónica, y fue construido en el siglo XIII directamente
en la roca excavada. Aunque está a sólo 34 kilómetros de Yerevan
y a orillas del río Azat, pareciera que uno está en otro mundo. La
parte más antigua, la capilla San Astvatsatsin (de 1164) es un lugar
mágico de recogimiento donde el silencio es estruendoso.
De pronto, en medio de ese clima de recato, una voz angelical
comenzó a bajar del cielo, o a levantarse de la misma piedra con
un canto gregoriano estremecedor. Era una muchacha que estaba
de visita como nosotros y que empezó a rezar como soprano,
dándole un marco de especial misticismo a este centinela de piedra.
Es que el monasterio guarda lo más preciado de la antigua identidad
armenia, donde lo religioso y lo nacional representan sus dos caras,
imprescindibles tanto una como la otra para comprenderla.
Comienza a caer la tarde en Sardarabad, pero el calor no
afloja. Tardará bastante hasta que el sol deje de castigar y la tierra
y las piedras se puedan refrescar un poco. Mientras esperamos por
horas a los 500 scouts llegados de 18 países distintos para el
campamento de HOM (entidad mundial de beneficencia de mujeres
en la diáspora), conversamos con unos lugareños. Me acerco
entonces a unas mujeres que están haciendo el lavash (un pan
especial que se usa también como hostia en la misa armenia) en
unos enormes agujeros en la tierra. En esos grandes huecos se hace
fuego en el fondo, por lo que sus paredes se ponen incandescentes.
Contra ellas tiran la masa, que en 30 segundos se cocina quedando
una lámina de pan.
Se acerca el chofer, saluda y pide permiso a las mujeres para
comer. Ellas sonríen y hacen un gesto con la cabeza cubierta con
un pañuelo. Luego nos ofrece, a Hovik y a mí, y también comemos.
Al rato llegan dos policías, con sus enormes gorras que evocan a
los soldados soviéticos. También ellos comen el pan y conversan
con las mujeres, que siguen estirando las pelotitas de masa y
pegándolas en las paredes del pozo, hasta que empiezan a
ampollarse y separarse de la pared. Ése es el punto en que el lavash
está seco y crocante para sacarlo del improvisado horno.
Después de un buen rato, por fin llegan los scouts que bajan
de varios colectivos, con sus uniformes típicos y sus banderas
identificatorias. Están los de Buenos Aires, Córdoba, Montevideo,
los de la Costa Este (Boston, Providencia) de Estados Unidos y los
de la Costa Oeste (Los Ángeles), los de Toronto, los de Montreal,
los de Israel, los de Austria, Francia, Jordania, Kuwait, Irak, Irán,
El Líbano, Siria, Grecia y Australia. Además, por supuesto, los
scouts anfitriones.
Por fin alcanzo a ver a los de Buenos Aires, con sus uniformes
azules, y a los de Córdoba, con sus camisas marrones y su bandera
de la Agrupación Arakatz. Orgullosos, ocultando el cansancio,
pasan delante mío María Beatriz Arslanian, María Elisa Donigian,
Cecilia Beatriz Simonian, Marisol Ivonne Khadeyan, María Vanesa
Guedikian, Martín Analian, Ezequiel Toutouchian, Micael
Toutouchian, Alex Vartán Avakian, Fernando Avakian, Axel
Merdinian, y al último, el jefe, Agustín Analian.
Forman todos en la explanada de Sardarabat, donde los
patriotas armenios consiguieron su triunfo más heroico contra los
turcos el 28 de mayo de 1918, garantizando la libertad de un
pequeño Estado que se mantuvo independiente hasta 1920, cuando
se incorporó a la Unión Soviética.
Me acerco a la formación. Agustín Analián me dice agitado:
«Toda mi vida escuché sobre este lugar, tuve que imaginarlo, verlo
en fotos, hacer redacciones, pintarlo en dibujos… Y ahora estoy
aquí, no lo puedo creer, es una sensación muy fuerte».
Evocando la gesta de 1918, un funcionario del Ministerio de
Defensa arenga a los jóvenes armenios de la diáspora: «Así como
ustedes están hoy aquí, estuvieron vuestros padres o abuelos en
1918. La fuerza de sus ideas y de sus corazones vive hoy en ustedes».

El Ararat, secuestrado
Dicen que el Ararat se deja ver solamente por las personas de
buena voluntad. Si no, está brumoso o directamente tapado por
las nubes bajas. Pero ese día en Jorvirab el cielo estaba prístino y el
Ararat se veía nítido, como a tiro de piedra.
Ahí estaba, bien de frente y como inclinándose hacia nosotros,
el Medz (Gran) Ararat, y a su lado, pero más allá y como en un
segundo plano a la izquierda, el Pokr (Pequeño) Ararat.
En esa mañana limpia de agosto, el Ararat se dejaba ver
majestuoso, sin una cordillera que le quitara protagonismo, como
sucede con otros montes incluso más altos (por ejemplo el
Aconcagua o el Éverest).
Además de ser un símbolo de la nacionalidad
armenia, el Ararat es un monte sagrado para la tradición
judeo-cristiana, ya que se cree que fue en sus laderas
donde se posó el Arca de Noé cuando comenzaron a bajar
las aguas del Diluvio Universal, detallado en la Biblia
como un castigo de Dios a los hombres por sus pecados.
Incluso muchas expediciones científicas lo han buscado,
hasta ahora sin éxito, aunque algunas fotos satelitales
muestran manchas que podrían coincidir con el famoso
arca.
En medio de la Armenia histórica, que se extendía
entre los tres mares (Mediterráneo, Negro y Caspio), el
Ararat era una marca registrada de los armenios. Sin
embargo, luego del Genocidio quedó dentro de las
fronteras de la República de Turquía, Estado que
legalmente sucedió al Imperio Otomano.
Por eso, más allá de que el Ararat surge imponente
en la meseta de Anatolia, parece un gigante preso,
confinado, impotente, que reclama volver al seno de su
madre, la Madre Armenia.
Pero si se piensa que San Gregorio estuvo prisionero
en un pozo del monasterio de Jorvirab durante 13 años y
sobrevivió, por qué no pensar que algún día el Ararat
volverá a ser libre, se sacudirá la prisión turca para
volver legalmente a la armenidad (aunque moral,
histórica y culturalmente nunca dejó de serlo).
«Pensar que ese pajarito puede ir volando hasta el Ararat y
volver…», me comenta Agustín con los ojos humedecidos.
Mientras tanto, Fernando y el resto de los chicos ya llevan
más de media hora en silencio, mirando hacia el Ararat. En ese
momento, el silencio se rompió con una voz que venía nítida desde
el otro lado, entre canto y lamento. El idioma era turco. Pronto
nos dimos cuenta de que se trataba del almuecín de una mezquita
llamando a una de las cinco oraciones diarias de los musulmanes.
Esa voz potenció la provocación que ya de por sí significaba el
alambre de púas marcando la zona de exclusión hasta la frontera.
Esa voz venía a remover todas las heridas seculares, justo en
Jorvirab, la cuna del cristianismo armenio.

Armenia Occidental
Desde Yerevan viajamos a Ajalkalaj, de ahí a Ajalcja y desde
allí cruzamos las montañas del Cáucaso Menor con rumbo al Mar
Muerto. El camino era tan malo que la tierra y el polvo lo invadían
todo, mientras que las señales viales brillaban por su ausencia, por
lo que varias veces nos perdimos y tuvimos que volver sobre
nuestros pasos.
Como a las doce de la noche, bajamos en un bar donde cinco
muchachos tomaban cerveza y vodka. Por suerte, Hovik hablaba
bien el ruso y de esa manera se pudo comunicar con algunos de
ellos para consultarles el rumbo. A pesar de que allí el idioma es el
georgiano, con su propio alfabeto, uno de los legados de la etapa
soviética fue que el ruso, en todos estos pueblos, funciona como
lengua franca.
Más tarde, cerca de las cuatro de la mañana, paramos en
una casita de madera que colgaba sobre un arroyo de montaña.
En un paisaje de ensueño, con el marco de las sierras, una
vegetación exuberante, una luna llena que iluminaba la noche
como un gran reflector y el ruido del arroyo, nos bajamos y,
esquivando los zapatos diseminados en la entrada, golpeamos a la
puerta. Apareció un hombre cincuentón, de pijama y gorro de
dormir. Era una situación irreal. Desperezándose, otra vez en ruso,
nos dijo que nos habíamos equivocado y teníamos que retomar el
camino 10 kilómetros atrás.
Al rato comenzó a aclarar y a las cinco y media empezó a
despuntar el sol. Por fin, a eso de las seis y media llegamos a la
ciudad de Batumi, todavía desierta. De a poco, comenzaron a verse
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las amas de casa barriendo las veredas y los recolectores de basura
haciendo su trabajo mañanero.
Fuimos directamente a la playa a dormir un rato luego del
agotador viaje de toda la noche.
En esa zona del Mar Negro, la playa no es de arena sino de
piedras, y no digo piedritas chiquitas. Por lo tanto, mucho no
descansamos, pero al menos pudimos meternos en el mar, que
tenía una temperatura agradable. Queríamos lavarnos un poco y
sacarnos la capa de tierra que traíamos del camino. Lo que hicimos
en realidad fue cambiar la tierra por sal.
Ya desde temprano el calor apretaba. Para colmo se rompió
el auto, con lo que tuvimos que peregrinar hasta encontrar a algún
mecánico que lo arreglara.
Recién al borde del mediodía, Hagop nos dejó en la frontera
entre Georgia y Turquía, la cual debíamos atravesar caminando.
Imagen uno: El gran movimiento de autos, camiones e,
incluso, personas de a pie cargando grandes bolsas no me
sorprendió. Pero sí ver la bandera de la Unión Europea flameando
al lado de la de la República de Turquía, en plena zona del Asia
Menor. Hasta las patentes de los autos eran iguales a las de Europa:
tenían en el costado izquierdo el fondo azul y las estrellas amarillas,
en lugar de tener el fondo rojo y la luna con la estrella blanca.
Más allá de alguna descoordinación y algún amontonamiento,
pasé la aduana sin problemas con mi pasaporte argentino, pero
Hovik tuvo que responder una serie de preguntas sobre por qué y
para qué iba a Turquía, y pagar una visa de 20 dólares por su
condición de armenio.
Finalmente, estábamos del lado turco. Allí se nos acercó sin
dudar Sükrü, seguro de que seríamos los forasteros.
Atravesamos las ciudades de Kayakoy y Karaosmaniye antes
de llegar a Hopa, donde nos alojamos, en un hotel muy modesto
que funcionaba arriba de una estación de servicio pero frente al
mar.
A la tardecita salimos con Hovic a dar una vuelta de
reconocimiento por esta ciudad de 15 mil habitantes, de los cuales
unos 10 mil son armenios hamshenitas, es decir, descendientes de
sobrevivientes del genocidio armenio que fueron obligados a
convertirse al islam y a turquizarse culturalmente. En las calles,
los hombres se reunían en rueda a tomar té, los viejos con su gorro
turco y los jóvenes con camisetas del Galatasaray o del
Fenerbahace, los principales equipos de Estambul.
Imagen dos: Es el miércoles bien temprano y estamos listos
para partir hacia el Lago de Van. SükrüBaris nos pasa a buscar y
nos dice orgulloso que antes de salir a la ruta vamos a pasar por la
casa de su madre para que nos salude y nos dé suerte. Luego de
varias vueltas, llegamos a la casa de Tansu, que sale caminando
con un bastón, y su pelo cubierto por un gran pañuelo al estilo
musulmán. Le pregunto al respecto y me dice que sí, que es muy
seguidora del profeta. En realidad no me dice directamente nada,
sino que la conversación parece el juego del teléfono y se hace muy
lenta, ya que ella le tiene que responder en turco a su hijo Sükrü,
éste le cuenta a Hovik en armenio y finalmente Hovik me dice a
mí en castellano. Cuando nos estamos yendo, Tansu nos saluda
con la mano en alto y nos desea que vayamos con Alá.
Imagen tres: Paramos a tomar un té, pero Sükrü y su
acompañante AkyuzVayig (también armenio hamshenita),
además, toman una sopa con carne y distintos tipos de verduras.
Luego nos ponemos a conversar con un muchacho que atiende
una frutería. En esas largas charlas con dos traducciones de por
medio, me cuenta que la zona está llena de tumbas de armenios de
la época de «las matanzas», y que muchos turcos de la actualidad
las profanan en busca de oro, ya que persiste la creencia de que los
armenios eran gente rica y avara.
Algo parecido a la propaganda nazi sobre los judíos. El camino
zigzaguea y sube, y sube, el paisaje me recuerda los Alpes suizos
vistos desde el tren.
Imagen cuatro: En la oficina de Aydin, primo de Akyuz,
detrás de su escritorio, en la pared descascarada pende un cuadro
con la cara de Mustafá Kemal, Atatürk, como en la mayoría de los
hogares y negocios del país. Es el creador de la Turquía moderna y
venerado por todos como el padre de la Patria. Estamos en Savsat,
una ciudad de montaña en medio del camino. Luego nos juntamos
Yimaz y Abdullah, otros parientes de Akyuz, que amablemente
nos invitan té. A pesar de que todos son armenios hamshenitas,
hablan turco, tienen nombres y apellidos turcos, cultura turca y
religión musulmana. De la armenidad, si es que algo queda, es
algún tipo de vínculo comercial muy indirecto como el de Sükrü
que gana bastante dinero por recibirnos y llevarnos por toda esta
zona este de la meseta de Anatolia.
Imagen cinco: A Hovik se le transforma la cara con una
expresión imposible de describir. No es ni de seriedad, ni de tristeza,
ni de enojo, pero es un poco de todo eso. Me pregunto si se habrá
molestado por algo, no habla, mira por la ventanilla. Entonces me
doy cuenta de que estamos entrando a la región de Ardahan, ya
parte del territorio de la Armenia histórica. Le pregunto entonces
si está bien, le toco la cabeza. Llegando a la ciudad de Kars, sus ojos
no pueden contener un torrente que se transforma en catarata.
«Es que mis abuelos eran de aquí, los padres de mi madre. Se
salvaron escapando hacia la Armenia Oriental. Y mi escritor
favorito, Yeghishe Charents». No sé qué decir, no hay nada que
decir. Hovik sigue mirando por la ventanilla, consciente quizá de
que su angustia es la suya, pero también la de sus padres, abuelos,
bisabuelos, la de todo un pueblo. Mientras lo veo llorar con lágrimas
secas, en el asiento de adelante, Sükrü y Akyuz mueven los brazos
al ritmo de Kenan Kockaya, un cantante turco de moda.
Imagen seis: Vamos por un caminito de tierra, con algunas
casitas de adobe y techo de paja al costado, con animales que se
cruzan de tanto en tanto frente al auto. De repente, luego de una
curva, se levantan frente a nosotros las ruinas de Aní. No son
imponentes, se ve sólo la muralla, pero nos impresiona pensar
adónde estamos llegando. Apenas bajamos del auto, los nubarrones
se cierran, se pone todo negro y comienza a llover de golpe. Parece
un signo del cielo que también está llorando. Aní está a 40
kilómetros de la ciudad de Kars. Tuvimos que insistir con bastante
empecinamiento y terquedad para convencer a Sükrü y Akyuz de
ir hasta allí, ya que ellos no sabían de qué se trataba y ni siquiera la
habían escuchado nombrar. Muy poca gente es la que va a este
lugar, que por temporadas y según el humor de las autoridades de
turno, está abierto o cerrado; casi siempre fuertemente militarizado.
Los turcos ni saben de su existencia, los armenios prácticamente
no viajan a Turquía y los pocos visitantes que se ven por ahí son
algunos europeos que seguramente se llevarán una imagen
totalmente distorsionada si se guían por los carteles oficiales que
hablan de «restos de la cultura otomana» o, en el mejor de los casos,
de «viejas iglesias georgianas».
En realidad, Aní era una ciudad pujante a inicios
del siglo I y llegó a su máximo esplendor entre el 990 y el
1020. En esos años se terminó la catedral y fue conocida
como «la ciudad de las mil y una iglesias».
En el año 1064, los turcos selyúcidas atacaron Aní,
y luego de un corto sitio de 25 días, masacraron a su
población. Más tarde fue ocupada sucesivamente por
georgianos, turcos y por el fugaz imperio de Trebizonda,
pero finalmente fue destruida en 1239 por las hordas del
GengisKhan.
Hoy quedan los restos de la Gran Catedral, de la iglesia de
San Gregorio el Iluminador y la capilla de San Gregorio de
Abughamrénts. Aunque las tres están en ruinas, son el reflejo
sobreviviente del esplendor que tuvo Aní en su época de oro. Por
fuera se conservan aún esculturas y escrituras en bajo relieve en
armenio. Por dentro, en la iglesia de San Gregorio el Iluminador
todavía persisten milagrosamente frescos con escenas de la Biblia.
Están en las paredes de la nave central, en la bóveda y en la cúpula
cónica que, descabezada, parece un conducto al cielo.
Por los esqueletos agujereados de estas maravillas
arquitectónicas, aúlla el viento y el silencio se hace fantasmal. Es
como si siglos de historia se nos cayeran encima. Entonces nos
sentamos en una de estas piedras, verdaderos guardianes de las
glorias pasadas, y nos asociamos a ese silencio sepulcral. En un
momento, Hovik me mira y me dice: «¿Sabes algo? Éste es el viaje
más importante de mi vida, aquí uno se da cuenta de muchas cosas».
Más allá de la desolación y las arcadas vacías se ve una torre
militar, pintada de gris. Del otro lado del río, otra igual, pero verde,
marca la posición armenia. Y al lado, en una cantera, trabajan los
camiones y hasta se escuchan las voces de los mineros. Si se pudiera
pasar por el puente destruido, el viaje desde Yerevan hasta Aní
duraría dos horas. Pero lamentablemente la frontera está cerrada
en toda su extensión. Además, los barrancos del lado turco están
alambrados y electrificados. Por eso, en vez de dos horas nosotros
tuvimos que hacer un viaje de dos días, atravesando toda Georgia
hasta el Mar Negro y desde ahí entrar a Turquía y bajar
nuevamente al sur.
Me voy de Aní (el nombre más difundido entre las chicas
armenias) con la última imagen, la de la bandera turca chicoteando
con el viento frío en la colina más alta y en la entrada de la otrora
esplendorosa capital armenia.
Imagen siete: Sükrü levanta su copa de Raky, la bebida
nacional de los turcos, una mezcla de vodka y anís. «Brindo porque
los turcos, armenios y argentinos seamos amigos por siempre y
vivamos en armonía. Y porque gracias a ustedes hemos conocido
Aní, ya que no habíamos ni siquiera escuchado hablar de su
existencia», dice.
-¿Para ustedes Atatürk es un héroe nacional?
-Sí, claro, fue un gran hombre y todos los turcos le debemos
respeto y admiración. Sin Atatürk, muchos armenios más podrían
haber muerto.
-¿Pero te parece que murieron pocos? Fueron
1.500.000 los masacrados.
-¿Y eso quién te lo dijo. Ni tú ni yo estábamos allí como para
asegurarlo. Además, en las guerras siempre muere gente.
-Sí, pero eso no fue una guerra sino un genocidio.
-No creo. Hubo muertos de los dos lados, también hubo
muchas víctimas turcas. En realidad, los que empezaron el conflicto
fueron los armenios y luego los rusos fomentaron esa enemistad,
para dividir a turcos y armenios y luego dominarlos.
-Es decir que no querés a los rusos.
-No.
-¿Y a los griegos?
-(Mala cara). Son nuestros enemigos.
Imagen ocho: La única iglesia cristiana armenia que queda
en pie en la ciudad de Kars está cerrada, abandonada, llena de yuyos
y de ratas, y arriba de su tradicional cúpula cónica, han suplantado
la cruz por la medialuna del Islam. Genocidio cultural. La imagen
contrasta con la de una enorme mezquita resplandeciente que está
ubicada justo enfrente, cruzando una calle. Estamos ahora sobre
la colina, en el corazón de lo que era el antiguo pueblo de Kars, que
el poeta Eghishe Charents describió en sus obras con maestría. Algo
sorprendente es la cantidad de peluquerías que se ven –algunas
más lujosas, otras más pobres y simples– en todos lados, en galerías,
en locales, hasta en la calle, y todas tienen clientes. En uno de los
cuentos de Charents, el peluquero armenio está afeitando a un
cliente turco cuando un vecino llega a su peluquería y anuncia que
están llegando los soldados turcos atacando a la población civil.
Inmediatamente, el peluquero degolla a su cliente con la navaja.
Luego se dan cuenta de que era sólo una falsa alarma.
Kars era una capital importante dentro de la Armenia
histórica. Fue una de las ciudades más castigadas durante el
Genocidio y luego, incluso, destacada en el breve período de
república independiente, entre 1918 y 1920.
En el castillo de Kars, que primero fue abandonado por los
rusos y luego tomado por los turcos casi sin resistencia de las
disminuidas fuerzas armenias, nos encontramos con Ahmed, un
suizo hijo de turcos que está viajando en moto por el país de sus
padres. Después de una amable conversación entre los tres, Hovik
le preguntó sin vueltas: «¿Qué piensan tus padres sobre el Genocidio
Armenio?». «Creo que lo niegan, pero es un tema del que no
hablamos, porque una vez surgió y terminó en una discusión. Creo
que han sido educados para negarlo», respondió Ahmed.
Imagen nueve: Ahora la mala cara es la mía, por el miedo
que me provoca la forma en que conduce Akyuz. No sólo va
demasiado rápido para las carreteras que hay, 150, 170 kilómetros
por hora, sino que además maneja decididamente mal. Prefiero no
mirar el camino y recordar la cara de Rasoul, un viejito azerí que
conocimos en el hotel de mala muerte donde tuvimos que dormir
en la ciudad de Kars. Las sábanas rotas y más chicas que el colchón,
manchadas con algo ocre que mejor ni imaginar qué sería, un baño
donde había que hacer equilibrio para entrar y el agua que se
cortaba a cada momento. Rasoul estaba en Kars visitando a sus
familiares, pero vive en Bakú, Azerbaiyán. Sin embargo, es también
una víctima de la insoportable situación que se sufre en la región.
Él, aunque turco azerí de origen, nació y vivió hasta los 56 años en
Gyumri, al norte de Armenia. Pero con la caída de la Unión
Soviética y las primeras matanzas de armenios en Azerbaiyán y en
Nagorno Karabaj, consideró que también su seguridad personal
podría correr peligro en Armenia, por lo que luego de toda una
vida de vivir en Gyumri, se mudó a Bakú.
Imagen diez: La iglesia de la Surp Jach (Santa Cruz), en la
isla de Ajtamar, está presa. Además de estar destruida, abandonada
y sin su cruz en la cúpula, está totalmente cercada por alambrados
y alambres de púas, para asegurarse de que nadie pueda entrar.
Un cuidador dice que no se puede pasar porque la están arreglando.
Es una forma más de aportar al negacionismo. Si no se puede
derrumbar, hay que cerrarla, encadenarla, tomarla prisionera para
que no se deje ver, para que no se abra a los visitantes y les cuente
desde sus paredes acerca del esplendor y también de la tragedia del
pasado. Y si no, transformarla en un museo mentiroso, en otra
cosa totalmente diferente de lo que realmente es. Todo es parte del
genocidio cultural.
Pienso en la diferencia con la actitud que tienen, por ejemplo,
los andaluces, que lucen orgullosos sus reliquias arquitectónicas
(la Giralda, la Alhambra) y no reniegan de su pasado moro. O los
sicilianos, que muestran sus anfiteatros griegos, o los egipcios
actuales (que son de raza árabe), que muestran sus pirámides, fruto
de otra civilización. En la misma Turquía tienen actitudes diferentes,
porque la ciudad de Estambul sí se muestra como una joya que
refleja sus distintos períodos: el del Imperio Bizantino, el del Imperio
Otomano y el de la Turquía moderna. Pero acá es distinto, hay
mucha tragedia y mucha vergüenza de por medio, hay un
genocidio. Y el genocida, lanzado en su carrera loca de negar todo,
ya no puede parar, y por eso lo reproduce eternamente.
La de Ajtamar es la única iglesia cristiana que queda en todo
el lago de Van, el lugar donde los armenios le opusieron más
resistencia a la muerte y a la barbarie. Hasta hace un tiempo había
otras, pero las fueron tirando abajo los turcos a lo largo de todo el
siglo XX.
Lo que sí hay en la ciudad de Van son estatuas de gatos con
un ojo de distinto color que el otro. Dicen que ésa es la característica
del lugar, el tener gatos así.
El otro signo distintivo es el color turquesa del lago de Van,
un turquesa intenso, prepotente, solamente comparable al color
del mar en el Nordeste de Brasil. Al tocarla, el agua es transparente
y tibia.
Imagen once: Hovik se ha arremangado el pantalón
vaquero y está metido hasta las rodillas en el lago. Me grita: «Éste
es el lugar en el que cualquier armenio, de cualquier parte del
mundo, quisiera estar. Quiero meter las patas y sentir el agua».
Entonces yo también me apresuro y quiero tocar el agua, mojarme
la cara y el pelo con ese agua. Ya lo sentimos en el alma, ahora
queremos sentir el lago de Van en el cuerpo.
Imagen doce: Mientras arranca el barquito que nos lleva
de vuelta a la orilla y la iglesia de Ajtamar se va achicando en el
horizonte, Hovik tira una moneda al lago y me dice: «Yo voy a
volver aquí. Es más, me voy a casar en esta iglesia». Seguimos el
viaje en silencio, en la parte de atrás del barquito, mientras en la
terraza un contingente de turistas italianos hacen alboroto,
seguramente desconocedores de todo lo que encierra este lago.
Imagen trece: El cielo está encapotado, negro, igual que
cuando llegamos a las ruinas de Aní. Pero en vez de largarse a
llover como aquella vez, ahora de golpe se abre un hueco en el
medio por donde se filtran bien definidos cinco, diez, veinte rayos
de sol.
Son de un color ocre dorado, que contrasta con el gris oscuro
que domina la escena, con el turquesa del lago y con el verde de las
colinas. Esos colores, esos rayos que quieren decir algo y el silencio
(de nuevo el silencio) traen al aquí y ahora un millón y medio de
ausencias que de repente se convierten en un millón y medio de
presencias. Se las puede sentir, no sólo en el corazón, también en la
piel. Están aquí, están ahora, me dicen cosas, cada una me dice
algo, pero no se enciman, tengo tiempo para escucharlas a todas.
Me cuentan lo incontable, lo inenarrable. No intento entender lo
inentendible ni buscar motivos a lo irracional. Solamente las siento.
Sin embargo, no es un momento triste, diría que es un
momento fundacional en nuestras vidas, porque de ahí en adelante
nos van a acompañar para siempre ese millón y medio de presencias
y nunca más serán ausencias. No me transmiten abatimiento sino
todo lo contrario: fuerza, energía, decisión, ganas de gritar la verdad,
de luchar contra la mentira y el negacionismo. Y me dicen que
ellas me van a acompañar y a ayudar en esa lucha. Y que no hay
que tener miedo a nadie ni a nada, porque lo peor que se pueda
imaginar sobre este mundo ya sucedió. ¿A qué otra cosa le vamos
a temer? La muerte es una bendición al lado de las escenas que se
vivieron en estos hermosos paisajes hace 91 años.
Hay algunos lagos que tienen una energía especial, entre ellos
sin dudas nombraría al lago Atitlán en Guatemala, al Titicaca que
está entre Bolivia y Perú y al Lacar en la Patagonia argentina.
Pero en esa lista incluyo al lago de Van en el medio del territorio de
la Armenia histórica.
Los mapuches creen que en el Lacar confluyen los
nehuenes, que son las fuerzas de la naturaleza, las
entidades (vivas o inanimadas) del universo. Y van
regularmente allí a cargarse de energía.
Los quechuas de la isla de Taquile en el Titicaca
hacen apachetas (montículos de piedras) al atardecer
para captar en ellas también la energía del lago, el más
alto del mundo.
Algo parecido piensan los mayas que habitan los
12 pueblos que rodean al lago Atitlán. Concurren a él para
conectarse con la maquinaria del universo y pedir que el
sol siga surcando el cielo, que las estaciones sigan
cambiando y que el volcán Tolimán siga dormido.
Aquí, en el lago de Van, la energía está dada por ese millón y
medio de presencias y es muy bueno venir, meter las patas en el
lago, mojarse, sentir el aire fresco, mirar la iglesia de Ajtamar,
pensar, sufrir por lo que somos y por lo que somos capaces de ser…
Imagen catorce: Veo por Internet las fotos de la
reinauguración de la iglesia de Ajtamar. Además de no tener la
cruz en su cúpula, veo la entrada con una enorme bandera de
Turquía, de un lado, y la foto de Mustafá Kemal Atatürk, del otro.
Miro todo eso y siento una profunda tristeza al comprobar cómo la
estupidez humana no tiene límites.
Incluso le han cambiado el nombre a la isla y a la iglesia. Ya
no será más Ajtamar, sino Akdamar, que en turco significa «venas
blancas».
El nombre de la isla proviene de un mito del lago
Van. La historia habla de un joven que quería reunirse
con su amada, llamada Tamar, quien vivía en la isla en
cuestión. Cuando estaba yendo a su encuentro, él
exclamó Ah Tamar. ¿Qué tendrá que ver eso con las venas
blancas?
Otra vez la intención de borrar la identidad, el significado, la
presencia, la historia. Otra vez el genocidio cultural.
«Esta obsesión de renombrar, la intolerancia cultural y
religiosa demostrada hacia la cruz y la campana de la Iglesia, puede
ser percibida en el mundo como un genocidio cultural, nadie debería
sorprenderse si esto se transforma en un tema de estudio», escribió
el analista Cengiz Candar en el Turkish Daily News con motivo de
la reinauguración de la iglesia.
De acuerdo con este prestigioso analista turco, es un absurdo
no colocar la cruz y la campana sobre una iglesia remodelada:
«¿Quién puede creer que eres secular o que respetas toda clase de
fe o, peor aún, que representas la alianza de las civilizaciones? Lo
que haces es lisa y llanamente un genocidio cultural».
También el asesinado periodista Hrant Dink, en enero de
2007, en su última editorial en el periódico Agos, expresaba: «La
apertura de la restaurada iglesia armenia Surp Jach en la Isla de
Ajtamar, se ha transformado en una comedia. El gobierno turco
restauró una iglesia armenia, pero sólo está pensando: ‘¿Cómo
puedo usar esto con fines políticos frente al mundo, cómo puedo
venderlo?’». El mismo día en que este artículo fue publicado murió
Dink asesinado por nacionalistas en pleno centro de Estambul.
Imagen quince: Estamos de nuevo en la carretera,
bordeando el lago de Van y cuando nos vamos acercando a la costa,
reparamos en una colina, en cuya ladera están pintadas en blanco
una enorme luna y una estrella. Abajo, en turco, la leyenda:
«Nuestra Patria». Me recuerda a las marcas que se les hace a las
vacas en el campo para reconocerlas como propiedad privada. Me
da la sensación de que es una muestra más de la inseguridad de
una clase dirigente que tiene conciencia de que continúa con una
usurpación y necesita reafirmar lo contrario mediante la negación.
Nunca vi en ningún país del mundo que la tierra tenga grabada a
fuego la bandera con inscripciones nacionalistas. Generalmente,
la gente siente como propia su tierra, sin necesidad de sobreactuaciones
chauvinistas, o de inventar una identidad territorial.
Cuando esto ocurre, quizás esté escondiendo un gran complejo de
culpa.
Imagen dieciséis: Seguimos en el auto con Sükrü y Akyuz.
Llevamos ya media hora bordeando el lago de Van y sigue la imagen
del agujero en el cielo negro y los rayos de sol que lo iluminan
como un fresco en una iglesia. Les pido a esos rayos que me
alumbren para poder contar con la mayor claridad posible todo lo
que se me está revelando en este viaje, y con ese pensamiento voy
quedándome dormido. Así íbamos a pasar las siguientes 10 horas,
dormitando de a ratos, sobresaltándonos con cada frenada o
volanteada de Akyuz, a 170 kilómetros por hora, en una ruta en la
que no faltaban los baches, las piedras o las vacas sueltas.
Imagen diecisiete: Llegando al pueblo de Doðubeyazýt,
aparece ante nosotros la imagen que tanto esperábamos y que tanto
temíamos también: el otro lado del Ararat. Es una sensación muy
extraña verlo desde este lado. Cuando estaba en Jor Virab con
Agustín y los demás chicos de Córdoba, lo mirábamos y sentíamos
impotencia por no poder llegar hasta allí. Ahora estoy aquí, si
quisiera podría ir hasta su base e incluso escalarlo (aunque debería
hacerlo clandestinamente porque en teoría está prohibido por las
autoridades). Es como entrar a la cárcel a visitar a un preso. Si
hasta el nombre le han cambiado para quitarle la identidad, porque
saben que haciéndolo están afectando la identidad nacional
armenia, ya que el Ararat y Armenia son la misma cosa.
Por todo eso, los turcos lo llaman Agri Dagi (monte del arca),
pero lamentablemente para ellos, en todo el mundo lo siguen
conociendo como el Ararat, y en cualquier rincón del planeta se lo
asocia con Armenia. Incluso hay mucha gente que no sabe que
está políticamente bajo ocupación de la República de Turquía.
Mientras el auto devora kilómetros rumbo al norte, no puedo
quitarle la mirada de encima, la ñata contra la ventanilla. Hovik
me cuenta entonces que una vez un turco le recriminó a un
armenio por qué figuraba el monte Ararat en su escudo nacional si
el Ararat no era de Armenia, a lo que éste le retrucó que por qué
figuraba la luna en su bandera si la luna no era de Turquía.
Volvemos con Hovik a Georgia, pasando por su capital Tiflis.
Al dejar atrás la Anatolia no puedo dejar de pensar en lo eficiente
que fueron los turcos en exterminar a 1.500.000 seres humanos y
expulsar otros 500.000.
Luego de cumplida la primera etapa del Genocidio
Armenio, en 1916 Talaat Pashá dijo: «La cuestión armenia
no existe más, porque no hay más armenios».
Me recuerda otra frase, pronunciada en Buenos Aires en 1978
por otro genocida, Jorge Rafael Videla: «Los desaparecidos no
existen, no están ni vivos ni muertos. Están desaparecidos».

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